La evidencia en sí misma, enseña santo Tomás, es aquella que se impone inmediatamente al sujeto. La luminosidad del sol o la humedad del agua se nos imponen. No hay discusión al respecto; no queda más que aceptar esa realidad, y si alguien duda o niega que el sol sea luminoso o que el agua sea húmeda, no dudaremos en dudar de la salud mental de esa persona.
El P Jerónimo Nadal, uno de los compañeros de San Ignacio de Loyola, fundó en 1561 en Palma de Mallorca el colegio de Nuestra Señora de Montesión, el más antiguo que posee la Compañía en todo el mundo. Fue atendido durante siglos por una comunidad floreciente de padres jesuitas. La foto de la derecha representa a la decrépita comunidad actual: diez ancianitos con una edad promedio de ochenta años que hace presagiar la pronta desaparición de una comunidad histórica y centenaria. Este ejemplo, tomado al azar, no es más que uno entre cientos. La vida religiosa en la iglesia católica está desapareciendo, y en la mayor parte de los casos el proceso es irreversible.
¿Cuándo comenzó esta tragedia? No hace falta discutirlo demasiado: el concilio Vaticano II fue el inicio de la debacle que ha sumido a la iglesia católica, y no solamente a sus congregaciones religiosas, en una de sus crisis más graves a lo largo de toda su historia milenaria. Y este afirmación es evidente en sí misma; como la luminosidad del sol, no necesita ser demostrada ni discutida. Es cuestión de hojear el Anuario Pontificio de los últimos cincuenta años, o de visitar el convento de la esquina, que probablemente haya dejado de ser convento por falta de inquilinos para comprobar la verdad de la proposición.
Esta realidad evidente, indiscutible e innegable —y tenemos derecho a dudar de la salud mental de quien la discuta o la niegue—, ya no puede ser ocultada como lo fue durante décadas por las piroctenias de pontificados rumbosos como los de Juan Pablo II o de Benedicto XVI. Ha sido el Papa Francisco quien, con su tosquedad, ha dejado ver a todo el mundo la realidad: el rey esté desnudo.
En un artículo publicado hace poco más de cinco años en este mismo blog, yo escribía: “Para ponerlo en imágenes del infante don Juan Manuel: hasta la llegada del Papa Francisco, nadie se había animado a decir que el rey estaba desnudo. A Pablo VI, a Juan Pablo II y a Benedicto XVI los vimos desnudos pero la cosa era aún vidriosa, no muy clara y, razonablemente en muchos casos, era mejor callarse como los súbditos del rey moro: quizás era verdad que el rey estaba finamente vestido y que era nuestra miopía e impureza la que nos impedía ver sus atuendo y nos mostraba, en cambio, la desnudez del soberano. Pero la llegada de Bergoglio cambió todo: el rey está, evidentemente, desnudo”.
Vuelvo ahora sobre el tema porque en los últimos días observo que ya son muchos más que un puñado de tradis o de bloggers los que están finalmente, admitiendo cabizbajos la realidad que se impone con el peso de una montaña. La larga carta de Mons. Viganó del 9 de junio pasado lo demuestra. Allí habla del “vínculo causal entre los principios enunciados -o implícitos- del Concilio Vaticano II y su consiguiente efecto lógico en las desviaciones doctrinales, morales, litúrgicas y disciplinarias que han surgido y se están desarrollando progresivamente hasta el día de hoy”. Y afirma: “El monstruo generado en los círculos modernistas podría haber sido, al comienzo, equívoco, pero ha crecido y se ha fortalecido, de modo que hoy se muestra como lo que verdaderamente es en su naturaleza subversiva y rebelde. La criatura concebida en aquellos tiempos es siempre la misma, y sería ingenuo pensar que su perversa naturaleza podría cambiar. Los intentos de corregir los excesos conciliares -invocando la hermenéutica de la continuidad- han demostrado no tener éxito”.
Muchos descalificarán sin discutir estas afirmaciones recurriendo a la fácil descalificación del autor. Y es verdad que Mons. Viganò quizás hable demasiado y lo haga desde un ignoto refugio por temor a las misericordiosas represalias pontificias, pero nadie puede negar su autoridad y competencia. No cualquiera llega a ser nuncio en Estados Unidos, y no cualquiera se anima a hacer sus declaraciones y acusaciones que nunca han podido ser rebatidas. En todo caso, quienes lo discuten, podrían comenzar desmontando lo que afirma en su carta y probando que, efectivamente, el Vaticano II fue un beneficio para la Iglesia.
El problema, en el fondo, es que son pocos los que quieren asumir la incomodidad que supone rever las propias posiciones mantenidas durante décadas. Por ejemplo, el juanpablismo ingenuo, edificado sobre los engañosos recuerdos de juventud. Como bien dice Viganò, “Hemos pensado que ciertos excesos eran sólo exageraciones de los que se dejaron arrastrar por el entusiasmo de novedades, y creímos sinceramente que ver a Juan Pablo II rodeado por brujos sanadores, monjes budistas, imanes, rabíes, pastores protestantes y otros herejes era prueba de la capacidad de la Iglesia de convocar a todos los pueblos para pedir a Dios la paz, cuando el autorizado ejemplo de esta acción iniciaba una desviada sucesión de panteones más o menos oficiales, hasta el punto de ver a algunos obispos portar el sucio ídolo de la pachamama sobre sus hombros, escondido sacrílegamente con el pretexto de ser una representación de la sagrada maternidad”.
