Lo que sí sabemos, en cambio, por nuestros recuerdos y por nuestra propia experiencia de la infancia, es que en el alma del niño hay, en los primeros años después del bautismo, un discernimiento del mundo invisible en las cosas visibles, una captación de lo Soberano y Adorable, y una incredulidad e ignorancia acerca de lo perecedero y cambiante, que deja marcado en el alma un emblema propio del cristiano maduro, que se ha emancipado de las cosas del mundo y vive en la convicción íntima de la Presencia de Dios.
No quiero decir que un niño tenga ningún principio formado en su corazón, o hábitos de obediencia o capacidad de distinguir entre lo visible y lo invisible, como los que promete Dios en nombre de Cristo como recompensa a aquellos que alcanzan la edad de discreción. No debemos olvidar que, a pesar de su nuevo nacimiento, el mal está en él, aunque sea sólo como semilla. Pero el niño tiene este gran don: haber llegado recientemente desde la presencia de Dios y no entender del todo todavía el lenguaje de esta escena presente, que es una tentación, un velo que se interpone entre el alma y Dios. La sencillez con que el niño actúa y piensa, su pronta aceptación de lo que se le dice, su cariño ingenuo, su confianza franca, su desvalimiento evidente, su ignorancia del mal, su incapacidad para ocultar sus pensamientos, su conformidad, su rápido olvido de los problemas, su capacidad para admirar sin codiciar y, sobre todo, su espíritu de reverencia que mira todas las cosas a su alrededor como maravillas, prendas y figuras del Único Invisible, son todo pruebas de que, por así decir, hasta hace poco se encontraba en un estado de cosas más elevado. Bastaría con observar la seriedad y el asombro con que un niño escucha cualquier descripción o cuento, o también lo libre que está de ese espíritu de orgullosa independencia que se instala en el alma a medida que pasa el tiempo.
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Está claro que la inocencia del niño no participa de esta santidad más alta. El niño es un anticipo de lo que al final se cumplirá en él. La belleza más grande de su alma se encuentra en la superficie y cuando, con el paso del tiempo, se pone a la acción (como es su deber), al instante desaparece. Sólo mientras permanece inactivo es como el agua tranquila en que se refleja el cielo. Por tanto, no debemos lamentar que los años de la infancia hayan pasado ni suspirar por los recuerdos de placeres puros y contemplaciones que no podemos recuperar. Sino que, más bien, lo que éramos de niños es un barrunto, un presagio santo, dado para nuestro consuelo, de lo que Dios iba a hacer con nosotros si rendíamos el corazón a la guía del Espíritu Santo, una profecía del bien que nos espera, una muestra de lo que tendremos, multiplicado, en el cielo. Así que la infancia es una prenda de la inmortalidad, porque lleva sobre sí, en figura, esas altas y eternas excelencias en que consisten las alegrías del cielo; y el Creador, que nos ama inmensamente, no nos daría las sombras si no fuera a darnos algún día las realidades.
Sir John Henry Newman