Desde el deísmo de los viejos enciclopedistas de la Ilustración, se puso de moda vivir etsi Deus non daretur, como si Dios no existiera
o no fuera evidente. Cualquier niño que hubiera estudiado el catecismo
podría haber predicho que las consecuencias no serían buenas. Dejando a
un lado guillotinas y revoluciones, uno de los efectos más curiosos fue
que, una vez que la gente se acostumbró a vivir como si Dios no
existiera, sin darse cuenta terminó viviendo también etsi mors non daretur, como si la muerte no existiera.
En las sociedades antiguas, la muerte siempre estaba presente. El
arte, el pensamiento, la religión y la vida cotidiana ofrecían un
constante memento mori, a veces sombrío, en ocasiones macabro
y, en el mejor de los casos, esperanzado, pero siempre presente. Desde
hace algo menos de un siglo, sin embargo, la muerte prácticamente ha desaparecido de la vida social y del pensamiento.
Al desaparecer Dios de la escena, dejó de haber respuesta para el gran
enigma de la muerte y no hay nada que resulte más incómodo y embarazoso
que un enigma sin respuesta.
Si el enigma no tiene respuesta, la única solución es esquivar la pregunta.
Así, se nos promete de diversas maneras que los avances de la técnica
curarán tantas enfermedades, aliviarán tantos sufrimientos y retrasarán
tanto la muerte que ya no tendremos que preocuparnos de todo eso durante
muchos años. Promesa incumplida, por supuesto.
En realidad, en lo que más ha tenido éxito la técnica es en esconder la muerte y el sufrimiento.
La gente ya no muere en sus casas, sino en habitaciones aisladas de
blancas paredes, de forma aséptica y donde no molesten mucho. Además,
podemos imaginarnos que no sufren, porque si hace falta se les seda o se
les eutanasia como si fueran animales. Finalmente, en vez de
enterrarse, se incineran higiénicamente y sus cenizas se esparcen y
olvidan, de modo que nadie tenga que sufrir molestos recuerdos de su
propia mortalidad. Si Dios no existe, el hombre es dios, pero, para que
el hombre sea dios, la muerte no puede existir o, al menos, no puede ser
muy visible.
En ese mundo, la epidemia de coronavirus ha irrumpido con la fuerza de un elefante aficionado a las cacharrerías.
No se trata simplemente del número total de muertos, que es grande,
pero inferior en uno o dos órdenes de magnitud al de otras causas de
muertes cotidianas, como el cáncer y las enfermedades cardiovasculares.
La epidemia, sin embargo, ha sido inesperada, rápida y brutal,
literalmente está amontonando los muertos en los hospitales y ha forzado
a gran parte del mundo a encerrarse, contemplarla por televisión y
hablar de ella. Ese es el problema: no se puede ignorar y exige nuestra atención.
Quizá al cabo de unos meses nos olvidemos del paso del coronavirus
entre nosotros, como se han olvidado otras epidemias anteriores, pero al
menos por ahora nos obliga a recordar la propia muerte y la muerte de
los que están a nuestro alrededor. Las ilusiones se derrumban y, con
temblor, sospechamos que quizá pueda ser que a lo mejor posiblemente
algún día no muy lejano también nosotros nos muramos. Quizá, solo quizá,
pero un quizá basta para echar por tierra todo el mundo que nos hemos
construido sin Dios, en cumplimiento de la vieja tentación: seréis como dioses.
Si nos morimos, es que no somos dioses. Paradójicamente, las máscaras
que obliga a ponerse el coronavirus han tenido esta consecuencia: la máscara que llevábamos ha caído y nos encontramos frente a frente con nuestra propia mortalidad y finitud.
Algunos clérigos desorientados se preguntan si la epidemia del
coronavirus es un castigo, una pregunta que habría asombrado a cualquier
predicador de los primeros dieciocho siglos de la Iglesia, por lo
menos. ¡Claro que es un castigo! Como enseña la doctrina cristiana más básica, todo el mal que sufrimos es consecuencia y castigo del pecado original y de los pecados posteriores. El Señor castiga a los que ama, como el padre a su hijo preferido. Por otra parte, llevamos décadas y décadas incumpliendo pública, legal y orgullosamente todos
los preceptos de la ley divina. Cincuenta millones de abortos cada año
(una cifra que desafía a la imaginación), el asesinato “médico” de
ancianos, la conversión de la avaricia y la acumulación en las bases de
nuestro sistema económico, la destrucción del matrimonio y la familia,
el desprecio de las virtudes más básicas, la exaltación del vicio, la
negación de la verdad más evidente cuando no coincide con extrañas modas
e ideologías políticas, la apostasía masiva entre los cristianos y la
tibieza entre los que aún no hemos apostatado… ¿De verdad creíamos que iba a salirnos gratis esta vida vivida como si Dios no existiese y como si el hombre fuera Dios?
La buena noticia, sin embargo, es que los castigos de Dios en esta
vida siempre son saludables. Dios los permite y los inflige como medio de arrepentimiento y salvación. Si sufrís, es para vuestra corrección. Dios os trata como a hijos, porque ¿qué hijo hay a quien su padre no castigue? No
sufrimos porque sí, sufrimos para nuestra corrección, para que nos
volvamos a Dios de nuevo y elevemos la vista al cielo. La epidemia no es
un sinsentido, una broma cruel del azar, sino parte de la providencia
de Dios, que es más sabia que los hombres. La epidemia es una llamada a la conversión.
La respuesta de la Iglesia a todas las epidemias, guerras,
calamidades y sufrimientos de la historia ha sido siempre la misma,
porque no puede hacer más que repetir lo que dijo su Maestro: si no os arrepentís, pereceréis igualmente y no vuelvas a pecar, no sea que te ocurra algo peor.
Son frases de Cristo, el Hijo de Dios que es la misericordia misma,
pero también la verdad misma. Si los hombres están enfermos de un mal
mucho peor que el coronavirus, pero no quieren reconocerlo, la
misericordia consiste en decirles la verdad de su pecado, aunque se
ofendan, giman, griten y pataleen.
Y cuando las palabras no se escuchan o
ya no hay quien las pronuncie porque los mismos cristianos se han hecho
adoradores del mundo, Dios nos manda acontecimientos terribles que nos
obliguen a abrir el oído de una vez, para que al menos algunos se
conviertan y sean perdonados. Yo reprendo y disciplino a todos los que amo; sé, pues, celoso y arrepiéntete.
Ese es el significado del coronavirus. Los antiguos sabían, igual que
nosotros, que las enfermedades son fenómenos naturales. Ellos, sin
embargo, recordaban algo que nosotros hemos olvidado: que la naturaleza
está en manos de Dios y de su Providencia. El coronavirus, como todas
las criaturas, cumple las órdenes de Dios y ha sido enviado para decirnos a todos: ¡convertíos, sed santos, volved a Dios!
Convirtámonos, no sea que también muramos como tantos están muriendo:
solos, asqueados, sin sentido, sin Dios y sin esperanza. Convirtámonos,
para que podamos elevar los ojos al cielo, más allá de la muerte y el
sufrimiento. Convirtámonos y así recordaremos que hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados y que nuestro guardián no duerme, no duerme ni reposa el guardián de Israel. La muerte existe, pero nosotros sabemos que no hay que tenerle miedo, porque la muerte ya ha sido vencida. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?
Bruno Moreno