Escribo este artículo tomando como referencia otro artículo de Bruno Moreno, de Infocatólica, de título "No puedo dar testimonio de lo que no he visto", de fecha 26 de febrero de 2020. Dedica su entrada a dar una respuesta personal a la consulta que le hizo un lector de su blog. Y comienza de este modo:
Hace poco, un lector de nombre arcangélico me hizo la siguiente pregunta, que me pareció interesantísima:
“La realidad es que la gran mayoría de los cristianos/católicos creemos por fe, no por evidencia. Es decir, existirá algún Tomás que crea por haber visto signos milagrosos o eventos similares. Personalmente, yo jamás he visto nada sobrenatural, mi creencia se basa exclusivamente en la fe. El problema es ¿cómo puedo yo dar testimonio de la verdad si no la he visto?Claro que creo firmemente en ella, pero no soy testigo; luego, no puedo dar testimonio de la verdad. Puedo tratar de transmitir mi fe, pero no puedo dar testimonio de que esa fe es verdadera. En síntesis ¿no es deshonesto (exagerando un poco el término) decir que doy testimonio de la verdad cuando no he sido testigo de esa verdad? En cierto sentido, aquellos bienaventurados que creen sin haber visto, tienen la desventura de no poder dar testimonio de algo que, precisamente, no han visto. No sé si logro transmitir esta dicotomía. Tengo la esperanza de que en algunos minutos puedas “rumiarla” un poco y decirme si ves algo. Creo que debe haber un error de planteamiento, es solo que no alcanzo a ver dónde está".Supongo que cada lector podrá dar su propia respuesta a esta pregunta, pero aquí tienen lo que yo, torpemente, alcancé a responder (su respuesta, muy sopesada y muy completa, con muchos ejemplos de la vida cotidiana, se encuentra haciendo clic en el link de arriba)
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Yo, a mi vez, intentaré dar otro tipo de respuesta al lector angélico que, tal vez, pueda servir de complemento a aquella que recibe de Bruno Moreno ... Y resumiría toda mi argumentación en la siguiente frase. Y es que:
Ver a Jesús físicamente, con nuestros propios ojos, no es suficiente para poder decir que lo hemos visto "realmente".
Fueron
muchos los que "vieron" a Jesús en su tiempo. Y, sin embargo, no
todos creyeron en Él. ¡Ya entonces era necesaria la fe en Jesús, aun cuando lo
"vieran"! Es más: es un hecho histórico que, ya entonces, la mayoría de la gente
no creyó en Él, a pesar de que había hecho milagros de todo tipo. Sus propios
discípulos, que habían convivido con Él durante tres años y lo conocían
íntimamente, a la hora de la verdad lo abandonaron. E incluso cuando resucitó
todavía muchos siguieron sin creer, hasta que lo vieron con sus propios ojos. Es el caso de
Tomás, por ejemplo. Más todavía: sólo cuando el Espíritu Santo vino sobre
ellos, en forma de lenguas de fuego, alcanzaron la fortaleza que necesitaban
para proclamarlo a todos los vientos, como Dios y hombre verdadero. Y es que, efectivamente:
"Nadie puede decir: "Jesús es Dios" si no es en el Espíritu
Santo" (1 Cor 12, 3). Eso, por una parte. Y por otra, tenemos estas palabras de Jesús:
"Dichosos los que sin haber visto han creído" (Jn 20, 29)
Ciertamente no "vemos" a Jesús con estos nuestros ojos físicos. Pero ¿y qué, si lo viéramos? Posiblemente, si ahora no tenemos fe, tampoco la tendríamos aunque lo "vieramos" ... puesto que sólo en el Espíritu podemos decir "Jesus es el Señor", es decir, Jesús es Dios.
