Fe católica y martirio no son separables, especialmente ahora que vivimos en una época de apostasía en la que debemos dar testimonio del gran tesoro que puso Dios en nuestra alma.
“Sé fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de la vida” (Apocalipsis 2, 10). Estas palabras de Nuestro Señor son una santa tarea para cada cristiano. Ser fieles significa mantener la fe que infundió en nuestra alma el Dios uno y trino, en toda su integridad, pureza y belleza, sin cambiar nada, sin agregar nada a sus inmutables verdades. “La palabra Creo quiere decir: tengo por certísimo todo lo que en los artículos de fe se contiene, y lo creo con más firmeza que si lo viera con mis ojos, porque Dios, que ni puede engañarse ni engañarnos, lo ha revelado a la santa Iglesia Católica, y por medio de ella nos lo revela también a nosotros.” (Catecismo Mayor de San Pío X)
Santo Tomás de Aquino dice “La fe es el hábito de la mente, por el que se tiene una incoación en nosotros de la vida eterna” (Suma Teológica, II-II, q. 4, a.1 c.) “El hombre, para asentir a las verdades de fe, es elevado sobre su propia naturaleza” (Suma Teológica, II-II, q.6, a.1 c) El sentido perenne del Magisterium nos enseña que incluso el comienzo de la fe y cada deseo de credulidad es un don de la gracia, que mediante la inspiración del Espíritu Santo reforma nuestra voluntad de la infidelidad a la fe, de la impiedad a la piedad. Por lo tanto, el comienzo de la fe no está naturalmente en nosotros, y aquellos que están ajenos a la Iglesia de Cristo no tienen la fe sobrenatural (cf. II Concilio de Orange, can 5: Denzinger-Schönmetzer 375)
Los misterios de la Fe:
“De los misterios: Los misterios de la fe son verdades superiores a la razón, que hemos de creer, aunque no las podamos comprender. Hemos de creer los misterios porque nos los ha revelado Dios que, siendo la infinita Verdad y Bondad, no puede engañarse ni engañarnos. Los misterios no pueden ser contrarios a la razón porque el mismo Dios, que nos ha dado la luz de la razón y nos ha revelado los misterios, no puede contradecirse a Sí mismo.” (Catecismo Mayor de San Pío X).
La Sagrada Tradición:
“De la Tradición: Tradición es la palabra de Dios no escrita, sino comunicada de viva voz por Jesucristo y los Apóstoles y llegada sin alteración, de siglo en siglo, por medio de la Iglesia hasta nosotros. Las enseñanzas de la Tradición se contienen principalmente en los decretos de los Concilios, en los escritos de los Santos Padres, en los documentos de la Sede y en la palabras y usos de la sagrada liturgia. A la Tradición hemos de tener el mismo respeto que a la palabra de Dios revelada, contenida en la Sagrada Escritura. (Catecismo Mayor de San Pío X)
Solo la fe católica posee la verdad Divina integral:
San John Henry Newman afirmó: “¡Oh mis hermanos! Aléjense de la Iglesia Católica y, ¿a dónde irán? Es su única oportunidad para la paz y la seguridad en este mundo turbulento y cambiante. Los credos privados, las religiones quiméricas pueden ser llamativas e imponerse a muchos en sus días. Las religiones nacionales pueden ser una enorme mentira y carecer de vida; obstruir durante siglos el terreno y distraer la atención o confundir el juicio de los eruditos. Pero a la larga se descubrirá que la religión católica es, en verdad y de hecho, la entrada del mundo invisible en este o que no hay nada positivo, nada dogmático, nada real en ninguna de nuestras nociones. Desconozcan el catolicismo y abrirán el camino a convertirse en protestantes, deístas, panteístas, escépticos, y una terrible pero inevitable sucesión. (…) ¡Oh corazones inquietos e intelectos fastidiados que buscan un evangelio más saludable que el del Redentor y una creación más perfecta que la del Creador!” (Discursos para congregaciones mixtas, 13)
La herejía:
Santo Tomás de Aquino describe la herejía como la infidelidad a la fe: “El hereje que rechaza un artículo de fe no tiene el hábito ni de fe formada ni de fe informe. (…) Si de las cosas que sostiene la Iglesia admite unas y otras las rechaza libremente, entonces no da su adhesión a la doctrina de la Iglesia como regla infalible, sino a su propia voluntad.” (Suma Teológica, II-II, q. 5, a.3 c)
A diferencia de un verdadero católico el hereje, aunque acepta algunos dogmas, sin embargo, sólo lo hace sobre la base de su propia voluntad y juicio, y ya no más sobre la base de la autoridad de Dios, quien los revela, porque el hereje rechaza esta autoridad con respecto a otros puntos de la fe.
