Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que procede de Dios (1 Cor 2, 12), el Espíritu de su Hijo, que Dios envió a nuestros corazones (Gal 4,6). Y por eso predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, tanto judíos como griegos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1,23-24). De modo que si alguien os anuncia un evangelio distinto del que recibisteis, ¡sea anatema! (Gal 1,9).
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viernes, 29 de mayo de 2020
martes, 26 de mayo de 2020
9 datos que quizás no conocías de la vida de San Felipe Neri
El martes 26 de mayo se celebra la fiesta de San Felipe Neri, Patrono de educadores y humoristas, fundador del Oratorio en Roma, recordado por haber recibido el don de la curación, de profecía y poder leer los pensamientos de otros.
Aquí algunos datos sobre la increíble vida del llamado “Apóstol de Roma”.
1. Una experiencia mística provocó su conversión
Felipe Neri recibió sus primeras enseñanzas religiosas de parte de los frailes dominicos del Monasterio de San Marcos de Florencia en Italia. A los 16 años fue enviado a San Germano para ayudar en el negocio del primo de su padre.
Hizo tan bien aquella labor que su pariente decidió hacerlo heredero de su fortuna. Felipe tuvo una experiencia mística en una capilla que pertenecía a los benedictinos de Monte Cassino y descubrió su vocación al sacerdocio. Pronto decidió alejarse de la opulencia y de los bienes materiales para tomar rumbo hacia Roma y servir a Dios (año 1533)
2. Es conocido como el “Apóstol de Roma”
Tras abandonar sus estudios de filosofía y teología –cerca del 1540– decidió hacer apostolado y enseñar el catecismo a los pobres. En aquel tiempo el Colegio Cardenalicio era gobernado por los Medici y por ello muchos cardenales se comportaban como príncipes seculares. Roma se encontraba en un estado de ignorancia religiosa, los sacerdotes abandonaban a la feligresía y las iglesias, y las costumbres de la época no eran las mejores.
Durante 40 años Felipe fue el mejor catequista de Roma y logró transformar la ciudad. Su activo apostolado comenzó con la visita a hospitales, después empezó a frecuentar las tiendas, almacenes, bancos y lugares públicos, exhortando a las personas a servir a Dios.
3. Es patrono de los humoristas
Definitivamente Felipe recibió de Dios el don de la alegría y amabilidad. Como era tan simpático en su modo de tratar a la gente se hacía fácilmente amigo de obreros, empleados, vendedores y niños de la calle.
Una de sus preguntas más frecuentes era: "cuándo vamos a empezar a volvernos mejores?". Si le demostraban buena voluntad, solía explicar los modos más sencillos para llegar a ser más piadosos y comenzar hacer la voluntad de Dios.
También tuvo por amigos a varios cardenales y príncipes que lo estimaban por su gran sentido del humor y humildad.
4. Se dedicaba a la oración y a las obras de misericordia
Además del apostolado, Felipe Neri solía pasar la noche en el pórtico de alguna iglesia o en las catacumbas de San Sebastián, cerca de la Vía Appia, para entrar en profunda oración.Practicaba además las obras corporales de misericordia.
En 1548, junto a su confesor y 15 laicos, fundó la Cofradía de la Santísima Trinidad, que se reunía para realizar ejercicios espirituales y socorrer a los peregrinos necesitados. Con ello fundó el célebre hospital de Santa Trinita dei Pellegrini, en el cual fueron atendidos y cuidados 145 mil peregrinos en el año jubilar de 1575.
5. Podía leer el pensamiento de sus penitentes y levitar
El 23 de mayo de 1551, a los 36 años, fue ordenado sacerdote. Al poco tiempo fue a vivir a la iglesia de San Jerónimo de la Caridad (Italia) donde principalmente se dedicó a la confesión. Solía confesar desde la madrugada hasta mediodía; algunas veces hasta las horas de la tarde, para atender a una multitud de penitentes de toda edad y condición social.
No sólo confesaba muy bien, sino que tenía el don de leer el pensamiento de sus penitentes y los guiaba con gran compasión en el camino de la santidad.
También celebraba con gran devoción la Misa diaria que muchos sacerdotes habían abandonado. Con frecuencia experimentaba el éxtasis durante la Eucaristía y se le vio levitar a veces. Para no llamar la atención trataba de celebrar la última Misa del día, en la que había menos personas.
6. Curaba enfermos y predecía el futuro
Felipe tenía el don de curación y le devolvió la salud a muchos enfermos. En varias ocasiones también predijo el futuro y vivía en estrecho contacto con lo sobrenatural. Quienes lo vieron en éxtasis dieron testimonio de que su rostro brillaba con una luz celestial.
7. Conoció a San Ignacio de Loyola
En 1544 Felipe se hizo amigo de San Ignacio de Loyola, a quien quiso seguir como misionero en Asia, pero al final desistió porque deseaba continuar con su labor en Roma. Fue así que constituyó el núcleo de lo que después se convirtió en la Hermandad del Pequeño Oratorio.
En 1575 esta hermandad pasaría a llamarse Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, siendo aprobada con la bula "Copiosus in misericordia Deus" del Papa Gregorio XIII.
8. La Virgen María se le apareció y fue sanado
Su salud siempre fue frágil. En cierta ocasión, la Santísima Virgen se le apareció y le curó de una dolencia en la vesícula. El suceso aconteció así: el Santo había casi perdido el conocimiento, cuando súbitamente se incorporó, abrió los brazos y exclamó: "¡Mi hermosa Señora! ¡Mi santa Señora!". El médico que le asistía le tomó por el brazo, pero San Felipe le dijo: "Dejadme abrazar a mi Madre que ha venido a visitarme".
Después, cayó en la cuenta de que había varios testigos y escondió el rostro entre las sábanas, como un niño, pues no le gustaba que le tomasen por Santo.
9. Falleció en la Solemnidad del Corpus Christi
El 25 de mayo de 1595, día del Corpus Christi, su médico lo vio tan extraordinariamente contento que le dijo: "Padre, jamás lo había encontrado tan alegre", y él le respondió: "Me alegré cuando me dijeron: vayamos a la casa del Señor".
A la medianoche le dio un ataque y levantando la mano para bendecir a sus sacerdotes que lo rodeaban, expiró dulcemente. Tenía 80 años.
Fue declarado Santo en 1622 y en Roma lo consideraron como a su mejor catequista y director espiritual.
lunes, 25 de mayo de 2020
Cardenal de la Curia quiere una fusión litúrgica
El cardenal del Ecumenismo, Kurt Koch, espera que en el futuro haya solamente “una única” forma del rito romano.
En la edición de junio de la alemana Herder-Korrespondenz, dijo que el Nuevo Rito y el Rito Romano no pueden coexistir a largo plazo como “dos formas”, porque - según él – la Eucaristía es la “celebración central de la unidad de la Iglesia”.
Sin embargo, agregó Koch, esto no puede significar que haya “disputas y discusiones” sobre esto. En consecuencia, en vez de dos formas diferentes, es necesario para el futuro “una sola forma como síntesis”, cree Koch.
Su idea está en contradicción con el hecho que el Nuevo Rito, tal como está establecido en el Misal de Pablo VI, nunca fue aceptado mayoritariamente, sino que cada sacerdote hace el suyo.