O bien, la reforma litúrgica, que fue emprendida no por el Concilio sino por el “espíritu del Concilio”, aduciendo motivos pastorales. ¿Quién puede hoy en buena fe afirmar que esa reforma fue pastoralmente exitosa? Basta contabilizar el compromiso real de los católicos con la fe católica para sacar conclusiones que no dejan lugar a dudas.
Reconocer el error y repararlo no es tarea fácil y exige muchas virtudes, y la primera de ellas es la humildad: “Esta operación de honestidad intelectual exige una gran humildad, primero que nada, para reconocer que, durante décadas, hemos sido conducidos al error, de buena fe, por personas que, constituidas en autoridad, no han sabido vigilar y cuidar al rebaño de Cristo…”, escribe Mons. Viganò.
Soy moderadamente optimista sobre la posibilidad que no sea solamente un arzobispo escondido, otro itinerante y algún que otro emérito los que sean capaces de reconocer la situación terminal en la que se encuentra la Iglesia. Significativamente, Aldo Maria Valli, un histórico periodista con serias credenciales y durante años exponente del neoconismo católico, es quien comenta con claridad la carta de Viganò. Todo un cambio para los que avizoran los signos de los tiempos. Pero para que la imprescindible reacción católica ocurra, además de la virtud de la humildad y de otras muchas, debe mantenerse el saludable factor que la hace posible: Bergoglio. Es justamente el actual pontífice el catalizador que ha permitido que la reacción se produzca. Como decía Chernyshevski, inspirador de Lenin, “cuanto peor, mejor”.
Muchos descalificarán sin discutir estas afirmaciones recurriendo a la fácil descalificación del autor. Y es verdad que Mons. Viganò quizás hable demasiado y lo haga desde un ignoto refugio por temor a las misericordiosas represalias pontificias, pero nadie puede negar su autoridad y competencia. No cualquiera llega a ser nuncio en Estados Unidos, y no cualquiera se anima a hacer sus declaraciones y acusaciones que nunca han podido ser rebatidas. En todo caso, quienes lo discuten, podrían comenzar desmontando lo que afirma en su carta y probando que, efectivamente, el Vaticano II fue un beneficio para la Iglesia.
El problema, en el fondo, es que son pocos los que quieren asumir la incomodidad que supone rever las propias posiciones mantenidas durante décadas. Por ejemplo, el juanpablismo ingenuo, edificado sobre los engañosos recuerdos de juventud. Como bien dice Viganò, “Hemos pensado que ciertos excesos eran sólo exageraciones de los que se dejaron arrastrar por el entusiasmo de novedades, y creímos sinceramente que ver a Juan Pablo II rodeado por brujos sanadores, monjes budistas, imanes, rabíes, pastores protestantes y otros herejes era prueba de la capacidad de la Iglesia de convocar a todos los pueblos para pedir a Dios la paz, cuando el autorizado ejemplo de esta acción iniciaba una desviada sucesión de panteones más o menos oficiales, hasta el punto de ver a algunos obispos portar el sucio ídolo de la pachamama sobre sus hombros, escondido sacrílegamente con el pretexto de ser una representación de la sagrada maternidad”.
O bien, la reforma litúrgica, que fue emprendida no por el Concilio sino por el “espíritu del Concilio”, aduciendo motivos pastorales. ¿Quién puede hoy en buena fe afirmar que esa reforma fue pastoralmente exitosa? Basta contabilizar el compromiso real de los católicos con la fe católica para sacar conclusiones que no dejan lugar a dudas.
Reconocer el error y repararlo no es tarea fácil y exige muchas virtudes, y la primera de ellas es la humildad: “Esta operación de honestidad intelectual exige una gran humildad, primero que nada, para reconocer que, durante décadas, hemos sido conducidos al error, de buena fe, por personas que, constituidas en autoridad, no han sabido vigilar y cuidar al rebaño de Cristo…”, escribe Mons. Viganò.
Soy moderadamente optimista sobre la posibilidad que no sea solamente un arzobispo escondido, otro itinerante y algún que otro emérito los que sean capaces de reconocer la situación terminal en la que se encuentra la Iglesia. Significativamente, Aldo Maria Valli, un histórico periodista con serias credenciales y durante años exponente del neoconismo católico, es quien comenta con claridad la carta de Viganò. Todo un cambio para los que avizoran los signos de los tiempos. Pero para que la imprescindible reacción católica ocurra, además de la virtud de la humildad y de otras muchas, debe mantenerse el saludable factor que la hace posible: Bergoglio. Es justamente el actual pontífice el catalizador que ha permitido que la reacción se produzca. Como decía Chernyshevski, inspirador de Lenin, “cuanto peor, mejor”.
The Wanderer