Los pecados contra la fe son los pecados morales más grandes, a excepción de los pecados contra las divinas virtudes de la esperanza y del amor:
“Todo pecado – como está dicho – consiste en la aversión a Dios (I-II, 71, 6; I-II, 73,3). Y tanto mayor será un pecado cuanto más separa al hombre de Dios. Ahora bien, la infidelidad es lo que más aleja de Dios, porque priva hasta de su verdadero conocimiento, y el conocimiento falso de Dios no acerca, sino que aleja más al hombre de Él. Y no podemos decir que conoce algo de Dios el que tiene de Él una opinión falsa, porque eso que Él piensa no es Dios. En consecuencia, consta claro que el pecado de infidelidad es el mayor de cuantos pervierten la vida moral.” (Suma Teológica, II-II, q.10, a.3 c)” “Es más grave la infidelidad de los herejes, quienes, una vez admitida la fe del Evangelio, la rechazan y la corrompen, que la de los judíos, que nunca la recibieron. Mas, como éstos la recibieron en figura en la ley antigua, que después corrompieron con malas interpretaciones, su infidelidad es un pecado más grave que el de los gentiles, que no recibieron en modo alguno la fe del Evangelio” (Suma Teológica, II-II, q.10, a.6 c).
Siempre existirá una batalla inexorable entre el mundo y la fe:
Tal como lo señaló San John Henry Newman: “¿Cuál es ahora la religión del mundo? Se ha quedado la parte más luminosa del Evangelio: sus consuelos y sus preceptos de amor; en cambio, se olvida considerablemente de las visiones más oscuras y profundas de la condición humana y de su destino futuro. Esta religión resulta natural para una época civilizada, y Satanás ha sabido vestirla y completarla para que sea un ídolo de la Verdad. (…) Resulta que la Conciencia es un principio rígido y lúgubre, que habla de culpa y de un castigo futuro; por eso, cuando desaparecen los terrores que causa, también desaparecen del credo actual aquellas temibles imágenes de la ira divina que abundan en la Escritura. Se les quita importancia. Todo es luminoso y alegre. La religión es fácil y agradable; la principal virtud es la benevolencia; los pecados más graves son la intolerancia, el fanatismo, el exceso de celo. La austeridad es absurda; incluso la firmeza se mira con malos ojos, con sospecha. Por otro lado, sí, se desaprueban las conductas abiertamente viciosas (…) La religión necesita nuevos asuntos, nuevos sistemas y planes, nuevas doctrinas, nuevos predicadores, para satisfacer la ansiosa demanda creada por la llamada difusión del conocimiento. El alma se vuelve morbosamente sensible y atenta a las minucias; se hastía de las cosas como son, y desea el cambio por sí mismo, como si la mera modificación le fuese a servir de alivio. (…) En otras palabras: ¿no es cierto que Satanás ha arreglado y revestido el mero resultado natural del corazón humano puesto en determinadas circunstancias, para que sirva a sus objetivos como falsificación de la Verdad? No voy a negar que este espíritu del mundo usa palabras y dice cosas que están sugeridas por la Escritura; tampoco negaré que toma un barniz general del cristianismo, de manera que realmente se deja modificar por éste; es más, en cierta medida es iluminado y elevado por él. También concedo de buena gana que muchas personas en quienes se advierte este mal espíritu sólo están parcialmente contaminadas y, en el fondo, son buenos cristianos, aunque imperfectos.
