Colas en los supermercados para acumular alimentos, “peleas” por conseguir mascarillas, angustia por no contraer el virus, naciones enteras confinadas en sus casas, las iglesias cerradas; un espectáculo casi apocalíptico.
Me pregunto si todo este histerismo no es más que la eclosión repentina de la podredumbre de la sociedad actual. Durante décadas, mientras por un lado se promocionaba la cultura de la muerte con el aborto, la eutanasia y la manipulación de embriones, se ha querido echar la vista a un lado sobre el gran “problema” de la muerte de uno mismo. Un “asunto” que nadie puede eludir, pero que esta sociedad liberal y hedonista -con la inestimable colaboración de la iglesia postconciliar eliminando por completo los novísimos de su predicación- se ha encargado de anestesiar las conciencias para que todo el mundo actúe como si fuéramos a vivir eternamente, estuviéramos todos salvados o, en el peor de los casos, tras la muerte sencillamente no hubiera nada. Se ha querido negar pragmáticamente la realidad a la que todos nos enfrentaremos, sumiendo a las almas en un materialismo atroz agnóstico, ateo o, cuando no, decididamente anticristiano.
Decía Papini que “los hombres, al alejarse del Evangelio, han encontrado la desolación y la muerte”. Y eso, exactamente, es lo que ha pasado; todas esas almas que viven de espalda al Evangelio, que viven como si Dios no existiera, como si la muerte de uno mismo y el “después” no fuera un problema “vital” a plantearse, de repente se han encontrado de sopetón con una variable que no controlan, con un microscópico virus que en 24h ha desmontado su engaño y su farsa. El mundo que tanto aman se desmorona como una baraja de naipes, encontrándose con que ese problema que no querían ver, no pueden evitar verlo, y eso les genera auténtico pánico, porque su alma no tiene otro asidero donde agarrarse excepto las bandejas de un supermercado y una mascarilla de papel. La soberbia y altanería del hombre “moderno” ante Dios y la muerte de repente se ha encontrado con el gran “problema” que quería ignorar de bruces e inesperadamente.
Fue San Alfonso María de Ligorio quien dijo que “el hombre en las cosas del cuerpo actúa como un sabio, pero como un loco en las cosas del alma”. Y así es. Esta histeria vital se encuentra con almas huecas, vacías, carentes de contacto con Dios y lo sobrenatural, y su reacción se ciñe al mero instinto de supervivencia humano. Resulta muy triste observar como personas que viven en flagrante estado de pecado mortal, andan asustados por no tener mascarillas, pero no por encontrar a un sacerdote para confesar. Hacen todo tipo de esfuerzos por encontrar un rollo de papel higiénico en el supermercado, pero no dedican ni un minuto de su vida a poner su alma en paz con Dios, justo cuando piensan que pueden correr peligro.
No quiero decir con esto que no sea normal tener miedo humano ante lo incierto y querer ser precavido, lo que quiero transmitir es que con mayor medida deberíamos tener esa precaución y cuidado por nuestra alma, porque nada ocurre sin el consentimiento de Dios… esto tampoco.
Me pregunto si todo este histerismo no es más que la eclosión repentina de la podredumbre de la sociedad actual. Durante décadas, mientras por un lado se promocionaba la cultura de la muerte con el aborto, la eutanasia y la manipulación de embriones, se ha querido echar la vista a un lado sobre el gran “problema” de la muerte de uno mismo. Un “asunto” que nadie puede eludir, pero que esta sociedad liberal y hedonista -con la inestimable colaboración de la iglesia postconciliar eliminando por completo los novísimos de su predicación- se ha encargado de anestesiar las conciencias para que todo el mundo actúe como si fuéramos a vivir eternamente, estuviéramos todos salvados o, en el peor de los casos, tras la muerte sencillamente no hubiera nada. Se ha querido negar pragmáticamente la realidad a la que todos nos enfrentaremos, sumiendo a las almas en un materialismo atroz agnóstico, ateo o, cuando no, decididamente anticristiano.
Decía Papini que “los hombres, al alejarse del Evangelio, han encontrado la desolación y la muerte”. Y eso, exactamente, es lo que ha pasado; todas esas almas que viven de espalda al Evangelio, que viven como si Dios no existiera, como si la muerte de uno mismo y el “después” no fuera un problema “vital” a plantearse, de repente se han encontrado de sopetón con una variable que no controlan, con un microscópico virus que en 24h ha desmontado su engaño y su farsa. El mundo que tanto aman se desmorona como una baraja de naipes, encontrándose con que ese problema que no querían ver, no pueden evitar verlo, y eso les genera auténtico pánico, porque su alma no tiene otro asidero donde agarrarse excepto las bandejas de un supermercado y una mascarilla de papel. La soberbia y altanería del hombre “moderno” ante Dios y la muerte de repente se ha encontrado con el gran “problema” que quería ignorar de bruces e inesperadamente.
Fue San Alfonso María de Ligorio quien dijo que “el hombre en las cosas del cuerpo actúa como un sabio, pero como un loco en las cosas del alma”. Y así es. Esta histeria vital se encuentra con almas huecas, vacías, carentes de contacto con Dios y lo sobrenatural, y su reacción se ciñe al mero instinto de supervivencia humano. Resulta muy triste observar como personas que viven en flagrante estado de pecado mortal, andan asustados por no tener mascarillas, pero no por encontrar a un sacerdote para confesar. Hacen todo tipo de esfuerzos por encontrar un rollo de papel higiénico en el supermercado, pero no dedican ni un minuto de su vida a poner su alma en paz con Dios, justo cuando piensan que pueden correr peligro.
No quiero decir con esto que no sea normal tener miedo humano ante lo incierto y querer ser precavido, lo que quiero transmitir es que con mayor medida deberíamos tener esa precaución y cuidado por nuestra alma, porque nada ocurre sin el consentimiento de Dios… esto tampoco.
Miguel Ángel Yáñez