Si de los que vivieron en tiempos de Jesús y lo "vieron" con sus propios ojos, la mayoría no creyeron en Él, ¿de qué serviría "verlo" ahora para poder decir, entonces, que así sí que podríamos dar testimonio de Él? ¿Nos consideramos mejores que los contemporáneos de Jesús? ¿Pensamos que si hubiésemos sido nosotros sí que habríamos creído? Pues si es así, es que no conocemos la naturaleza humana. Me llama la atención el hecho de que Jesús, aun cuando había hecho grandes milagros en medio de su pueblo, sin embargo, muchos seguían sin creer en Él: "hay algunos de vosotros que no creen" (Jn 6, 64) Y dice san Marcos que el propio Jesús "se asombraba de su incredulidad" (Mc 6, 6).
Hoy en día tenemos el suficiente conocimiento para tener fe; y poder dar testimonio, con nuestras palabras y con nuestra vida, de todo lo que creemos. Los primeros cristianos, que no habían "visto" directamente al Señor, lo vieron en el testimonio de los Apóstoles y de los santos Padres ... y esto hasta el punto de dar su propia vida antes que renegar de Jesucristo. ¿Por qué? Porque tenían fe. Lo que se les había transmitido era más que suficiente y les sirvió, de hecho, para combatir contra las asechanzas del mundo y del Diablo ¡... y vencer!. La fe les daba una seguridad que el mundo no podía entender ... ¡y, sin embargo, ninguno de ellos había "visto" físicamente al Señor!.
Nosotros nos encontramos en la misma situación que los primeros cristianos; todo cuanto ellos conocían de Jesús lo podemos conocer igualmente nosotros, puesto que se nos ha transmitido, fielmente, a través de las Sagradas Escrituras y de la Tradición, hablada y escrita ... Y tenemos a nuestra disposición todos los medios que necesitamos para salvarnos; porque, afortunadamente, Jesús, antes de morir, instituyó los sacramentos del sacerdocio y de la Eucaristía, tal y como viene recogido en el Nuevo Testamento. Tenemos, por una parte, su Palabra, que nos lleva hasta Él, pues "sus Palabras son Espíritu y son Vida" (Jn 6, 63) y por otra, para colmo de gracias, tenemos su propia Presencia física y real en la Sagrada Eucaristía (aunque venga oculta por los accidentes del pan y del vino).
El contacto con el Señor a través de su Palabra, contenida, sobre todo, en el Nuevo Testamento; y, más aún, el poder recibirlo en la Sagrada Comunión (si estamos en gracia) hace posible que tengamos el Espíritu de Jesús y que podamos, por lo tanto, dar testimonio de Él.
Es preciso, por supuesto, tener siempre en cuenta que la recta interpretación de los textos bíblicos corresponde al Magisterio de la Iglesia católica. Esta consideración nos librará de posibles herejías.
Al mismo tiempo, cobramos conciencia de la importancia de la presencia efectiva de Jesús en el mundo a través de nosotros, pues "el que crea en Mí hará las obras que Yo hago y las hará mayores que éstas" (Jn 14, 12). Estando Él en nosotros seremos para el mundo "el suave olor de Cristo" (2 Cor 2, 15).
Y no debemos de tener miedo porque, al fin y al cabo, no somos ciudadanos de este mundo: "nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde esperamos, como Salvador, al Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro humilde cuerpo conforme a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene incluso para someter a sí todas las cosas" (Fil 3, 20-21)
Si bien es cierto que nada podemos hacer por nosotros mismos: "Sin Mí nada podéis hacer" (Jn 15,5), no lo es menos que nada debemos temer si Él está con nosotros, como decía san Pablo: "Todo lo puedo en Aquél que me conforta" (Fil 4, 13) Sabemos que Dios concede su gracia a todo el que se la pide: "Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?" (Lc 11, 13). En otro lugar dice san Pablo: "No obtenéis porque no pedís. Pedís y no recibís, porque pedís mal, para dar satisfacción a vuestras pasiones" (Sant 4, 2b-3). Y, en el fondo, si no recibimos es porque no creemos lo suficiente, pues, según el Señor, "todo es posible para el que cree" (Mc 9, 23). En Nazaret Jesús no hizo muchos milagros a causa de su incredulidad (Mt 13, 58).