A fin de cuentas: he aquí una enseñanza, sólo en parte evangélica y basada en principios mundanos, que, sin embargo, pretende ser el mismo Evangelio, aunque deja de lado todo un aspecto del Evangelio, su reciedumbre, considerando que basta ser benevolente, educado, veraz, de conducta correcta, delicado.
No se incluye el auténtico temor de Dios ni el celo por su honor; ni el profundo rechazo del pecado ni el disgusto a la vista de los pecadores; ni la indignación y compasión ante las blasfemias de los herejes, ni la firme adhesión a la doctrina verdadera; tampoco un especial cuidado acerca de los medios que se emplean para obtener un fin, con tal de que el fin sea bueno; ni la lealtad a la Santa Iglesia Apostólica de que habla el Credo, ni la percepción de la autoridad de la religión como algo que existe en sí, fuera de la mente de cada uno. En una palabra, carece de seriedad, y, por tanto, no es fría ni caliente, sino tibia, como dice la Escritura (Ap 3,16). (…) La sociedad tiene una nueva estructura, y promueve y desarrolla una nueva mentalidad. Esta mentalidad la ha construido el enemigo de nuestras almas de forma que se parezca al cristianismo todo lo posible, pero la semejanza no deja de ser accidental.
Entretanto, la Santa Iglesia de Dios sigue marchando hacia el cielo, como desde el comienzo; el mundo la desprecia, pero ella influye en él, en parte lo corrige, en parte lo refrena, y a veces, por fortuna, gana a hombres y mujeres que se alistan firmemente para siempre en el ejército de los fieles militantes que se dirigen a la Ciudad del Gran Rey. Que Dios nos conceda su gracia para examinar nuestros corazones, no sea que nos cieguen las artimañas del pecado, no sea que sirvamos a Satanás transformado en ángel de luz (2 Cor 11,14), creyendo que perseguimos el verdadero conocimiento. (Sermones Parroquiales, vol.1, n°24. Nota de la Traducción: hemos utilizado para este texto la edición española de Editorial Encuentro)
“Así, en el sagrado terreno de la religión, sin seguir un mal principio, sin la ignorancia o el rechazo la Verdad ni ese autoengaño que son los principales instrumentos de Satán en nuestros días, no debido a la mera cobardía o a la mundanidad, sino a la falta de reflexión, a un temperamento indolente, a la excitación del momento, al gusto por hacer felices a los demás, a la susceptibilidad o a la adulación y al hábito de mirar en una sola dirección, los hombres se ven conducidos a abandonar las verdades del Evangelio, a consentir en abrir la Iglesia a las diversas denominaciones del error que abundan entre nosotros o a alterar nuestros ritos para complacer al tibio, al burlón o al vicioso.
Ser amables es su único principio de conducta y cuando encuentran que se ofende el credo de la Iglesia, empiezan a pensar cómo cambiarlo o recortarlo, con el mismo ánimo con el que intentarían ser generosos en una transacción económica o ayudar a otro a costa de renunciar a la propia conveniencia. Al no entender que sus privilegios religiosos son un depósito que deben entregar a la posteridad, una sagrada propiedad confiada a toda la familia cristiana que ellos no poseen, sino que sólo disfrutan, desperdician esos privilegios y son pródigos con los bienes de los demás. Así, por ejemplo, hablan contra los anatemas del credo atanasiano, o las disposiciones litúrgicas, o algunos de los salmos, y desean prescindir de ellos.”
