El cartel, fijado a la puerta de una iglesia de la Diócesis de Padua, es desolador: “No es posible confesarse”. La foto la ha colgado en Twitter la autora Hilary White, quien ha traducido el texto que, por la mala calidad de la imagen, no es fácil leer:
“En este tiempo, la Iglesia en Padua quiere recomendar la oración en familia o a nivel personal, e invitar a que se rece por una mejora de las condiciones sanitarias, especialmente para las personas que han contraído el virus y para todos los que están sufriendo la emergencia”.
Mientras, el metro, ese medio de transporte donde se hacinan multitudes que, en hora punta, hacen inútil cualquier intento de conservar el mínimo espacio personal, está funcionando con normalidad, como todo el transporte público. Tampoco se han cerrado hipermercados y grandes superficies, que desde luego atraen muchedumbres mucho más considerables que casi cualquier iglesia.
Pero las iglesias se cierran, las misas se suspenden y esto, en plena Cuaresma, cuando somos específicamente llamados a la conversión; en ocasiones incluso se cierra el acceso al Sacramento de la Reconciliación. ¿Tiene algún sentido?
El único que se nos ocurre es que los prelados dan más importancia al cuerpo que al alma, a la salud física que a la espiritual, y que no es casual que obispo tras obispo de la Iglesia universal ande más ocupado y obsesionado por el futuro del planeta que por el de las almas, siendo el primero efímero a ojos de Dios y las segundas, eternas.
Pero las iglesias se cierran, las misas se suspenden y esto, en plena Cuaresma, cuando somos específicamente llamados a la conversión; en ocasiones incluso se cierra el acceso al Sacramento de la Reconciliación. ¿Tiene algún sentido?
El único que se nos ocurre es que los prelados dan más importancia al cuerpo que al alma, a la salud física que a la espiritual, y que no es casual que obispo tras obispo de la Iglesia universal ande más ocupado y obsesionado por el futuro del planeta que por el de las almas, siendo el primero efímero a ojos de Dios y las segundas, eternas.
Carlos Esteban