El apóstol Santiago exhorta a sus discípulos a que oren para que la Palabra del Señor se propague y Dios sea glorificado ... y para librarse de los hombres perversos y malignos; que no de todos es la fe (Sant 3, 1-2). Por eso, sabiendo que la fe no podemos conseguirla por nosotros mismos, sino que es un don sobrenatural que Dios concede gratuitamente a todo el que se la pide, de corazón, y le da su Espíritu, algo que no hará con aquellos que lo rechacen ... es necesario y fundamental que pongamos algo de nuestra parte, haciendo uso de los medios que Dios ha puesto a nuestra disposición para que podamos salir victoriosos en nuestra lucha contra el pecado y alcancemos la salvación. Tales son la oración, la mortificación, la frecuencia de los sacramentos (especialmente confesión y comunión), la asistencia a la Santa Misa, al menos cuando lo manda la Santa Madre Iglesia, el ayuno, la limosna, etc ... y todo ello hacerlo porque somos conscientes del amor que Dios nos tiene y que lo ha manifestado haciéndose hombre en la Persona del Hijo (Jesucristo).
Merece la pena lanzarse a esa aventura de creer sin ver. Son muchos los testigos que nos preceden. Y son testigos porque dan testimonio de lo que han recibido de sus antepasados en la fe y esto a lo largo de dos mil años. No es necesario "ver" a Jesús para ser su testigo. Somos testigos porque nos fiamos del testimonio de nuestros hermanos mayores en el Señor, que sabemos que no nos engañan. Entre ellos, hay muchos mártires ... ¡y nadie da la vida por una ilusión, sino por una realidad!.
Ciertamente no "vemos" a Jesús con estos nuestros ojos físicos. Pero ¿y qué, si lo viéramos? Posiblemente, si ahora no tenemos fe, tampoco la tendríamos aunque lo "vieramos" ... puesto que sólo en el Espíritu podemos decir "Jesus es el Señor", es decir, Jesús es Dios.
Si de los que vivieron en tiempos de Jesús y lo "vieron" con sus propios ojos, la mayoría no creyeron en Él, ¿de qué serviría "verlo" ahora para poder decir, entonces, que así sí que podríamos dar testimonio de Él? ¿Nos consideramos mejores que los contemporáneos de Jesús? ¿Pensamos que si hubiésemos sido nosotros sí que habríamos creído? Pues si es así, es que no conocemos la naturaleza humana. Me llama la atención el hecho de que Jesús, aun cuando había hecho grandes milagros en medio de su pueblo, sin embargo, muchos seguían sin creer en Él: "hay algunos de vosotros que no creen" (Jn 6, 64) Y dice san Marcos que el propio Jesús "se asombraba de su incredulidad" (Mc 6, 6).
Hoy en día tenemos el suficiente conocimiento para tener fe; y poder dar testimonio, con nuestras palabras y con nuestra vida, de todo lo que creemos. Los primeros cristianos, que no habían "visto" directamente al Señor, lo vieron en el testimonio de los Apóstoles y de los santos Padres ... y esto hasta el punto de dar su propia vida antes que renegar de Jesucristo. ¿Por qué? Porque tenían fe. Lo que se les había transmitido era más que suficiente y les sirvió, de hecho, para combatir contra las asechanzas del mundo y del Diablo ¡... y vencer!. La fe les daba una seguridad que el mundo no podía entender ... ¡y, sin embargo, ninguno de ellos había "visto" físicamente al Señor!.
Nosotros nos encontramos en la misma situación que los primeros cristianos; todo cuanto ellos conocían de Jesús lo podemos conocer igualmente nosotros, puesto que se nos ha transmitido, fielmente, a través de las Sagradas Escrituras y de la Tradición, hablada y escrita ... Y tenemos a nuestra disposición todos los medios que necesitamos para salvarnos; porque, afortunadamente, Jesús, antes de morir, instituyó los sacramentos del sacerdocio y de la Eucaristía, tal y como viene recogido en el Nuevo Testamento. Tenemos, por una parte, su Palabra, que nos lleva hasta Él, pues "sus Palabras son Espíritu y son Vida" (Jn 6, 63) y por otra, para colmo de gracias, tenemos su propia Presencia física y real en la Sagrada Eucaristía (aunque venga oculta por los accidentes del pan y del vino).