“(…) Y a veces sucede que se aferran a algunos rasgos de carácter favorables en la persona a la que debieran rechazar, y no son capaces de vislumbrar otros rasgos de su personalidad, arguyendo que se trata de alguien realmente piadoso y bienintencionado y que sus errores no le hacen a él ningún daño, cuando la cuestión no son los efectos en este o aquel individuo, sino simplemente si son errores o no, y si no es seguro que, a la larga, perjudicarán a la gran masa de los hombres. (…)
O a veces se refugian tras alguna idea confusa que han adoptado sobre la peculiaridad de nuestra Iglesia, aduciendo que pertenecen a una Iglesia tolerante y que, por tanto, es coherente y correcto que sus miembros lo sean también, y que sólo están ejerciendo la tolerancia en su conducta cuando tratan con indulgencia a aquellos que se muestran laxos en la doctrina o en la conducta. Ahora bien, si con la tolerancia de nuestra Iglesia quieren decir que no emplea la espada y el fuego contra aquellos que se separan de ella, ciertamente se puede considerar tolerante a la Iglesia. Pero no es tolerante del error, como testimonian esas mismas disposiciones que estos hombres pretenden eliminar. (…) Ojalá viese yo algún indicio de que brota este elemento de celo y santa firmeza entre nosotros, para atemperar y dar carácter a la benevolencia lánguida y carente de significado con que distorsionamos el amor cristiano.” (Sermones parroquiales, vol.2, 23. Ediciones Encuentro)
La salvación de las almas sobrepasa todas las realidades temporales y terrenales:
San John Henry Newman dice: “La Iglesia no tiene como propósito hacer un espectáculo, sino hacer una obra. Ella considera este mundo, y todo lo que hay en él, como una mera sombra, como polvo y ceniza, comparado con el valor de una sola alma. Ella sostiene que a menos que pueda hacer el bien a las almas es inútil que haga nada; ella sostiene que sería mejor que el sol y la luna cayeran del cielo, que la tierra fallara y que todos los millones que están sobre ella murieran de hambre en extrema agonía, en lo que respecta a una aflicción temporal, a que un alma, no diré se perdiera, sino que cometiera un solo pecado venial, dijera una falsedad deliberada aunque no dañara a nadie o robara sin excusa un céntimo. Ella considera la acción de este mundo y la acción de una simple alma inconmensurables, vista en sus respectivas esferas. Ella preferiría salvar el alma de un solo salvaje bandido o de un lastimero mendigo a trazar cien líneas de ferrocarril a lo largo y ancho de un país pobre; o llevar a cabo una reforma sanitaria con todos sus detalles, excepto en la medida que estas grandes obras nacionales condujeran a algún bien espiritual superior más allá de ellas. Tal es la Iglesia, ¡oh hombres de mundo! Y ahora la conocen. Así es ella, así será ella, y aunque apunta a tu bien, ella lo hace a su manera, y si tú te opones a ella, te desafía. Ella tiene su misión y la hará” (Certain difficulties felt by Anglicans in catholic teaching, II, 8; Ciertas dificultades sentidas por los anglicanos sobre la enseñanza católica)
Crisis de fe y apostasía:
En momentos de una tremenda confusión general dentro de Iglesia concerniente a la integridad de la fe católica y a la disciplina eclesiástica, el gran San Atanasio dirigió, en el año 340, una carta a todos los obispos con las siguientes palabras: “La disciplina canónica no está siendo dada a las Iglesias en la actualidad, sino que es transmitida sabia y seguramente a nosotros por nuestros antepasados. Ni tuvo nuestra fe su comienzo en este tiempo, sino que llegó a nosotros por el Señor a través de sus discípulos. Por lo tanto, las prescripciones que han sido preservadas en las Iglesias desde tiempos antiguos hasta ahora que no se pierdan en nuestros días, y la confianza que nos ha sido entregada se exija de nuestras manos. ¡Despierten hermanos como administradores de los misterios de Dios y vedlos ahora aprovechados por otros! Tales cosas nunca antes se habían cometido contra la Iglesia desde el día en que nuestro Salvador, cuando ascendió, dio un mandamiento a sus discípulos diciendo: “Id y haced discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (PG 27, 129-240).