En consecuencia, el Nuevo Rito continuará el camino de la secularización hasta su completa disolución, mientras que continuará el inmutable Rito Romano.
En la edición de junio de la alemana Herder-Korrespondenz, dijo que el Nuevo Rito y el Rito Romano no pueden coexistir a largo plazo como “dos formas”, porque - según él – la Eucaristía es la “celebración central de la unidad de la Iglesia”.
Sin embargo, agregó Koch, esto no puede significar que haya “disputas y discusiones” sobre esto. En consecuencia, en vez de dos formas diferentes, es necesario para el futuro “una sola forma como síntesis”, cree Koch.
Su idea está en contradicción con el hecho que el Nuevo Rito, tal como está establecido en el Misal de Pablo VI, nunca fue aceptado mayoritariamente, sino que cada sacerdote hace el suyo.
En consecuencia, el Nuevo Rito continuará el camino de la secularización hasta su completa disolución, mientras que continuará el inmutable Rito Romano.
domingo, 24 de mayo de 2020
El juicio de Dios en la historia (Roberto de Mattei)
(Rome Life Forum, 20 de mayo de 2020) Terra infecta est ab habitatoribus suis, propter hoc maledictio vastabit terram
Isaías 24, 6
En
tiempos de coronavirus se puede hablar de todo, pero hay ciertos temas
que siguen estando vedados, sobre todo en el mundo católico. El
principal de ellos tal vez sea el de los castigos y retribuciones de
Dios en la historia. La existencia de dicha censura es un buen motivo
para afrontar el tema.
El Reino de Dios y su justicia
No
parto del Antiguo Testamento, donde son innumerables las referencias a
los castigos divinos, sino de las propias palabras de Nuestro Señor, que
dice: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo eso se os
dará por añadidura» (Mt. 6,31-33).
Estas palabras del Evangelio
son un programa de vida para cada uno y nos recuerdan a una de las
bienaventuranzas: «Bienaventurados los que tienen hambre y se dde
justicia, porque ellos serán hartos» (Mt.5,6).
La noción de la
justicia es una de las primeras nociones morales de nuestra razón: los
filósofos la definen como inclinación de la voluntad a dar a cada uno lo
que le corresponde. El anhelo de justicia reside en el corazón del
hombre. No sólo aspiramos a lo verdadero, lo bueno y lo bello, sino
también a lo justo. Todo el mundo ama la justicia y detesta la
injusticia. Y como el mundo rebosa de injusticia, y la justicia humana
–la administrada por los tribunales– es imperfecta, aspiramos a una
justicia perfecta, que no existe en la Tierra y solamente podemos
encontrar en Dios.
El proceso más célebre de la historia, aquel al
que fue sometido Nuestro Señor Jesucristo, sancionó la más
clamorosa injusticia de todos los tiempos. Pero Dios es infinitamente
justo, porque da sin falta a cada uno lo suyo. En su orden entra la
belleza del universo, y el orden es el reino de la justicia, pues el
orden consiste en poner cada cosa en su lugar y la justicia en dar a
cada uno lo suyo: uniquoque suum, como establecía el derecho romano.
La justicia infinita de Dios
La
justicia infinita de Dios encuentra su máxima expresión en dos juicios
diversos que aguardan al hombre al final de su vida: el juicio
particular, al que se somete toda alma en el momento de la muerte, y el
juicio universal, al que habrán de someterse todos los hombres en cuerpo
y alma después del fin del mundo.
En la Iglesia es de fe: al
término de su vida cada uno comparece ante Dios, Señor y Juez Supremo,
para recibir su premio o su castigo. Por eso dice el
Eclesiástico: «Memor est judicii mei, sic enim erit et tuum» (Eclo. 38): Acuérdate de mi juicio si quieres aprender a juzgar rectamente también.
Según
explica el P. Garrigou-Lagrange, en el juicio particular el alma
percibe espiritualmente que es juzgada por Dios, e iluminada por la luz
divina su conciencia pronuncia el mismo juicio divino. « Esto acontece
inmediatamente, apenas el alma se separa del cuerpo, de modo que es lo
mismo decir de una persona que está muerta, como decir que está juzgada»1. La sentencia es inapelable y se ejecuta de modo inmediato.
El
juicio de Dios es diferente del de los hombres. Es conocido el caso de
Raymond Diacres, célebre profesor de La Sorbona que falleció en 1082.
Entre los asistentes que concurrieron multitudinariamente a su funeral,
que tuvo lugar en Notre Dame de París, se encontraba san Bruno de
Colonia. Mientras se celebraba la ceremonia sucedió un hecho
sobrecogedor que los estudiosos bolandistas estudiaron en detalle.
En
medio de la nave principal estaba colocado el cadáver, cubierto, según
la costumbre de la época, por un sencillo velo. Iniciadas las exequias,
el sacerdote dijo las palabras rituales:
«Responde: ¿cuántas
iniquidades y pecados has…» Entonces resonó una voz sepulcral bajo el
velo fúnebre que decía: «¡Por justo juicio de Dios he sido acusado!»
Apresuráronse
a retirar el velo mortuorio, pero el cadáver estaba rígido y frío. La
función repentinamente interrumpida se reinició al punto en medio de la
turbación general. Se repitió la pregunta, y el difunto gritó con voz
más sonora que antes: «¡Por justo juicio de Dios he sido juzgado!»
El
espanto de los presentes fue inenarrable. Unos médicos se acercaron al
cadáver y constataron que estaba efectivamente muerto. Entre el terror y
el desconcierto general, las autoridades eclesiásticas decidieron
posponer el funeral hasta el día siguiente.
Al otro día se repitió
el oficio fúnebre, y al llegar a la frase prevista en el
rito, «Responde: ¿cuántas iniquidades y pecados has…», el cadáver se
incorporó bajo el velo mortuorio y exclamó: «¡Por justo juicio de Dios
he sido condenado para siempre al Infierno!»2
En vista
de tan terrible testimonio, se puso fin al funeral y se tomó la decisión
de no sepultar al cadáver en el cementerio común. Sobre el féretro del
condenado se inscribieron las palabras que pronunciará en el momento de
la resurrección: «Justo Dei judicio accusatus sum; Justo Dei judicio
judicatus sum: Justo Dei judicio condemnatus sum». La acusación, la
condena, la sentencia; eso es lo que espera a los réprobos el día del
Juicio Universal.
Por eso dice San Agustín en La Ciudad de Dios: «Quienes
necesariamente han de morir no deben preocuparse mucho por cómo les
vendrá la muerte, sino por el lugar adonde se verán obligados a ir
después de muertos»3. Ese lugar, añadimos, será el Infierno o el Paraíso.
El
mensaje de Fátima principia con la terrorífica visión del Infierno, y
nos recuerda que nuestra vida terrena es un asunto muy serio, porque nos
plantea una alternativa estremecedora: elegir entre el Paraíso y el
Infierno; la felicidad eterna o la condenación eterna. Se nos juzgará
con arreglo a nuestra elección, y una vez pronunciada la sentencia será
inapelable.
El juicio universal
Pero después de la muerte nos espera un segundo juicio: el universal.
La
existencia del juicio universal, que seguirá al particular, es de fe.
