No recuerdo en cuál de sus incontables entrevistas dijo Su Santidad que le encantaba que le llamaran ‘revolucionario’ lo que, según en qué época o en qué acepción podría dejar de piedra a muchos oyentes.
Supongo que cada era, cada generación, tiene un concepto -mejor: una imagen mental- distinto de revolución. En los albores del siglo XIX sería una palabra que haría temblar, de expectativas o de terror, según el caso, aún fresca la abundantísima sangre derramada por el Terror de la guillotina. A partir de finales de los sesenta del pasado siglo, en cambio, tendría más el sentido de difusa revuelta juvenil, de Mayo del 68 o de la Revolución Sexual. Quitando la trivialización absoluta del término en nuestros días (“Detergente X: una revolución en la limpieza”), esa última es la que queda hoy, la de revuelta, desobediencia pasiva, resistencia a lo establecido.
Por eso resulta extraño que el ‘Papa revolucionario’ se alinee siempre, llegado el momento, con la autoridad secular fuerte. Hace algún tiempo nos sorprendió -me sorprendió, al menos- pidiéndonos que obedezcamos a la ONU, un organismo con nula representación popular que lleva décadas liderando los esfuerzos contra todo lo que representa y ha representado la Iglesia Católica. Ayer nos sorprendía (ya menos, es cierto) contradiciendo a la Conferencia Episcopal Italiana -que en ocasiones se ha mostrado más papista que el Papa- pidiendo de nuevo que acatemos mansamente el arbitrio de nuestros gobernantes, frente a los obispos indignados con el retraso del culto público. Hoy vuelve, por segunda vez, a pedirnos que recemos por la unidad de la Unión Europea, de la que puede decirse tres cuartos de lo mismo que de la ONU en cuanto a principios. ¿Por qué debemos los católicos rezar por la ‘unidad’ de una estructura política, cuanto menos, cuestionable? ¿Es inmoral desear, por el contrario, que se disuelva? ¿Había que rezar en su día por la unidad de la Unión Soviética?
No entro ahora en absoluto en disquisiciones sobre si es bueno o malo mantener la UE. Pero me parece evidente que no es en absoluto ‘de fide’ que sea otra cosa que un arreglo político, coyuntural, del que se puede ser apasionadamente partidario o detractor sin oponerse a la doctrina católica. En todo caso, es un poder establecido y universalmente aplaudido por los medios en manos de los hombres más poderosos del planeta.
Las opinión políticas de Pedro no deberían alterarnos a los católicos, salvo que se opongan frontalmente a la doctrina, en un sentido o en otro, ya que no entran en absoluto en su función magisterial o pastoral. Uno, ciertamente, preferiría que se las guardase para sí, ya que puede prestarse a confusión para los más sencillos, que se pierden en las sutilezas del concepto de infalibilidad papal y en su autoridad jurisdiccional. Y, sin duda, también esperaríamos muchos que, de hacerlo, no fuera tan a menudo que más pareciera un líder político que ese otro ‘título histórico’, Vicario de Cristo. Pero, en cualquier caso, definir su actitud de ‘revolucionaria’ se presta a la más absoluta ambigüedad, como tantas otras cosas en este pontificado.
Supongo que cada era, cada generación, tiene un concepto -mejor: una imagen mental- distinto de revolución. En los albores del siglo XIX sería una palabra que haría temblar, de expectativas o de terror, según el caso, aún fresca la abundantísima sangre derramada por el Terror de la guillotina. A partir de finales de los sesenta del pasado siglo, en cambio, tendría más el sentido de difusa revuelta juvenil, de Mayo del 68 o de la Revolución Sexual. Quitando la trivialización absoluta del término en nuestros días (“Detergente X: una revolución en la limpieza”), esa última es la que queda hoy, la de revuelta, desobediencia pasiva, resistencia a lo establecido.
Por eso resulta extraño que el ‘Papa revolucionario’ se alinee siempre, llegado el momento, con la autoridad secular fuerte. Hace algún tiempo nos sorprendió -me sorprendió, al menos- pidiéndonos que obedezcamos a la ONU, un organismo con nula representación popular que lleva décadas liderando los esfuerzos contra todo lo que representa y ha representado la Iglesia Católica. Ayer nos sorprendía (ya menos, es cierto) contradiciendo a la Conferencia Episcopal Italiana -que en ocasiones se ha mostrado más papista que el Papa- pidiendo de nuevo que acatemos mansamente el arbitrio de nuestros gobernantes, frente a los obispos indignados con el retraso del culto público. Hoy vuelve, por segunda vez, a pedirnos que recemos por la unidad de la Unión Europea, de la que puede decirse tres cuartos de lo mismo que de la ONU en cuanto a principios. ¿Por qué debemos los católicos rezar por la ‘unidad’ de una estructura política, cuanto menos, cuestionable? ¿Es inmoral desear, por el contrario, que se disuelva? ¿Había que rezar en su día por la unidad de la Unión Soviética?
No entro ahora en absoluto en disquisiciones sobre si es bueno o malo mantener la UE. Pero me parece evidente que no es en absoluto ‘de fide’ que sea otra cosa que un arreglo político, coyuntural, del que se puede ser apasionadamente partidario o detractor sin oponerse a la doctrina católica. En todo caso, es un poder establecido y universalmente aplaudido por los medios en manos de los hombres más poderosos del planeta.
Las opinión políticas de Pedro no deberían alterarnos a los católicos, salvo que se opongan frontalmente a la doctrina, en un sentido o en otro, ya que no entran en absoluto en su función magisterial o pastoral. Uno, ciertamente, preferiría que se las guardase para sí, ya que puede prestarse a confusión para los más sencillos, que se pierden en las sutilezas del concepto de infalibilidad papal y en su autoridad jurisdiccional. Y, sin duda, también esperaríamos muchos que, de hacerlo, no fuera tan a menudo que más pareciera un líder político que ese otro ‘título histórico’, Vicario de Cristo. Pero, en cualquier caso, definir su actitud de ‘revolucionaria’ se presta a la más absoluta ambigüedad, como tantas otras cosas en este pontificado.
Carlos Esteban