Ya advirtió San John Henry Newman sobre la confusión entre la verdad y la falsedad a través de un falso ecumenismo:
“¡Nunca la Santa Iglesia necesitó defensores contra el espíritu del liberalismo en la religión con más urgencia que ahora, cuando desafortunadamente es un error que se expande como una trampa por toda la tierra! El liberalismo religioso es la doctrina que afirma que no hay ninguna verdad positiva en religión, que un credo es tan bueno como otro, y ésta es la enseñanza que va ganando solidez y fuerza diariamente. Es incongruente con cualquier reconocimiento de cualquier religión como verdadera. Enseña que todas deben ser toleradas, pues todas son materia de opinión. La religión revelada no es una verdad, sino un sentimiento o gusto. (…) La devoción no está necesariamente fundada en la fe. Los hombres pueden ir a iglesias protestantes y católicas, pueden aprovechar de ambas y no pertenecer a ninguna. Pueden fraternizar juntos con pensamientos y sentimientos espirituales sin tener ninguna doctrina en común, o sin ver la necesidad de tenerla.” (Discurso del Biglietto del 12 de mayo de 1879. Nota de la traducción: puede leerse completo en español aquí )
“Es seguro que al presente hay una confederación del mal reuniendo a sus huestes de todas las partes de mundo, organizándose, tomando sus medidas, atrapando a la Iglesia de Cristo en una red, y preparando el camino para una apostasía general de ella. Si esta gran apostasía es para dar nacimiento al Anticristo o si él está aún retrasado, como ya ha sido retrasado desde hace tanto, no podemos saberlo; sin embargo, de cualquier forma, esta apostasía y todas sus señales son instrumentos del Maligno y saben a muerte. ¡Lejos de ser cualquiera de nosotros uno de aquellos pequeños que están atrapados en esta trampa que nos rodea! ¡Lejos de ser seducidos nosotros por falsas promesas en las que Satanás está seguro de esconder su veneno! ¿Piensas que él es tan torpe en su oficio como para ofrecerte, abierta y claramente, unirte a él en su guerra contra la Verdad? No. Él te ofrece señuelos para tentarte. Te promete libertad civil; te promete igualdad; te promete negocio y riqueza; te promete una remisión de impuestos; te promete reforma. Esta es la manera en la que él te oculta el tipo de trabajo que te está poniendo” (Discussions and arguments on various subjects, 2; Discusiones y argumentos sobre varias materias)
La fidelidad en la fe católica suele ser un fenómeno minoritario:
Como San John Henry Newman dice: “Todo este tiempo he pensado que una época de infidelidad generalizada se acercaba y, de hecho, a través de todos estos años las aguas han estado creciendo como un diluvio. Miro el tiempo, después de mi muerte, cuando solo las cumbres de las montañas serán vistas como islas en el baldío de las aguas. (…) Los líderes católicos deben lograr grandes acciones y éxitos. Desde lo alto deben ser dadas una gran sabiduría como también coraje, si se quiere que la Santa Iglesia sea mantenida a salvo de esta terrible calamidad, y aunque cualquier prueba que venga sobre ella sería temporal, esta puede ser feroz en extremo mientras dure.” (Carta del 6 de enero de 1877)
“Es claro que todo gran cambio lo hacen los pocos, no los muchos; unos pocos decididos, intrépidos, celosos. Es verdad que a veces las sociedades se destruyen por su propia corrupción, la cual es en cierto sentido un cambio sin instrumentos especiales escogidos o permitidos por Dios; pero eso es una disolución, no una construcción. Por supuesto, los muchos pueden deshacer en abundancia, pero es imposible hacer algo si no hay gente especialmente prepa- rada para la tarea. En plena hambruna los hijos de Jacob se miraban unos a otros y no hacían nada. Una o dos personas, de poca apariencia y pretensiones, pero que ponen el corazón en su obra, esos hacen cosas grandes. Están preparados, no por una excitación súbita, o por la vaga creencia general en la verdad de su causa, sino por una instrucción ejercitada a menudo y profundamente impresa en ellos. Y como cae de su peso que es mucho más fácil instruir a los pocos que a los muchos, es obvio que esos hombres siempre serán pocos” (Sermones Parroquiales, vol. 1, 22, Editorial Encuentro)
La fe católica exige siempre coraje y algunas veces incluso el martirio:
Santo Tomás de Aquino explica el significado del martirio: “El martirio por su parte es, entre todos los actos virtuosos, el que más demuestra la perfección de la caridad, ya que tanto mayor amor se demuestra hacia una cosa cuanto más amada es la que se desprecia por ella y más odiosa lo que se elige. (…) El martirio es, entre los demás actos humanos, el más perfecto en su género, como signo de mayor caridad” (Suma Teológica, II-II, q. 124, a 3 c)
“Mártires” significa “testigos”, puesto que con sus tormentos dan testimonio de la verdad hasta morir por ella; no de cualquier verdad, sino “de la verdad que se ajusta a la piedad”, la cual nos ha sido dada a conocer por Cristo. De ahí les viene también el nombre de “mártires de Cristo”, como testigos suyos. Tal verdad es la verdad de fe, la cual, por lo tanto, es causa de todo martirio.