San Agustín sintetiza las enseñanzas de la Iglesia con estas
palabras: «Nadie pone en duda ni niega que Jesucristo emitirá el
veredicto final, como anuncian las Sagradas Escrituras»4. Será el juicio definitivo al que nadie podrá sustraerse.
En
el momento del Juicio Universal, Jesucristo, Dios-hombre, aparecerá en
lo alto del Cielo precedido de la Cruz y circundado por una formación de
ángeles y de santos(Mt.24,30-31) y sentado en un trono de majestad
(Mt.25,30). La misión de juez se la ha encomendado el Padre, como el
propio Jesús nos revela en el Evangelio: «Yo no puedo hacer por Mí mismo
nada; según le oigo, juzgo, y mi juicio es justo, porque no busco mi
voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn.5,30).
Ahora
bien, ¿por qué es necesario un juicio universal si Dios juzga a toda
alma inmediatamente después de la muerte y en el Juicio Universal se
confirmará la sentencia que se pronunció en el particular? ¿No bastaría
con un solo juicio?
Santo Tomás responde: «Todo el mundo es una
persona y al mismo tiempo es parte del género humano; por eso es preciso
un juicio doble: uno particular después de morir, en el que se recibirá
conforme a lo que se hizo durante la vida, si bien no enteramente,
porque no lo recibirá con respecto al cuerpo sino al alma. Y también
tendrá que haber otro juicio dado que formamos parte del género humano:
el juicio universal de toda la humanidad que separará para siempre a los
buenos de los malos.»5
El mismo Doctor Angélico
explica en otro pasaje que aunque la vida temporal del hombre termina
con la muerte, se prolonga de algún modo en el futuro, ya que sigue
viviendo en el recuerdo de los hombres, empezando por sus hijos. Es más,
la vida del hombre permanece en los efectos de sus obras. Por ejemplo,
dice Santo Tomás que «por la impostura de Arrio y otros embaucadores, la
incredulidad abundará hasta el fin del mundo; y hasta la misma fecha se
dilatará la fe en la predicación de los apóstoles».6
Por
tanto, el juicio de Dios no termina con la muerte sino que se extiende
hasta al final de los tiempos, porque hasta el fin de los tiempos se
prolongarán la influencia buena de los santos y la mala de los réprobos.
San Benito, San Francisco y Santo Domingo merecerán ser premiados por
el mucho bien que sus obras han seguido haciendo hasta el fin del mundo,
en tanto que Lutero, Voltaire y Marx deberán ser castigados hasta el
fin del mundo por el mucho mal que hicieron. Por eso tiene que haber un
Juicio Final en el que se juzgue de modo perfecto y palmario cuanto
tenga que ver en manera alguna con toda persona. Mientras que en el
juicio particular se juzgará a cada individuo ante todo por lo que se
refiere a la rectitud de intención con que actuó, en el universal se
juzgarán sus obras objetivas, sobre todo por los efectos que tuvieron en
la sociedad.
Después del juicio inmediato ante Dios en la hora de
la muerte es necesario que haya un juicio público ante no sólo Dios
sino todos los hombres, los ángeles, los santos y la bienaventurada
Virgen María porque, como dice el Evangelio, «nada hay oculto que no
haya de descubrirse, y nada escondido que no llegue a
saberse» (Lc.12,2). Justo es que quienes se hayan ganado el Cielo por
medio de sufrimientos y persecuciones sean glorificados y que tantos
impíos y perversos que llevaron ante los hombres una vida dichosa sean
objeto de pública deshonra. Dice el padre Schmaus que en el Juicio Final
se revelarán la verdad y la mentira de las obras culturales,
científicas y artísticas de los hombres y la mentira de las
orientaciones filosóficas, las instituciones políticas y las fuerzas
religiosas y morales que impulsaron la historia; el significado de las
sectas y las herejías, de las guerras y las revoluciones7.
Los cuerpos de Arrio, Lutero, Robespierre y Marx son ya polvo, pero en
el Día del Juicio sus libros, estatuas y nombres serán públicamente
execrados.
Añadamos que el hombre nace y vive en el seno de una
nación y que sus acciones contribuyen, para bien o para mal, a
transformar las naciones y pueblos en que viven. También esos pueblos y
naciones habrán de ser juzgados en su cultura, sus instituciones y sus
leyes. Por eso dice el Evangelio que cuando venga el Hijo del Hombre en
su gloria a la Tierra «se reunirán en su presencia todas las gentes, y
separará a unos de otros como el pastor separa a las ovejas de los
cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su
izquierda» (Mt. 25,31-46).
Así pues, el juicio no se pronunciará
sólo sobre las personas, hombres y ángeles individualmente. También las
naciones están llamadas a cumplir los designios de la Divina Providencia
y tienen por tanto que ajustarse a la voluntad divina que rige y dirige
el universo. En el Juicio Universal se pondrá de manifiesto si cada
pueblo cumplió la misión que Dios le encomendó y en qué medida8.
«Razones
de sabiduría mantienen los secretos a lo largo de los tiempos –escribe
monseñor Antonio Piolanti–, pero al final el tiempo habrá de vaciar su
tesoro ante los ojos de la asamblea universal. Toda las máscaras caerán,
y los fariseísmos alegres portarán la marca de una infamia imborrable»9.
El
juicio abarcará toda la historia humana, que se revelará públicamente
para mayor gloria de Dios. Será el triunfo de la Divina Providencia que a
lo largo de la historia guía de manera invisible e impenetrable los
destinos de los hombres y de los pueblos.
Todos en el valle de
Josafat, ante la sentencia inapelable, proclamarán la gran
palabra: «Iustus es Domine, et rectum iudicium tuum» (Sal. 117,
137): justo eres, Señor, y tus juicios están llenos de equidad.
El
juicio particular y el universal son dos momentos supremos en los que
se manifiesta la sentencia de Dios sobre los hombres y sobre las
naciones. A este juicio divino sigue un premio o un castigo. En el caso
de los hombres, el premio o el castigo se aplica, ya sea durante la
vida, ya sea por la eternidad, después de la muerte. En cambio, para las
naciones, que carecen de vida eterna, el premio o el castigo sólo se
aplican en la historia. Y dado que el Juicio Universal pone fin a la
historia, en ese momento Jesucristo no condenará a las naciones a la
pena eterna, sino que revelará a los ojos de la humanidad congregada en
su totalidad cómo fueron premiadas o castigadas las naciones a lo largo
de los siglos con arreglo a sus virtudes y pecados.
Es importante
comprender que, ya sea para los hombres individualmente o para las
naciones, el Juicio Universal es el momento culminante del juicio
divino, pero Dios no se limita a juzgar en ese momento. Se puede decir
que juzga desde la creación del universo. En el origen de la historia
universal hubo un juicio: el de Dios contra Lucifer y los ángeles
rebeldes, del mismo modo que en el origen de la creación del hombre hubo
el juicio contra Adán y Eva. Desde entonces hasta el final de los
tiempos, no dejará de aplicarse el juicio de Dios a sus criaturas porque
la Divina Providencia mantiene en el ser y encamina a sus fines el
universo creado. Todo los movimientos del mundo físico, del moral y del
sobrenatural son voluntad de Dios excepto el pecado, que tiene por única
causa la criatura libre.
