Debo admitir que me ha llamado poderosamente la atención la reacción de la jerarquía católica y de numerosos laicos a la alarma sembrada por el temor a una epidemia de coronavirus. La primera, de la que cabría esperar cierta mesura y visión sobrenatural, ha ido más allá incluso que las autoridades civiles en sus medidas para evitar la enfermedad, recortando el culto en ocasión hasta el extremo exagerado de cerrar iglesias cuando bares y grandes superficies continúan abiertos y frecuentados.
No es mi propósito hacer un canto a la irresponsabilidad sanitaria o a la imprudencia. Pero si de alguien se espera que relativice -en el mejor de los sentidos- la cercanía de la enfermedad y la muerte es de un hombre de fe.
En buena medida, el olvido de Dios es el olvido de la muerte. No es que se haya convertido exactamente en un secreto que hemos de morir, pero se hace todo lo posible para no lo tengamos presente. Pensar en la muerte -ese ‘memento mori’ que tanto recomiendan los santos- se considera hoy ‘morboso’, y la sociedad moderna parece en ese sentido una conjura para ocultarla.
La muerte no está presente. La gente vive más y mejor, no hay cortejos fúnebres por las calles, los difuntos se velan en desangelados tanatorios en las afueras de las ciudades, los sacerdotes muy rara vez predican sobre la muerte y los medios de comunicación, con su incesante cascada de actualidad, nos distrae de la meditación de nuestro fin inevitable… Y de lo que venga después.
Así es mucho más fácil el ‘carpe diem’, que es el ‘slogan’ implícito de toda nuestra publicidad y que es lo que nos tira. Es una apuesta conmigo mismo, en absoluto falsificable, pero estoy convencido de que alguien que meditara cada día de su vida sobre su propia muerte lo tendría difícil para ser ateo, o para vivir como un ateo siendo creyente.
A lo largo de la historia, la muerte estaba casi continuamente ante los ojos de cualquiera. No solo la esperanza de vida era muy inferior, sino que no se ocultaba, casi podría decirse que se celebraba, en el sentido de solemnizarse. Uno no necesitaba tener en su escritorio una calavera para toparse con ella de continuo. Y pensar en la propia muerte lleva a pensar en el sentido de nuestra vida y en nuestro destino eterno, cosas bastante saludables.
La Iglesia no vive aparte del mundo, y este estado de cosas, esta atmósfera de negación de la muerte, también nos ha afectado, y no creo que nuestra tibieza y la apostasía generalizada, la hemorragia de fieles en las últimas décadas, sean completamente ajenas a esto.
Si el coronavirus queda en nada, perfecto. Pero sería bueno que el susto que nos ha dado sirva para algo. Si, por el contrario, va a más, junto a todas las medidas higiénicas y prudenciales que aconsejen las autoridades médicas podríamos, ya puestos, aprovechar una situación que, al fin y al cabo, es tan obra de la Providencia como cualquier otra circunstancia. Sería, por supuesto, una ocasión extraordinaria para ejercer la caridad, que posiblemente haya quedado anclada en fórmulas automáticas. Pero también para ver nuestra vida como es en realidad, un breve momento de prueba para la Vida verdadera, para nuestro destino eterno. Y, va de suyo, para relativizar o ignorar tantos detalles menores que nos distraen y nos dividen.
Carlos Esteban