Pero a la verdad de fe pertenece no sólo la creencia del corazón, sino la manifestación externa, que se hace tanto con palabras por las cuales se confiesa esa fe, cuando por hechos por los que uno muestra sus creencias, conforme a lo que dice Santiago 2, 18: “Yo por mis obras te mostraré la fe”. Por eso dice de algunos San Pablo: “Alardean de conocer a Dios, pero con sus obras lo niegan”. Por lo mismo, todas las obras virtuosas, en cuanto referidas a Dios, son manifestaciones de la fe, en la cual se nos hace saber que Dios las exige de nosotros y nos premia por ellas. Bajo este aspecto puede ser causa de martirio. Así, celebra la Iglesia el martirio de San Juan Bautista, que no sufrió la muerte por defender la fe, sino por haber reprendido un adulterio.” (Suma Teológica, II-II, q.124, a.5 c)
La fidelidad a la fe católica y el martirio cristiano no solo exigen la confesión sin temor a la verdad divina ante los paganos y los incrédulos, sino incluso ante los herejes cristianos. Entre muchos de estos mártires se puede ver el conmovedor ejemplo de Sir John Burke de Brittas en Irlanda, durante la época de la persecución de la fe católica a comienzos del siglo 17. Una mañana de domingo en el castillo de John Burke se reunieron fieles católicos para asistir a la Santa Misa celebrada por un sacerdote en la clandestinidad. Sin embargo, las autoridades civiles fueron informadas por un traidor. De repente, una tropa de soldados rodeó la casa, donde la Santa Misa iba a ser celebrada. El capitán solicitó ser admitido. La única respuesta de Sir Burke fue que él podía entrar libremente cuando se hubiere preparado para hacer su confesión y urgido a sus compañeros a hacerlo. De lo contrario, ellos debían permanecer afuera porque los incrédulos no deben tener participación en lo que es santo, ni se arrojan a los gatos o a los perros las cosas sagradas o ni se dan perlas a los cerdos. Burke eventualmente pudo escapar y huir, sin embargo, después fue capturado. Cuando estaba en el juicio en el tribunal público, el presidente de la corte declaró que lo trataría con toda amabilidad si él obedecía el deseo del Rey en todo lo relativo a la fe y la religión o de lo contrario sería sentenciado a muerte. Sin embargo, John Burke fue valiente e impasible. Escuchó entonces la sentencia de muerte con el semblante alegre y solo respondió que estaba feliz de que aquellos que hacen mal a su cuerpo de esta manera no tenían poder sobre su alma. Agregó unas pocas palabras en las que declaró su aversión a las doctrinas y opiniones heréticas, y su sincero deseo de obedecer la enseñanza de la Iglesia Católica en cuya comunión declaró su deseo de morir. Cuando llegó al lugar de la ejecución, solicitó ser colocado en el suelo para de esta manera acercarse arrodillado, y se le permitió. John Burke mostró tanto gozo y alegría como si estuviera yendo a una suntuosa fiesta. En el momento final se le ofreció el perdón, la restitución de sus tierras y un ascenso si prestaba juramento reconociendo la supremacía del Rey en la religión y asistía el culto protestante. Dijo que él ni por todo el mundo ofendería a Dios, que no cambiaría el cielo por la tierra y que él renunciaba y abominaba todo lo que la Iglesia Católica había siempre repudiado y condenado. John Burke murió en diciembre del año 1607 en Limerick (Murphy, D., Our Martyrs, (Nuestros Mártires) Dublin 1896, pág. 228-239)