Dice Jesús que todos los cabellos de
nuestra cabeza están contados (Lc.12, 8). Con mayor razón cada uno de
nuestros actos, por mínimo que sea, es juzgado por Dios. Pero Dios no es
solo infinitamente justo, sino también infinitamente misericordioso10,
y ningún juicio divino está exento de misericordia, como ninguna
expresión de la divina misericordia está falta de hondísima justicia.
Quizás el ejemplo más bello de este abrazo entre justicia y misericordia
lo encontremos en el inmenso regalo del sacramento de la Penitencia. En
este sacramento, en el que el pecador es juzgado y absuelto, el
sacerdote, actuando in persona Christi, ejerce el poder
judicial de la Iglesia, pero también la misericordia de Dios al absolver
nuestros pecados. La justicia de Dios interviene para restablecer el
orden natural por medio de las penas que merecen las culpas, y la divina
misericordia se manifiesta en el perdón de nuestros pecados gracias al
cual Dios nos libera de las penas eternas.
El castigo de las naciones
Esto
vale para los hombres, pero también para las naciones. Dios no está
ausente de la historia, al contrario, siempre está presente en ella con
su inmensidad y no hay punto ni momento del tiempo creado en que no se
manifiesten la justicia y la misericordia divina sobre los pueblos.
Todas las desgracias que afligen a las naciones en su historia tienen su
significado. A veces se nos escapan sus causas, pero es cierto que el
origen del mal permitido por Dios está en el pecado de los hombres. San
Próspero de Aquitania, discípulo de San Agustín, afirma que «en los
actos de Dios es frecuente que las causas permanezcan ocultas y sólo se
perciban los efectos»11. Una cosa es cierta: sean cuales sean
las causas segundas, Dios siempre es la causa primera; todo depende de
Él. En este momento hay que preguntarse de qué manera juzga y castiga
Dios el comportamiento de los hombres en la historia. La Sagrada
Escritura, los teólogos y los santos responden al unísono: «Tria sunt
flagella quibus dominus castiga: por la guerra, la peste y el hambre.
Con estos tres azotes, explica San Bernardino de Siena12, «castiga
Dios los tres vicios principales de los hombres: la soberbia, la
lujuria y la avaricia. La soberbia, cuando el alma se rebela contra Dios
(Ap.12,7-9), la lujuria, cuando el cuerpo se rebela contra el alma
(Gn.6,5-7), y la avaricia cuando las cosas se rebelan contra el hombre
(Sal. 96,3). La guerra es el castigo contra la soberbia de los pueblos,
las epidemias contra su lujuria y el hambre contra su avaricia.
Señales que nos permiten conocer la proximidad del juicio de Dios
En
sus sermones, San Bernardino analiza el salmo que dice «Tempus faciendi
dissipaverunt legem tuam(Sal. 118,26): es hora de que intervengas,
Señor, porque han desbaratado tu ley. En esta expresión el salmista
distingue tres momentos: Tempus: el que la misericordia de Dios
concede a los pueblos para que se enmienden. En este espacio de tiempo,
Dios ofrece a los pecadores la oportunidad de suspender la sentencia,
revocar la pena, perdonar las ofensas y obtener la gracia. Dios espera
porque desea la conversión del pecador. El tiempo de espera puede ser
largo, pero tiene su plazo. Si durante ese tiempo no hay
arrepentimiento, es castigo es lógico y necesario.
En el segundo momento Dios prepara el castigo para los pecadores impenitentes. Este tiempo está expresado por las palabras faciendi Domine, que según San Benardino sintetizan «la amarga venganza y el riguroso castigo divino» si el pueblo no quiere enmendarse13.
Ahora bien, el castigo es una acción misericordiosa del Padre, que no
quiere la muerte eterna de los pecadores, sino que vivan, y los castigos
que les inflige tienen por objeto que se conviertan. Es el tiempo en
que se pone el hacha a la raíz del árbol: securis ad radicem arboris
posita est» (Mt 3, 10).
El tercer momento es el de la ofensa consumada : dissipaverunt legem tuam. Es
la hora de echar mano a la hoz y segar la mies, como dice el ángel del
Apocalipsis: «Arroja la hoz y siega, porque es llegada la hora de la
siega, porque está seca la mies de la Tierra» (Apoc.14,15). ¿Cuáles son
las señales de que la mies está madura?
San Bernardino enumera siete:
-La comisión de numerosos y horrendos pecados, como en Sodoma y Gomorra.
-Que el pecado se cometa con plena advertencia y consentimiento deliberado.
-Que los pecados los cometa un pueblo entero.
-Que esto suceda de forma pública y descarada.
-Que los pecadores los cometan de todo corazón.
-Que los pecados se cometan con atención y diligencia.
-Que todo ello se haga de manera continua y persistente14.
Ése
es el momento en que Dios castiga los pecados de la soberbia, la
lujuria y la avaricia con los azotes de la peste, la guerra y el hambre. Tempus faciendi Domine, dissipaverunt legem tuam
Es hora de actuar, Señor, han vulnerado tu ley. Otro gran santo de voz profética, San Luir María Griñón de Monfort, en su Prière embrasée, se
hace eco de las palabras de San Bernardino y exclama: «Es hora de que
intervengáis, Señor, según vuestra promesa. La ley divina es conculcada,
vuestro Evangelio abandonado, torrentes de iniquidad inundan la Tierra y
atropellan a vuestros siervos. Toda la Tierra está en un estado
deplorable, la impiedad reina soberana, vuestro santuario es profanado y
la abominación ha llegado a contaminar el lugar sagrado. Señor justo,
Dios de las venganzas, ¿dejaréis en vuestro celo que todo caiga en
ruinas? ¿Todo lugar terminará como Sodoma y Gomorra? ¿Continuaréis
callando por la eternidad, tolerando esta situación por siempre?»
San
Luis escribió estas palabras a principios del siglo XVIII. Dos siglos
después, la Virgen de Fátima anunció que si el mundo seguía ofendiendo a
Dios sería castigado por medio de la guerra, el hambre y persecuciones a
la Iglesia y al Santo Padre, y «diversas naciones serían exterminadas».
Pero
hoy, cien años después de las apariciones de Fátima, trescientos
después de la muerte de San Luis María, ¿ha dejado el mundo de ofender a
Dios? ¿Acaso la ley divina es objeto de menos transgresiones, el
Evangelio menos abandonado, el santuario menos profanado? ¿No vemos
pecados que claman a Dios pidiendo venganza, como el aborto y la
sodomía, justificados, exaltados y protegidos por las leyes de los
estados? ¿No hemos visto al ídolo de la Pachamama acogido y venerado en
el mismísimo recinto sagrado del Vaticano? ¿Acaso todo esto no está
pidiendo justicia a Dios ahora? ¿Acaso quien ama a Dios no debe amar y
desear la hora de su justicia para repetir como en el día del Juicio
Final «Iustus es Domine, et rectum iudicium tuum» (Sal.117,137): justo
eres, Señor, y tus juicios están llenos de equidad?
