Un año más llega el 18 de julio, fecha a la que convencionalmente – en realidad el movimiento comenzó un día antes, en las Canarias y en el África español – se adscribe el Alzamiento Nacional, la insurrección nacional española que se convirtió en una Cruzada en defensa de la fe y de la patria, contra el anarco-comunismo, más cristofóbico y antirreligioso que “social”.
Este 18 de julio llega después de que los restos mortales de Francisco Franco Bahamonde (1892-1975), botín comunista, hayan sido arrancados, contra la voluntad de los familiares, del sepulcro de la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los caídos en la que reposaban, y transferidos por fuerza a otro lugar. Tal profanación sacrílega de una tumba en un recinto sagrado era deseada por el gobierno rojo-violeta madrileño.
Sin embargo, parece que se ha conseguido gracias al hecho de que la Santa Sede, consultada por las autoridades españolas, ordenase a los benedictinos a los que se les tiene encomendada la basílica, guiados por el heroico abad dom Santiago Cantera Montenegro, que cesasen en su justa resistencia (cfr. Corriere della Sera, entrevista a Pedro Sánchez Pérez-Castejòn – jefe del gobierno ibérico – por Aldo Cazzullo, 8-7-2020).
Exhumar restos mortales con las fuerzas de seguridad del estado es siempre algo particularmente odioso. Pero llega a ser abominable si, como es el caso, ocurre con el consenso de los sucesores eclesiásticos, de los que fueron salvados por el Generalísimo. Éstos, levantándose contra la tiránica república, permitieron la supervivencia de la Iglesia en España, que el Frente Popular había condenado a la extinción por exterminio. Así lo demostró el enorme número de mártires – ya que fueron asesinados in odium fidei, o Ecclesiae – acreditados en número superior a dos mil, en un espacio y tiempo (1931-1939) bastante limitado, así como la declaración de la cesación del culto en la zona controlada por el Frente Popular, por parte del ministro del gobierno rojo Manuel Irujo Ollo (1891-1981).
Por eso hoy es particularmente sentido mi escrito anual de defensa consciente de la memoria, primero negada, después vilipendiada y calumniada, de esos mártires y héroes que defendieron la fe y pararon al comunismo, a los que ya pocos desean pagar su deuda de gratitud.
Es cuestión obvia y conocida que cuando, en una controversia, de un lado surgen argumentos a favor del adversario, éstos tienen particular fuerza probatoria de sus razonamientos.
Gregorio Marañón Posadillo (1887-1960) probablemente es nombre que poco o nada dice a nuestros contemporáneos, más allá de la denominación de un hospital en Madrid. Sin embargo, se trata de uno de los protagonistas de la comunidad científica y de la actividad político-cultural de la España de entreguerras. Fue no sólo clínico internista y endocrinólogo de fama internacional, docente universitario, académico de España, sino también político y ensayista. En su residencia, el 14 de abril de 1931, tuvo lugar la reunión que decidió el exilio del rey Alfonso XIII (1886-1941) y la proclamación de la segunda república española. Esto no le impidió criticar los incendios de iglesias y conventos con los que la misma fue “festejada”.
Después fue elegido diputado republicano de las Cortes Constituyentes. El 11 de febrero de 1933 se encontraba entre los co-fundadores de la Asociación “Amigos de la Unión Soviética”.
Cuando el 18 de julio de 1936 supo del Alzamiento, mientras se encontraba en Portugal, volvió de inmediato a Madrid “para defender la república”.
Pero pronto debió cambiar de opinión, y sobre todo arrepentirse, porque sus propósitos críticos contra la violencia roja y su llamada a que la república asumiese un carácter liberal y nacional hicieron que rápidamente fuese incluido en el elenco de “enemigos del pueblo”, a lo cual iba aparejado un grave riesgo. Por ello, a finales de 1936, no tuvo de hecho más opción que refugiarse en Francia, en París, y no para huir de los nacionales de Franco. A finales de 1937, publicó un importante artículo, mediante el cual, no con la autoridad de político – decía –, sino con la del testimonio de los hechos, explicaba y valoraba los sucesos que se estaban desarrollando en su patria.
Y esta publicación constituye un valioso testimonio, procediendo de un adversario, que ayuda a entender la absoluta legitimidad y justicia del Alzamiento Nacional.