El famoso poeta y apologista católico inglés, Hilaire Belloc hizo la siguiente conveniente y profética observación sobre la situación de la fe católica en la sociedad moderna del siglo 20, la cual es perfectamente aplicable a nuestro siglo 21: “No pocos observadores profundos (uno en especial, un moderno judío-francés converso, de muy alto poder intelectual) han propuesto, como una probable tendencia o meta hacia la que nos estamos moviendo, un mundo en el que un pequeño pero muy intenso cuerpo de la Fe se mantendría aparte en medio de una creciente inundación de paganismo. Yo, por mi parte (esto es una opinión personal y vale muy poco), creo que lo más probable es, en general, un incremento católico; pues, a pesar del tiempo en que vivo, no puedo creer que la Razón Humana perderá permanentemente su poder. La Fe se basa en la Razón y por doquiera, fuera de la Fe, la declinación de la Razón es manifiesta. Pero si se me pregunta qué signo podemos buscar para mostrar que el avance de la Fe está a la mano, yo respondería usando una palabra que el mundo moderno ha olvidado: “persecución”. Cuando ésta nuevamente esté en acción, será el amanecer.” (Nota de Traducción: hemos usado para esta cita la siguiente edición: Sobrevivientes y Recién llegados: los viejos y los nuevos enemigos de la Iglesia Católica, Editorial Vórtice, 2004)
G.K Chesterton, uno de los más grandes apologistas de los tiempos modernos, formuló la siguiente verdad: “La Iglesia a menudo se opone a la moda de este mundo que pasa y ella tiene la suficiente experiencia para saber cuán rápido desaparece” (Why I am a Catholic; Porqué soy católico), y “La Iglesia Católica es la única que salva al hombre de la degradante esclavitud de ser un hijo de esta era.” ((The Catholic Church and conversion; La Iglesia Católica y la conversión).
La fe católica, a saber, la fe católica integral y pura es un gran tesoro que Dios puso en nuestra alma en el momento de nuestro bautismo:
Inmediatamente antes de ser bautizado escuchamos esta pregunta: “¿Qué pides de la Iglesia? (Quid petis ab Ecclesia?)”, y los padrinos responden en nuestro nombre, o cuando somos adultos, contestamos nosotros mismos la única y decisiva palabra: “La Fe” (fidem). Esta “fe” significa la fe católica integral y pura. La siguiente pregunta era: ¿Qué te da la Fe?”. La respuesta de nuevo fue muy breve, decidida e inmejorable: “La Vida Eterna (vitam aeternam)”.
San Fidel, quien fue martirizado por los protestantes por su intransigente fidelidad a la fe católica, a pocos días antes de derramar su sangre para dar testimonio de su predicación, dio su último sermón. Estas son las palabras que él dejó como testamento: «¡Oh fe católica, cuán estable, cuán firme eres, cuán profundas son tus raíces, cuán bien cimentada sobre roca firme! El cielo y la tierra pasarán, pero tú nunca pasarás. Todo el orbe te contradijo desde el principio, pero tú triunfaste con tu poder por encima de todos. Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe: ella es la que ha sometido al imperio de Cristo a los reyes más poderosos, ella la que ha hecho de todos los pueblos posesión de Cristo. ¿Quién, si no la fe, sobre todo la fe en la resurrección convirtió a los santos apóstoles y mártires en valerosos luchadores y les dio fuerzas para soportar los peores tormentos? ¿Quién, si no la fe viva, hizo que los anacoretas, despreciando los placeres y honores, pisoteando las riquezas, llevaran una vida célibe y solitaria? ¿Qué es lo que hace hoy que los verdaderos cristianos desprecien la molicie, renuncien a lo que les es grato, soporten lo áspero, toleren lo laborioso? La fe viva, actuada por la caridad. Ella hace que abandonemos los bienes presentes por la esperanza de los futuros Y que cambiemos aquellos por éstos.”
+ Athanasius Schneider, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de Santa María en Astana
Con el permiso para su publicación de Mons. Athanasius Schneider
Traducido por Beatrice Atherton para Marchando Religión
Puedes leer este artículo sobre la fe católica y martirio en su idioma original en la página de Monseñor Schneider