Por qué no se dan cuenta los pueblos de los castigos que se ciernen sobre ellos
Cuando
se abate la desgracia sobre un pueblo, hay católicos que afirman que no
saben si se trata de un castigo o de una prueba. Pero a diferencia de
lo que pasa con los hombres, los males que aquejan a las naciones son
siempre castigos. Puede de hecho suceder que un hombre virtuoso deba
sufrir mucho para probar su paciencia, como le pasó a Job. Los
sufrimientos que padecen individualmente las personas no son siempre
castigos, sino con más frecuencia pruebas que las preparan para ganarse
una eternidad más feliz. Pero en el caso de las naciones, los
padecimientos causados por guerras, epidemias y terremotos son siempre
castigos, precisamente porque no son eternas. Afirmar que una calamidad
pueda ser una prueba para una nación es absurdo. Puede ser una prueba
para personas individuales de ese país, pero no para el conjunto de la
nación, porque las naciones no reciben sus castigos en la eternidad sino
en el tiempo.
Los castigos de las naciones aumentan en proporción
a sus pecados. Y en proporción a los pecados aumenta, por parte de los
malvados, el rechazo a la idea del castigo, como hizo Voltaire en su
blasfemo Poema sobre el desastre de Lisboa, escrito a raíz del
terrible maremoto que destruyó la capital portuguesa en 1755. La Iglesia
siempre ha refutado las blasfemias de los ateos recordando que cuanto
sucede depende de Dios y tiene un significado. Pero cuando los propios
eclesiásticos niegan la idea de castigo, eso quiere decir que el castigo
ya está en camino y es irremediable. En tiempos de coronavirus,
monseñor Mario Delpini, arzobispo de Milán, ha llegado al extremo de
afirmar que «pensar que Dios manda castigos es de paganos». En realidad
es, no de paganos sino de ateos, pensar en un Dios que no castiga. Que
haya tantos obispos que piensen así en el mundo quiere decir que a nivel
mundial el episcopado está inmerso en el ateísmo. Y eso es señal de que
los castigos divinos están en camino.
San Bernardino explica que cuanto más cerca está el castigo, menos se dan cuenta los pueblos que lo merecen.15 La causa de esta ceguera mental es la soberbia, initium omnis peccati
(Eclo.10,15). La soberbia entenebrece el intelecto e impide ver lo
cerca que está la destrucción divina; y con ese entenebrecimiento Dios
quiere humillar a los soberbios.
Con la ayuda de San Bernardino podemos interpretar también una frase de los Salmos que tomó prestada León XIII en su Exorcismo contra los ángeles rebeldes:
«Veniat illi laqueus quem ignorat, et captio quam abscondit,
apprehendat eum et laqueum cadat in ipsum» (Sal.34,8). Se podría
traducir libremente de la siguiente manera: venga el lazo, la trampa en
la que no piensa y la maniobra que esconde lo atrape, y caiga en su
propia trampa mortal.
De acuerdo con San Bernardino, este pasaje de los Salmos se puede interpretar según tres aspectos:
Por parte de Dios: Veniat illi laqueus quem ignorat.
La causa primera de esta ignorancia viene de Dios, que para ocultar sus
planes se sirve de las epidemias y carestías. «Laqueus est pestis vel
fames et consimilia»16, dice San Bernardino. Primero Dios
retira a los pueblos su guía. No sólo la política y la espiritual, sino
también a los ángeles que presiden sobre las naciones. Luego Dios retira
el lumen veritatis, que es una gracia, como todos los dones
que vienen de Dios. Y por último, permite que los pueblos pecadores
caigan en manos de sus vicios, de los demonios que sustituyen a los
ángeles y de los malvados que los conducen al abismo.
Et captio quam abscondit, apprehendat eum.
Una vez retirada toda orientación y luz de verdad a los pueblos
impenitentes, cuando Dios anuncia el castigo, no sólo no se enmiendan,
sino que aumentan sus pecados. A su vez, el aumento de los pecados
incrementa la ceguera de los pueblos.
Et laqueum cadat in ipsum. Los
pueblos pecadores ignoran la hora del castigo, que llega de improviso,
cuando menos se lo espera. Las maniobras que intentan para destruir el
bien se revuelven contra ellos. No son solamente castigados sino
humillados, cumpliéndose así la profecía de Isaías: «Va a caer sobre ti
un mal que no sabrás conjurar, y caerá sobre ti una ruina que no podrás
borrar; vendrá de repente sobre ti una devastación sin que lo sepas»
(Is.47,11).
Temor de Dios y terror humano
Cuando
llega el castigo, el demonio, que ve frustrados sus planes, difunde
entre los pueblos la sensación de miedo, antesala de la desesperación.
Los malvados niegan la existencia de la catástrofe, los buenos
comprenden por qué ha llegado, pero en vez de aprovechar el castigo como
una oportunidad de regenerarse son tentados a ver en él su propia
ruina. Esto les pasa cuando dejan de ver por detrás de los
acontecimientos la mano de Dios y van en pos de las maniobras de los
hombres. Un autor del agrado de San Luis María de Monfort, el
archidiácono Henri-Marie Boudon, escribe: «Dieu ne frappe que pour être
regardé; et l’on n’arrête les yeux que sur les créatures»17. Dios golpea para que lo tengamos en cuenta, pero en vez de volver los ojos a Él los fijamos en las criaturas.
Eso
no quiere decir que no se deban vigilar, analizar y combatir las
maniobras de las fuerzas revolucionarias, pero sin olvidar jamás que la
Revolución siempre es derrotada a lo largo de la historia a causa de su
intrínseco carácter autodestructivo del mal, y que la Contrarrevolución
siempre vence por la fecundidad del bien que lleva en sí.
El
ateísmo consiste en expulsar a Dios de todos los ámbitos de la actividad
humana. La gran victoria de los enemigos de Dios no consiste en
eliminar nuestra vida o restringir nuestras libertades físicas, sino en
alejar de nuestra mente y nuestro corazón la idea de Dios. Todos los
razonamientos y las especulaciones filosóficas, históricas y políticas
en que Dios no ocupa el primer lugar son falsas e ilusorias.
Dice Bossuet: «Toutes nos pensées qui n’ont pas Dieu pour objet sont du domaine de la mort»18.
Es cierto, y podríamos decir que todos los pensamientos que se centran
en Dios pertenecen al campo de la vida, porque Jesucristo, Juez y
Salvador de la humanidad, es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn.14,6).
Hablar del juicio de Dios en la historia y sobre la historia no es por
tanto hablar de muerte sino de vida, y quién habla de ello no es profeta
de desgracias sino heraldo de esperanza.
Quienes hoy rechazan
enérgicamente el concepto de un Dios que castiga son los eclesiásticos, y
rechazan el castigo porque rechazan el juicio de Dios, el cual
sustituyen por el del mundo. Pero el temor de Dios nace de la humildad,
mientras que el miedo del mundo nace del orgullo.
La más alta
sabiduría consiste en temer a Dios: «Timor Domini initium Sapientiae»,
dice el Eclesiastés, y concluye con estas palabras: «Deum time, et
mandata ejus serva: hoc est enim omnis homo» (Ecl. 12,
13): teme a Dios y observa sus mandamientos, porque eso es todo para el
hombre». Quien no teme a Dios reemplaza los mandamientos divinos por
los del mundo por miedo a ser aislado, censurado y perseguido por el
mundo. El miedo al mundo, que es consecuencia del pecado, incita a la
huida, mientras que el temor de Dios motiva para luchar.
