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lunes, 24 de febrero de 2020

Un nuevo ruego a Su Santidad (Carlos Esteban)




El primero sería un ruego, una súplica filial y respetuosa: háblenos de Dios, de la fe, de la Vida Eterna, de la Salvación. También, por supuesto, puede intervenir en las polémicas internacionales del momento, pero si insiste tanto en lo que, al final, es una visión política personalísima y aprovecha para que se amplifique y extienda su condición de Sumo Pontífice, la confusión está servida, y la decepción de muchos espíritus débiles, también. Los católicos nunca vamos a oír a un Papa como si hablara un particular, de modo que cuando el núcleo de su mensaje, cuando sus mensajes más repetidos e insistentes, se refieren a opiniones personales sobre medidas políticas, el resultado solo puede ser el desánimo y la pérdida de autoridad moral entre quienes, manteniéndose fieles al magisterio, no tienen, sin embargo, la misma visión que el Papa sobre estos y otros problemas mundanos.

Lo más peligroso, a nuestro juicio, es la mezcla en estos asuntos del lenguaje evangélico, que a veces hace pasar unas soluciones prudenciales y discrecionales del ámbito político como las únicas aceptables en la perspectiva evangélica. Y no, no es así. Los Papas y doctores de la Iglesia hasta Francisco no han estado necesariamente equivocados cuando declaraban deber de los gobiernos el control de sus fronteras en función del beneficio de sus conciudadanos. Que el católico tenga que tratar al extranjero, y más al extranjero pobre y desasistido, como a un hermano no significa en absoluto que haya que abrir de par en par nuestras fronteras.

Y ese sería nuestro segundo motivo para disentir. Santidad, si cree que el choque de civilizaciones es una “retórica”, entonces no sé qué pensar del epígrafe “Mediterráneo, Frontera de Paz”. Me temo que hay muchísima más ‘retórica’ en el otro sentido, y que si el ‘populismo’ puede ciertamente incubar en su seno el odio y la violencia, estos se han dado con desesperante frecuencia cuando las civilizaciones han chocado, sin necesidad alguna de ‘retóricas’.

Las culturas son reales; no son formas distintas de cocinar, o bailes exóticos o maneras diferentes de vestir. No, son visiones diferentes de entender la sociedad y al hombre. Son creencias arraigadas sobre cómo se debe gobernar, sobre el papel de la mujer, sobre el espacio debido a la libertad, sobre la legitimidad de la violencia. Es la lealtad a la tribu por encima de la lealtad a la comunidad política. No hay nada ‘retórico’ en eso, es muy, muy real, y la historia y la geografía están preñadas de ejemplos desastrosos. Las vallas hacen buenos vecinos; podrá no ser un refrán muy optimista con la naturaleza humana, pero la naturaleza humana es la que es, no la que desearíamos.

Porque esta es una derivada interesante, no de la opinión de Francisco sobre este asunto en concreto, sino sobre su visión acerca de muchos otros: que parece ignorar el dogma del Pecado Original. Los buenos cristianos pueden hacer un esfuerzo constante para acoger a todos los refugiados y para tratarles como lo haría Jesús, pero no todos los cristianos somos buenos cristianos, y ni siquiera todos los pueblos de la tierra son cristianos. Y el gobernante prudente no puede partir de situaciones irreales, sino de la realidad de nuestra naturaleza caída.

Hemos superado un siglo, el XX, en el que han medrado las utopías, no en su concepción, sino en el intento de hacerlas realidad desde el poder político. Creo que no es exagerar señalar que los resultados no han sido óptimos. El comunismo esperó -sigue esperando- que el hombre pierda su apego a las propiedades materiales y viviera como lo hacían los cristianos primitivos. No salió muy bien el experimento, porque la propiedad privada está en nuestra naturaleza, para bien y para mal. El nuevo globalismo que parece predicar el Santo Padre postula una humanidad que supere la preferencia de lo propio sobre lo ajeno, lo familiar sobre lo extraño, lo cercano sobre lo lejano. No va a suceder. Y las consecuencias de imponerlo por las bravas pueden ser exactamente la peor de las pesadillas del Papa Francisco.

Carlos Esteban