El mediático jesuita James Martin, perejil de todas las salsas de la Iglesia en Salida, ha entrado en la polémica de las protestas raciales en Estados Unidos con un comentario en la red Twitter tan previsible como disolvente.
“No es un gran día para #GeorgeFloyd, que sólo quería respirar”, escribe Martin en un tuit en el que responde a las palabras del presidente Trump, que imagina al delincuente habitual asesinado alegrándose de las medidas adoptadas por el mandatario. “O para su familia o amigos que querían que viviese. Quiera Mr. Floyd rezar por nosotros en el cielo, perdonarnos por la violencia que empleamos contra él y la deplorable falta de pena, luto y remordimiento que se muestra aquí”.
Lo tiene todo su tuit, empezando por ponerse con armas y bagajes del lado de unos indignados que están sometiendo las ciudades de Estados Unidos al caos, la degradación, la destrucción y, sí, violencia y muertes de personas por las que Martin no expresa condolencias.
Pero también tiene esa disolución de la culpa, ese “todos somos culpables” que, en la práctica, diluye la responsabilidad personal, porque si todos somos culpables, nadie lo es: el policía Derek Chauvin puede estar tranquilo, sabiéndose acompañado por toda la raza blanca en su delito, incluso por el propio Martin.
Esto rima extraordinariamente bien con el énfasis que hoy pone nuestra jerarquía en esos pecados sociales de los que es endiabladamente difícil evaluar la parte correspondiente al individuo, como los ‘pecados ecológicos’ o el rechazo a la inmigración ilegal masiva.
Esto rima extraordinariamente bien con el énfasis que hoy pone nuestra jerarquía en esos pecados sociales de los que es endiabladamente difícil evaluar la parte correspondiente al individuo, como los ‘pecados ecológicos’ o el rechazo a la inmigración ilegal masiva.
¿Cómo podemos arrepentirnos de lo que no hemos hecho, de lo que sólo somos supuestamente culpables por formar parte de una comunidad? Con extraordinarias dosis de postureo e hipocresía, a la vez que barremos bajo la alfombra los pecados corrientes de toda la vida, de los que sí somos directamente responsables.
Por supuesto, Martin no podía dejar de anunciarnos que Floyd está en el cielo. Nadie puede decirlo, al menos sin ser jesuita del sector renovador. Pero uno tiende a suponer que morir a manos de la policía no es un mérito personal y santificador, y que quizá lo de “esforzaos por entrar por la puerta estrecha” es una pista de que tal ves no sea tan fácil.
La Iglesia tiene un método, la canonización, para decir de determinadas personas que, efectivamente, están en el Cielo, los santos de altar, y ese pasar al Paraíso eterno directamente tras la muerte es uno de los rasgos que les hacen extraordinarios.
La Iglesia tiene un método, la canonización, para decir de determinadas personas que, efectivamente, están en el Cielo, los santos de altar, y ese pasar al Paraíso eterno directamente tras la muerte es uno de los rasgos que les hacen extraordinarios.
Estamos ante un ejemplo más de la santificación de la víctima. Pero Floyd no murió por la fe, ni por realizar acción alguna de especial mérito santificador. Sencillamente, fue asesinado.
Carlos Esteban