Un gran autor francés, Ernest Hello, dice: «Temer el nombre de Dios quiere decir no tener miedo a nada».19
El mismo Hello nos recuerda unas palabras de las Sagradas Escrituras
cuya profundidad nunca entenderemos totalmente: laetetur cor meum ut
timeat nomen tuum (Ps 85, 11): que mi corazón se alegre para temer tu nombre».
Sólo
hay alegría en presencia de Dios, y Dios no puede estar presente donde
no se lo teme. Dice el Espíritu Santo que no hay nada mejor que el temor
de Dios: «Nihil melius est quam timor Domini» (Ecl 23, 37). Lo llama
fuente de vida: «Timor Domini fons vitae» (Pr.14,27). De júbilo y
alegría: «Timor Domini gloria, gloriatio et laetitia et corona
exultationis!» (Ecl.1,11).
Este temor de Dios es lo que nos hace
reconocer su mano en los trágicos sucesos de nuestro tiempo y nos motiva
a disponernos con serenidad y valor a la lucha.
El caballero, la muerte y el diablo
El caballero, la muerte y el diablo
es un grabado en cobre de Alberto Durero realizado en 1513. En la obra
aparece un caballero cubierto con un yelmo que porta espada y lanza
cabalgando sobre un majestuoso corcel y desafiando a la muerte, que le
muestra un reloj de arena en el que se esfuma el tiempo de la vida,
mientras el Diablo, representado como un animal cornudo, empuña una
alabarda.
Plinio Corrêa de Oliveira, en un artículo publicado hace casi setenta años (febrero de 1961) en la revista Catolicismo,
evocaba esta escena para representar el enfrentamiento entre la
Revolución, que no puede retroceder, y la Iglesia, que a pesar de todo
no ha conseguido vencer.
Escribió: «La guerra, la muerte y el
pecado se disponen a devastar nuevamente el mundo, esta vez en un
enfrentamiento de proporciones inéditas. En 1513, el talento insuperable
de Durero lo representó como un caballero que marcha a la guerra
cubierto de la cabeza a los pies con una armadura y acompañado de la
muerte y el pecado, este último simbolizado por un unicornio. La Europa
de entonces, inmersa ya en los sucesos que precedieron a la falsa
Reforma, se encaminaba a la trágica época de las guerras religiosas,
políticas y sociales que desencadenó el protestantismo.
»La
próxima contienda, sin ser explícita y directamente una guerra de
religión, afectará en tal medida a los más sagrados intereses de la
Iglesia que un verdadero católico no podrá menos que verla en su aspecto
religioso. La tragedia que se desatará será ciertamente más devastadora
que las de los siglos anteriores.
»¿Quién vencerá? ¿La Iglesia? »Las
nubes que tenemos ante nosotros no son sonrosadas. Pero nos anima la
certeza invencible de que no sólo la Iglesia –lo cual es evidente, dada
la promesa divina– no desaparecerá, sino que logrará en nuestros tiempos
un triunfo mayor que el de Lepanto.
»¿Cómo? ¿Cuándo? El futuro
está en manos de Dios. Numerosos motivos de tristeza y aprensión se
alzan ante nosotros, e incluso los vemos en algunos de nuestros hermanos
en la fe. Al calor de la lucha es posible y hasta probable que nos
esperen terribles deserciones. Pero es indiscutible que el Espíritu
Santo sigue suscitando en la Iglesia admirables e invencibles energías
espirituales de fe, pureza, obediencia y dedicación que en el momento
oportuno volverán a cubrir de gloria el nombre cristiano.»
Plinio
Corrêa de Oliveira concluía su artículo con la esperanza de que el
siglo XX no sólo sería «el del gran combate, sino también el del inmenso
triunfo». Hagámonos eco de esta esperanza que extendemos al siglo XXI,
el nuestro, época de coronavirus y de nuevas tragedias, pero tiempo
también de una renovada confianza en las promesas de Fátima. Confianza
que queremos expresar con las palabras que dirigió Pío XII a los jóvenes
de Acción Católica en 1948:
«Ya conocéis, amados hijos, los
misteriosos jinetes de los que habla el Apocalipsis. El segundo, el
tercero y el cuarto son la guerra, el hambre y la muerte. ¿Quién es el
primer jinete, que monta un corcel blanco? El que montaba sobre él tenía
un arco, y le fue dada una corona y salió vencedor, y para vencer aún»
(Apoc.6,2). Es Jesucristo. El evangelista vidente no vio sólo las ruinas
originadas por el pecado, la guerra, el hambre y la muerte; vio en
primer lugar la victoria de Cristo. Y aunque ciertamente el camino de la
Iglesia a lo largo de los siglos sea un vía crucis, también es en todo
los tiempos una marcha hacia la victoria. La Iglesia de Cristo, los
hombres de la fe y el amor cristiano, son siempre los que llevan la luz,
la redención y la paz a la humanidad sin esperanza. Iesus Christus heri et hodie, ipse et in saecula (Heb. 13, 8). Cristo es quien os guía de victoria en Victoria. Seguidlo.20
Roberto De Mattei
1 Réginald Garrigou-Lagrange, La vida eterna y la profundidad del alma, RIALP, Madrid 1950, p. 106.
2 Vita del gran patriarca s. Bruno Cartusiano. Dal Surio, & altri …, Alessandro Zannetti, Roma 1622, vol. 2, p. 125
3 S. Agustín, De Civitate Dei, I, 10, 11.
4 S. Agustín, De Civitate Dei, 20, 30.
5 Santo Tomás de Aquino, In IV Sent. 47, 1, 1, ad 1.
6 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 59, art. 5.
7 Michael Schmaus, Le ultime realtà, tr. it. Edizioni Paoline, Roma, 1960 p. 247.
8 Ivi, p. 248.
9 Antonio Piolanti, Giudizio divino, en Enciclopedia Cattolica, vol. VI (951), col. 731 (731-732).
10 Réginald Garrigou-Lagrange, Dieu, son existence et son nature, Beauchesne, París 1950, vol. I, pp. 440-443.
11 Prospero d’Aquitania, De vocatione omnium gentium (La vocazione dei popoli, Città Nuova, Roma 1998, p. 74).
12 San Bernardino, Opera omnia, Sermo 46, Feria quinta post dominicam de Passione, en Opera omnia, Ad Claras Aquas, Florentiae 1950, vol. II, pp. 84-8,
13 Ivi, Sermo XIX, Feria secunda post II dominicam in quadragesima, vol. III, p. 333.
14 Ivi, pp. 337-338.
15 Ivi, pp. 340-350.
16 Ivi, p. 341.
17 Henri-Marie Boudon, La dévotion aux saints Anges, Clovis, Cobdé-sur-Noireau 1985, p. 265.
18 Jacques-Bénigne Bossuet, Oraison funèbre de Henriette-Anne d’Angleterre (1670), en Œuvres complètes, Outhenin-Chalandre fils, París 1836, t. II, p. 576.
19 Ernst Hello, L’homme, Librairie Académique Perrin, París 1911, p. 102.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)
sábado, 23 de mayo de 2020
Monseñor Schneider, la comunión en la mano, los cambios en la santa Misa y la reprimenda divina
Por primera vez en la historia de la Iglesia se prohibieron las Misas públicas en todo el mundo, advirtió monseñor Athanasius Schneider durante el desarrollo del Foro Romano por la Vida, transmitido electrónicamente el 22 de mayo.
