Su Santidad ha vuelto al ataque este mañana en la homilía de la Misa retransmitida en ‘streaming’ desde Santa Marta contra una de sus obsesiones más repetidas: la rigidez. La rigidez es un mal, pero, ¿es el principal mal que afecta ahora a la Iglesia?
“La rigidez no es del buen Espíritu, porque pone en tela de juicio la gratuidad de la redención, la gratuidad de la resurrección de Cristo”, ha dicho esta mañana el Santo Padre, en un ‘ritornello’ que se nos ha hecho ya más que habitual. De acuerdo, la ‘rigidez’ -nunca definida con alguna precisión- es mala. Pero, ¿es el principal defecto de la Iglesia de 2020?
La rigidez de la que habla comúnmente el Papa Francisco tiene una dirección particular. No hay denuncia de clérigos o doctrinas rígidamente progresistas y, créanme, existen. No, la rigidez a la que se refiere el Pontífice, como se ha encargado de aclarar en sus numerosas pláticas y entrevistas, es la que representan esos curas de sotana y saturno, apegados a las tradiciones tanto como a la Tradición, esos que convierten el confesionario en un lugar de tortura (sic) y hablan obsesivamente de sexo.
Esa rigidez, cuando existe, puede ciertamente ser mala, pero, ¿es común? ¿Es mayoritaria? ¿Es lo que más llama la atención en la Iglesia de hoy, en la Iglesia del último medio siglo? La visión de un sacerdote con un saturno, ¿es la habitual, o más bien una rareza exótica, de la que nos hace llevarnos la mano al móvil para sacarle una foto? Confesar los propios pecados rara vez es un plato de gusto, pero, ¿es su experiencia que el confesor convierta la experiencia en una sesión de tortura? ¿Cuándo fue la última que oyó disertar sobre la castidad desde un púlpito en una iglesia elegida al azar?
Advertir contra los males, contra cualquiera, es labor encomiable, pero la eficacia debería ir en el sentido de insistir en lo más frecuente, no en lo inusual. La sequía y la inundación son igualmente males, pero hablar obsesivamente de campos agostados en medio de la riada resulta, cuanto menos, desconcertante.
Su Santidad también ha indicado a menudo su intención de llevar a término las esperanzas nacidas del Concilio Vaticano II, que venía a acabar con tantas rigideces y a abrir la Iglesia al mundo, actualizándola (aggiornamento). Iba, en fin, a iniciar una nueva primavera en la Iglesia, entre otras cosas introduciendo flexibilidad donde había rigidez.
Pero, como metáfora, las primaveras parecen gafadas. No hace tanto que aplaudíamos las ‘primaveras árabes’, que acabaron trayendo cosas como el Estado Islámico. En el caso que nos ocupa, lo que trajo, contabilizándolo del único modo posible, con números, no es mucho más alentador.
El Centro de Investigación Aplicada al Apostolado de la Universidad de Georgetown (CARA) ofrece algunos números interesantes, comparando datos de 1970 con los de 2018 del catolicismo en Estados Unidos. Son, creo, ilustrativos. En 1970 se bautizaron 1.089.153 personas, frente a los 615.119 de 2018. Se ordenaron aquel año 805 sacerdotes; en 2018, 518. De los católicos, iba a misa dominical el 54,9%; hace dos años, el 21%. Si esta es la primavera que nos ha traído la flexibilidad, no quiero imaginar cómo sería el invierno.
“La rigidez no es del buen Espíritu, porque pone en tela de juicio la gratuidad de la redención, la gratuidad de la resurrección de Cristo”, ha dicho esta mañana el Santo Padre, en un ‘ritornello’ que se nos ha hecho ya más que habitual. De acuerdo, la ‘rigidez’ -nunca definida con alguna precisión- es mala. Pero, ¿es el principal defecto de la Iglesia de 2020?
La rigidez de la que habla comúnmente el Papa Francisco tiene una dirección particular. No hay denuncia de clérigos o doctrinas rígidamente progresistas y, créanme, existen. No, la rigidez a la que se refiere el Pontífice, como se ha encargado de aclarar en sus numerosas pláticas y entrevistas, es la que representan esos curas de sotana y saturno, apegados a las tradiciones tanto como a la Tradición, esos que convierten el confesionario en un lugar de tortura (sic) y hablan obsesivamente de sexo.
Esa rigidez, cuando existe, puede ciertamente ser mala, pero, ¿es común? ¿Es mayoritaria? ¿Es lo que más llama la atención en la Iglesia de hoy, en la Iglesia del último medio siglo? La visión de un sacerdote con un saturno, ¿es la habitual, o más bien una rareza exótica, de la que nos hace llevarnos la mano al móvil para sacarle una foto? Confesar los propios pecados rara vez es un plato de gusto, pero, ¿es su experiencia que el confesor convierta la experiencia en una sesión de tortura? ¿Cuándo fue la última que oyó disertar sobre la castidad desde un púlpito en una iglesia elegida al azar?
Advertir contra los males, contra cualquiera, es labor encomiable, pero la eficacia debería ir en el sentido de insistir en lo más frecuente, no en lo inusual. La sequía y la inundación son igualmente males, pero hablar obsesivamente de campos agostados en medio de la riada resulta, cuanto menos, desconcertante.
Su Santidad también ha indicado a menudo su intención de llevar a término las esperanzas nacidas del Concilio Vaticano II, que venía a acabar con tantas rigideces y a abrir la Iglesia al mundo, actualizándola (aggiornamento). Iba, en fin, a iniciar una nueva primavera en la Iglesia, entre otras cosas introduciendo flexibilidad donde había rigidez.
Pero, como metáfora, las primaveras parecen gafadas. No hace tanto que aplaudíamos las ‘primaveras árabes’, que acabaron trayendo cosas como el Estado Islámico. En el caso que nos ocupa, lo que trajo, contabilizándolo del único modo posible, con números, no es mucho más alentador.
El Centro de Investigación Aplicada al Apostolado de la Universidad de Georgetown (CARA) ofrece algunos números interesantes, comparando datos de 1970 con los de 2018 del catolicismo en Estados Unidos. Son, creo, ilustrativos. En 1970 se bautizaron 1.089.153 personas, frente a los 615.119 de 2018. Se ordenaron aquel año 805 sacerdotes; en 2018, 518. De los católicos, iba a misa dominical el 54,9%; hace dos años, el 21%. Si esta es la primavera que nos ha traído la flexibilidad, no quiero imaginar cómo sería el invierno.
Carlos Esteban