El contacto con el Señor a través de su Palabra, contenida, sobre todo, en el Nuevo Testamento; y, más aún, el poder recibirlo en la Sagrada Comunión (si estamos en gracia) hace posible que tengamos el Espíritu de Jesús y que podamos, por lo tanto, dar testimonio de Él.
Es preciso, por supuesto, tener siempre en cuenta que la recta interpretación de los textos bíblicos corresponde al Magisterio de la Iglesia católica. Esta consideración nos librará de posibles herejías.
Al mismo tiempo, cobramos conciencia de la importancia de la presencia efectiva de Jesús en el mundo a través de nosotros, pues "el que crea en Mí hará las obras que Yo hago y las hará mayores que éstas" (Jn 14, 12). Estando Él en nosotros seremos para el mundo "el suave olor de Cristo" (2 Cor 2, 15).
Y no debemos de tener miedo porque, al fin y al cabo, no somos ciudadanos de este mundo: "nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde esperamos, como Salvador, al Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro humilde cuerpo conforme a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene incluso para someter a sí todas las cosas" (Fil 3, 20-21)
Si bien es cierto que nada podemos hacer por nosotros mismos: "Sin Mí nada podéis hacer" (Jn 15,5), no lo es menos que nada debemos temer si Él está con nosotros, como decía san Pablo: "Todo lo puedo en Aquél que me conforta" (Fil 4, 13) Sabemos que Dios concede su gracia a todo el que se la pide: "Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?" (Lc 11, 13). En otro lugar dice san Pablo: "No obtenéis porque no pedís. Pedís y no recibís, porque pedís mal, para dar satisfacción a vuestras pasiones" (Sant 4, 2b-3). Y, en el fondo, si no recibimos es porque no creemos lo suficiente, pues, según el Señor, "todo es posible para el que cree" (Mc 9, 23). En Nazaret Jesús no hizo muchos milagros a causa de su incredulidad (Mt 13, 58).
El apóstol Santiago exhorta a sus discípulos a que oren para que la Palabra del Señor se propague y Dios sea glorificado ... y para librarse de los hombres perversos y malignos; que no de todos es la fe (Sant 3, 1-2). Por eso, sabiendo que la fe no podemos conseguirla por nosotros mismos, sino que es un don sobrenatural que Dios concede gratuitamente a todo el que se la pide, de corazón, y le da su Espíritu, algo que no hará con aquellos que lo rechacen ... es necesario y fundamental que pongamos algo de nuestra parte, haciendo uso de los medios que Dios ha puesto a nuestra disposición para que podamos salir victoriosos en nuestra lucha contra el pecado y alcancemos la salvación. Tales son la oración, la mortificación, la frecuencia de los sacramentos (especialmente confesión y comunión), la asistencia a la Santa Misa, al menos cuando lo manda la Santa Madre Iglesia, el ayuno, la limosna, etc ... y todo ello hacerlo porque somos conscientes del amor que Dios nos tiene y que lo ha manifestado haciéndose hombre en la Persona del Hijo (Jesucristo).
Merece la pena lanzarse a esa aventura de creer sin ver. Son muchos los testigos que nos preceden. Y son testigos porque dan testimonio de lo que han recibido de sus antepasados en la fe y esto a lo largo de dos mil años. No es necesario "ver" a Jesús para ser su testigo. Somos testigos porque nos fiamos del testimonio de nuestros hermanos mayores en el Señor, que sabemos que no nos engañan. Entre ellos, hay muchos mártires ... ¡y nadie da la vida por una ilusión, sino por una realidad!.
La familia cristiana tiene una grave responsabilidad, ante Dios, en la transmisión fiel, de padres a hijos, de todas estas enseñanzas. Aunque los padres no hayan "visto" a Jesús, sin embargo, como cristianos, deben dar testimonio de Él, tal y como hicieron los primeros cristianos.
Espero que estas reflexiones te sirvan de ayuda.
José Martí