Él llama al coronavirus solamente un “pretexto” para infringir los derechos de los cristianos. Esto creó una “atmósfera de las catacumbas” con sacerdotes celebrando en secreto para sus fieles.
Para Schneider es “increíble” cómo hay obispos que se han convertido en “funcionarios públicos rígidos” al prohibir el culto público, incluso antes que lo hicieran sus gobiernos.
La situación actual podría comprenderse como una “reprimenda divina por los últimos cincuenta años de desacralización y trivialización de la Eucaristía” a través de la Comunión en la mano (1969) y de la reforma radical del rito de la Misa (1969/1970), analiza Schneider.
Él ofrece muchos argumentos contra la Comunión en la mano:
• Partículas de las hostias consagradas son pisoteadas por el clero y los laicos
• Se roban hostias consagradas
• La Comunión en la mano es como tomar la comida habitual
• Para muchos fieles la Comunión en la mano convirtió el Cuerpo de Cristo en “pan sagrado” o en algún “símbolo”.
Es por eso que “ahora el Señor intervino y privó a casi todos los fieles de asistir a la Santa Misa”.
Él llama al coronavirus solamente un “pretexto” para infringir los derechos de los cristianos. Esto creó una “atmósfera de las catacumbas” con sacerdotes celebrando en secreto para sus fieles.
Para Schneider es “increíble” cómo hay obispos que se han convertido en “funcionarios públicos rígidos” al prohibir el culto público, incluso antes que lo hicieran sus gobiernos.
La situación actual podría comprenderse como una “reprimenda divina por los últimos cincuenta años de desacralización y trivialización de la Eucaristía” a través de la Comunión en la mano (1969) y de la reforma radical del rito de la Misa (1969/1970), analiza Schneider.
Él ofrece muchos argumentos contra la Comunión en la mano:
• Partículas de las hostias consagradas son pisoteadas por el clero y los laicos
• Se roban hostias consagradas
• La Comunión en la mano es como tomar la comida habitual
• Para muchos fieles la Comunión en la mano convirtió el Cuerpo de Cristo en “pan sagrado” o en algún “símbolo”.
Es por eso que “ahora el Señor intervino y privó a casi todos los fieles de asistir a la Santa Misa”.
viernes, 22 de mayo de 2020
jueves, 21 de mayo de 2020
Jesús según Josefo: respuesta a objeciones comunes (Flavio Josefo -2)
En un artículo anterior, observamos el testimonio del historiador judío, Josefo, sobre Jesús.
Hoy, vamos a ver en mayor detalle algunas de las objeciones y las respuestas posibles. Antigüedades de Josefo cuenta la historia de los principales sucesos desde el comienzo de la creación hasta la caída del templo de Jerusalén. Cerca del final, Josefo nos cuenta que él lo escribió en el año 93 D.C., a la edad de 56 años.
Algunos académicos modernos sostienen que Josefo se relaciona con el Evangelio según San Lucas en sus trabajos históricos. Algunos dicen que (1) Josefo utilizó a San Lucas, cosa que es probable. (2) Otros afirman que San Lucas utilizó a Josefo, cosa que es casi imposible. (3) Otros dicen que ambos utilizaron una fuente en común. Observamos que el hecho de que Josefo utilizara ya sea a (1) San Lucas directamente, o (2) basándose en una fuente en común ya desaparecida, tal como hizo el evangelista, aumenta la credibilidad histórica de este último.
Sobre Josefo, hay un acuerdo generalizado en tres puntos: (1) Josefo describe la vida, predicación y martirio de San Juan Bautista (alrededor del 32 D.C., un año antes que el de Cristo, como los Evangelios también relatan) bajo el rey Herodes (véase Ant. libro XVIII, cap. 5). (2) Josefo describe a Santiago el apóstol sentenciado a muerte unos 30 años más tarde (cerca del 61 D.C.) (Ant. libro XX. cap. 9) (3) Josefo también describe a Santiago como “el hermano de Jesús, que era llamado Cristo” (ibid.). Varios académicos sostienen que esta breve descripción en el libro 20 presupone una referencia previa a Jesús.
Frente la hipótesis de interpolación en una fecha posterior, (1) tenemos el texto de Josefo citado y con referencia cruzada en cinco autores independientes en tan solo los primeros 500 años después de Nuestro Señor. (2) Contamos con al menos 15 otros autores en los siguientes 1,000 años — es decir, hasta el 1500 D.C. (su autenticidad fue cuestionada primero por Joseph Scaliger, un protestante del siglo XVI, criticado por su enfoque hacia la crítica histórica). (3) La propia tradición del manuscrito hace que todo intento de interpolación resulte fácilmente descubierto (en comparación con otros manuscritos) o virtualmente imposible (porque entonces todos deben ser modificados).
Aquí hay otro santo, Isidoro de Pelucio. San Isidoro, discípulo de Crisóstomo, Lib. IV, Ep. 325:
“Había un Josefo, judío de gran reputación y celoso de la ley; que también parafraseaba el Viejo Testamento con verdad, y actuaba valientemente en favor de los judíos, y había mostrado que su asentamiento era más noble que el que puede describirse con palabras. Ahora, dado que su interés dio lugar a la verdad, porque él no apoyaba la opinión de hombres impíos, considero que es necesario asentar sus palabras. Entonces, ¿qué es lo que él dice? “Por aquel tiempo existió un hombre sabio, llamado Jesús, si es lícito llamarlo hombre, porque realizó grandes milagros y fue maestro de aquellos hombres que aceptan con placer la verdad. Atrajo a muchos judíos y a muchos gentiles: era el Cristo. Delatado por los principales de los judíos, Pilato lo condenó a la crucifixión. Aquellos que antes lo habían amado no dejaron de hacerlo, porque se les apareció al tercer día resucitado; los profetas habían anunciado éste y mil otros hechos maravillosos acerca de él. Desde entonces hasta la actualidad existe la agrupación de los cristianos”. No puedo dejar de asombrarme enormemente ante el amor de este hombre por la verdad en muchas cosas pero especialmente cuando dice, Jesús “fue maestro de aquellos hombres que aceptan con placer la verdad.”
También contamos con el testimonio del historiador eclesiástico Sozomeno: Historia de la Iglesia, libro I, capítulo 1 (alrededor del 440 D.C.):
“Pero si alguien ignora estos hechos, no es difícil conocerlos leyendo los libros sagrados. Josefo, hijo de Matías, quien también fue sacerdote y muy distinguido entre judíos y romanos, puede ser considerado un notable testigo de la verdad concerniente a Cristo; porque titubea al llamarlo hombre dado que realizó hechos maravillosos, y fue un maestro de doctrinas verdaderas, pero lo llama abiertamente Cristo; que fue condenado a muerte en la cruz, y apareció vivo de nuevo al tercer día. Ni tampoco ignoraba Josefo las otras numerosas predicciones sobre el Cristo realizadas con anterioridad por los santos profetas. Asevera además que Cristo atrajo a muchos griegos y judíos que no dejaron de amarlo, y que las personas que llevaban su nombre no desaparecieron. Me parece que al narrar estas cosas, solo le faltó proclamar que Cristo, comparando sus obras, es Dios. Como afectado por el milagro, corrió y se quedó a mitad de camino, sin embestir contra quienes creían en Jesús sino antes bien, coincidiendo con ellos.”