En dicho artículo, Marañón reconoció la existencia de un liberalismo daltónico, que no veía el color rojo, y del que él se consideraba miembro, a pesar de ser el comunismo la negación total de cualquier principio de libertad. Por ello, declaraba que la alternativa verdadera para España era “comunismo sí, comunismo no”, y él se decantaba sin dudarlo por el “no”. Sin embargo, muchos liberales – hoy diríamos muchos “moderados” – se sometían a la hegemonía cultural-psicológica de los comunistas (“el enemigo está únicamente a la derecha, se trata únicamente del reaccionario”), y por temor a ser excluidos de la clase intelectual, de ser considerados “enemigos del pueblo” y no “hombres modernos” (hoy diríamos “políticamente correctos”), se habían situado del lado de los rojos [en español, en el original]. Los cuales, según Marañón, se habían propuesto desde el primer momento tener la “cobertura” de dichos liberales, sin la cual nunca hubiesen tenido la posibilidad de ser los protagonistas de la lucha política en España. Él acusó al liberalismo, y no sólo al español, de una ceguera que le llevaba a “vender su alma al diablo comunista”, al igual que en el pasado había favorecido al terror jacobino. Concluía su artículo con estas palabras, “[…] en política la única dinámica psicológica del cambio es la conversión, nunca la convicción. Y se debe siempre sospechar de quien cambia porque dice haber sido convencido”. Y él se había “convertido” al bando nacional, tanto que en 1942 volvió a la patria y allí se quedó, con libertad para publicar sus escritos y siendo respetado hasta su muerte en 1960.
Es útil transcribir también el modo en que se presenta a Marañón por parte de la redacción de la revista, antes de leer su testimonio en ella.
“El autor del notable estudio que presentamos a nuestros lectores es d. G. Marañón, de la Academia de España. Médico, ensayista, […] fue fundador de una gran asociación republicana, cuya actividad comenzó a difundirse en España un año antes de la caída de la monarquía. La prueba del republicanismo del dr. Marañón, por tanto, no es necesaria, lo que permite considerar este artículo como particularmente significativo”.
Y llego así a la parte que más importa, a mi juicio.
“[…] los partidos y la prensa de derecha anunciaban una serie de catástrofes si el movimiento republicano triunfase […]. Sería ahora arbitrario discutir sobre lo que hubiese sucedido si no hubiera sido proclamada la república – hecho a mi juicio inevitable dadas las circunstancias. En la narración de la historia queda absolutamente prohibido intentar saber lo que habría podido ocurrir si no sucediera lo que en realidad sucedió. Sin embargo, está fuera de duda que las profecías de las derechas extremas y de los monárquicos, que se oponían a la república, se cumplieron por completo: desórdenes continuos, huelgas sin motivo, incendios de iglesias y conventos, persecución religiosa, exclusión del poder de los liberales que habían apoyado el movimiento aunque se opusieran a la lucha de clases, rechazo a tratar con tolerancia tampoco a aquellas gentes de derecha que de buena fe aceptaban el régimen republicano aún sin aclamarlo, como es natural, en su versión extremista. Los liberales escucharon estas profecías con desprecio suicida. […] Sin embargo, sea cual sea el porvenir político de España, no cabe ninguna duda de que en esta fase de la historia es el reaccionario y no el liberal el que ha tenido razón” (G. Marañón Posadillo, Al margen de la guerra civil española. Liberalismo y comunismo, en Revue de Paris, anno 44, n. 24, 15 de diciembre de 1937, pp. 799-817).
Hay otro testimonio que puede bien añadirse al esfuerzo de restituir la verdad a la memoria de Franco y de su obra, en el día aniversario de la insurrección nacional que ve a España presa de nuevo de los enemigos de Dios, de la Iglesia, y de la misma naturaleza humana, comenzando por la identidad sexuada de la persona.
Procede de Churchill (1874-1965), que aunque no fue adversario directo del Alzamiento, ciertamente no puede ser llamado “franquista”,
«[…] el asesinathos jefes militares, todos los cuales habían servido fielmente a la república», habrían querido evitar, y por ello habían puesto en guardia al «Gobierno contra los peligros hacia los que se dirigía» (cfr. Winston Leonard Spencer Churchill, España nos ofrece una lección práctica [2 de octubre de 1936], en Idem, Passo a passo, trad. it. Mondadori, Milán 1947, p. 61).
Las fuerzas de Franco «no pueden ser acusadas de descender al grado de bestialidad y de atrocidad […] de la acción diaria efectuada por los comunistas, los anarquistas y la […] nueva organización trotskista, extremista al máximo. Sería un error, desde el punto de vista de la verdad, […] poner en el mismo plano a ambas partes en lucha » (W. Churchill, ibidem, p. 63).
Giovanni Formicola