Es extremadamente significativo, como lo señalan San Isidoro y Sozomen, que Josefo no calumniara a los cristianos, cosa que podría haber hecho fácilmente de haberlo querido. Habiendo descrito con tanto detalle a (1) San Juan Bautista, (2) el rey Herodes, (3) Poncio Pilato, y (4) Santiago de Jerusalén, era solo de esperar que dijera algo sobre Nuestro Señor Jesús y los cristianos del primer siglo, dado que describe tan bien los sucesos del primer siglo en Jerusalén. Por eso es muy llamativo que Josefo no dijera nada, como “su líder no realizó los milagros que decían que había hecho,” sino que admite con recelo que los hechos realizados por Cristo y reportados por los cristianos sí tuvieron lugar.
Recapitulando, hemos visto cinco autoridades en los primeros 500 años D.C.: los santos, concretamente (1) San Ambrosio, (2) San Jerónimo, (3) San Isidoro y los historiadores eclesiásticos, (4) el obispo Eusebio, y (5) Sozomen. Una revisión de las obras referenciadas mostrarán 15 más en los primeros 1.500 años.
Hay tres posibilidades: (1) una completa interpolación, (2) una interpolación parcial, (3) ninguna interpolación. Consideremos seriamente qué posibilidad es la mejor respaldada por la evidencia.
Cuestión/Objeción I: ¿No es probable que la referencia a Jesús haya sido completamente interpolada?
No. ¿Resulta creíble que un hipotético interpolador posterior, suponiendo que tuviese motivos para interpolar (en un tiempo en que nadie cuestionaba la historicidad de Jesús), habría podido hacerlo?
Consideremos la enorme tarea ante esta hipótesis individual: en primer lugar, hubiera tenido que buscar e interpolar en forma idéntica cada uno de los Padres en que la cita de Josefo fue utilizada y, luego, buscar e interpolar cada uno de los textos de Josefo en todos los manuscritos existentes.
Y eso es solo el comienzo. Hubiera tenido que dominar el estilo de Josefo y utilizar expresiones como “sabio”, “tribu de cristianos”, etc. que los eruditos de hoy reconocen como de Josefo, y luego hubiera tenido que dominar el estilo de aquellos Padres, y luego astutamente interpolarlos en todas las citas que hacen de Josefo, y de alguna manera adaptar los argumentos circundantes.
Supongamos que hay un 10% de probabilidad de que un texto de los antiguos Padres haya sido interpolado exitosamente en todas las copias existentes. P(Int)=0,1. ¿Cuál sería entonces la probabilidad de que más de cinco santos e historiadores de la Iglesia hubieran visto sus escritos alterados? Sería del 0,00001.
Cuestión/Objeción II: ¿Es probable que la referencia a Jesús se encuentre solo parcialmente interpolada?
Es menos improbable, pero aún improbable. En este caso tampoco se haya superada la dificultad antes mencionada.
Si decimos que la interpolación pudo no haber tenido lugar durante los primeros 500 años, pero tuvo lugar entre el 500 y 1500 D.C., y que había un 20% de probabilidad de que un único escritor haya visto sus escritos alterados, la probabilidad de semejante alteración sería de 0.2^10 = 0,0000001024.
Entonces, tenemos Prob (interp. antes de los 500 años) = 1/100.000; Prob (interp. entre el 500 y el 1500) = 1,024/10^7.
Eso ya torna extremadamente improbable la hipótesis de la interpolación, dado el testimonio del texto de Josefo en múltiples fuentes tempranas independientes. La probabilidad de que no haya habido interpolación es de casi 1.
Los manuscritos de Josefo pueden ser comparados al de Tácito (un historiador romano del primer siglo, quien también mencionó que Cristo, el líder de los cristianos, había sido crucificado bajo Pilato pero no mencionó Su resurrección).
Casi nadie duda de la autenticidad de los pasajes de Tácito. Y los manuscritos de Josefo son anteriores. En verdad ni siquiera necesitamos los manuscritos para completar el caso, por las citas independientes de Josefo en otros autores antiguos. Pero si alguno quiere compararlos, (1) los manuscritos de Josefo son superiores en calidad que los de Tácito, (2) casi nadie duda de los manuscritos de Tácito, y por lo tanto (3) los manuscritos de Josefo no debieran ponerse en duda sobre esa base. Hay manuscritos de Josefo en griego y latín, árabe, sirio y eslavo.
En cuanto a si Josefo fue un discípulo de Jesús o no — vemos en el Evangelio que algunos dudan de confesar abiertamente a Cristo, haciéndolo en secreto. Por ejemplo, está el fariseo Nicodemo y, entre otros, hasta José de Arimatea (véase Jn. 3:1–2; 7:13; 19:38; etc).
En los Reconocimientos del papa San Clemente de Roma, él lega la tradición de que incluso el rabino Gamaliel era un discípulo de Jesús, pero en secreto — “Gamaliel, quien, como hemos dicho, era de los nuestros pero, por una dispensa, permaneció entre ellos” (Reconocimientos, capítulo 66). Ahora bien, si releemos Hechos 5:34–39 y la amenazante advertencia, “no sea que os halléis peleando contra Dios,” podríamos entender que en este pasaje se encuentra implícita una confesión de que Jesús era Dios.
Entonces, es posible que Josefo también fuera un discípulo de Jesús en secreto pero que no se uniera abiertamente a los cristianos. Algunos de los antiguos Padres y santos se contentan con decir que Josefo era un amante de la Verdad.
Nos despedimos de nuestros lectores y de este asunto con esta consideración final:
“Si bien aquí Josefo no planeó declararse abiertamente cristiano, él no podría haber creído todo lo que asevera sobre Jesucristo a menos que fuera cristiano como lo eran los judíos nazarenos, o ebionitas, quienes creían que Jesús el nazareno era el verdadero Mesías, sin creer que era más que un hombre, y que también creían en la necesidad de observar la ley ceremonial de Moisés para la salvación de todos los hombres; los dos puntos principales de la fe de esos judíos cristianos, si bien en oposición a los apóstoles de Jesucristo durante el primer siglo y en oposición a toda la Iglesia Católica de Cristo en los siglos subsiguientes. Pareciera entonces que Josefo era, en su propia mente y consciencia, tan solo un nazareno o un judío ebionita cristiano; y se puede observar que todo su testimonio y todo lo que dice de Juan el Bautista y de Santiago, así como su absoluto silencio acerca del resto de los apóstoles concuerdan con él bajo aquel personaje, y no otro. Todos sabemos que los miles de judíos que creían en Cristo (Hechos 21,20.) en el primer siglo eran celosos de la ley ceremonial; y en consecuencia, si existiera una razón para pensar que nuestro Josefo era, en cierto sentido, creyente o cristiano, en cuanto a esto hay grandes testimonios, todos estos y todas las demás razones no hacen más que conspirar para asegurarnos que no era más que un nazareno o cristiano ebionita.”
Nishant Xavier
Traducido por Marilina Manteiga.
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