La mala memoria, o el parentesco ideológico, lleva a cancelar el recuerdo de lo que se ha vivido décadas atrás en el orden eclesial, con sus gravísimas consecuencias en la vida social y política; se disimula así el fracaso estruendoso del progresismo, con todos sus matices.
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Estudiosos y comentaristas de la vida eclesial han afirmado, repetidamente, que el Concilio Vaticano II fue una revolución, que no se limitó a reformas instrumentales, sino que cambió para siempre la manera de pensar y de hacer teología. Según la orilla de la grieta eclesial en que cada uno se encuentra ubicado, difiere la valoración que se hace de aquel episodio histórico enfocado en su totalidad: para unos fue una feliz circunstancia que ha de sumarse al registro de épocas gloriosas del catolicismo; para otros fue una calamidad, fuente de múltiples desgracias que todavía padecemos.
Lo razonable es conservar distancia respecto de estos juicios contrastantes; lo que no se puede negar, eso sí, es que a la gran asamblea ecuménica siguió una crisis de proporciones. Pablo VI, dolorido, habló del «crudo invierno» que sobrevino en lugar de la primavera que se esperaba, y afirmó que por una rendija se había filtrado en la Iglesia el «humo de Satanás». El mismo pontífice censuró repetidamente las arbitrariedades que se cometían en nombre del «espíritu del Concilio», y reconoció que se trataba de una crisis de fe; por eso, en 1968 -el punto desbordante del desastre- proclamó el Año de la Fe, y publicó el Credo del Pueblo de Dios, reafirmando la verdad de la doctrina católica. Quienes hemos vivido aquellos años terribles -yo era seminarista- no lo podemos olvidar; en la mesa del desayuno o del almuerzo se discutía lo que habían discutido los Padres, el día anterior, en el aula conciliar. ¡No fue, ciertamente, el mejor clima para nuestra formación!.
Con la apelación al «espíritu del Concilio», en los años siguientes se justificaban los atentados que el capricho subjetivo exhibía como realizaciones del aggiornamento propiciado por el Vaticano II; esa nueva actitud era presentada como imprescindible fidelidad al mundo moderno, criticando a la Iglesia de siempre como aferrada a posiciones de inmovilismo y de atraso. Publicaciones de teología y de pastoral alimentaban esa fiebre de destrucción. El Cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, ha señalado gráficamente que, en comparación con esa enfermedad terrible, el modernismo descrito y condenado por San Pío X, en la encíclica Pascendi fue «un simple catarro».
En aquellos años, miles de sacerdotes en todo el mundo abandonaron la vida sacerdotal; la inobservancia del celibato fue sostenida por las críticas de teólogos y pastores a esa histórica disciplina eclesial -gloria del catolicismo según muchos pontífices-, con incomprensión de su sentido y valor.
He resumido a modo de proemio del tema a tratar lo que ya he observado en otras intervenciones. Una revisión serena de aquellos episodios invita a reconocer que el Concilio fue -es- los documentos, textos aprobados casi por unanimidad, que es preciso leer, como enseñó Benedicto XVI, a la luz de la gran tradición de la Iglesia y en continuidad con ella, según una ley de desarrollo homogéneo. La observación que algunos hacen y que identifica al Vaticano II como una revolución, me parece interesada, esconde un intento de volver a la vigencia del «espíritu del Concilio», pasando por alto el largo y glorioso pontificado de Juan Pablo II, y el breve pero igualmente ilustre del Papa Ratzinger.
En aquellos años ya recordados se verificó un progresivo desmantelamiento de la estructura de los seminarios, que ofrecían todavía una versión clásica, con la propuesta teórica y los ensayos prácticos de reemplazarlos por pequeñas comunidades. El Concilio había ofrecido un programa de renovación en el Decreto Optatam totius Ecclesiae, aprobado después de siete redacciones previas en la última etapa conciliar, con solo quince votos en contra, que el día de la promulgación pontificia, 28 de octubre de 1965, se redujeron a tres. El itinerario formativo, lógicamente, debía referirse a la naturaleza del ministerio y la vida de los presbíteros, que fue el contenido del Decreto Presbyterorum Ordinis, aprobado en su octava redacción el último día de sesiones, 7 de diciembre del mismo año, con solo cinco «non placet». Me apresuro a señalar que donde fueron atendidas las indicaciones de ambos textos se produjo una recuperación de los seminarios y del número de vocaciones, pero este feliz resultado estuvo lejísimo de constituirse en un fenómeno general. Algo, mucho, muchísimo, fue arrollado para siempre por el malhadado «espíritu del Concilio».
En las consideraciones que siguen me limito a esos dos documentos, prescindiendo de las disposiciones de la Santa Sede expresadas en la Ratio promulgada por Pablo VI, en 1970, la de Juan Pablo II, de 1992, y la reciente, con fecha 8 de Diciembre de 2016. Dejo de lado, asimismo, la Exhortación Apostólica Postsinodal del Papa Wojtyla, Pastores dabo vobis. Los textos del Concilio han sido una fuente insoslayable; por eso prefiero limitarme a ellos.
Una primera indicación de Optatam totius Ecclesiae es que en la formación sacerdotal deben unirse estrechamente tres dimensiones: doctrinal, espiritual y pastoral (n. 8). Este principio básico no resulta fácil de instrumentar en un itinerario seminarístico; el propósito es plasmar una personalidad sacerdotal, teniendo en cuenta que el candidato es el protagonista de ese proceso, que él asume con plena voluntad.
Se trata, dice el texto, de aprender a vivir secundum forman Evangelii. Pensemos en el significado de la noción de forma en la teoría hilemórfica; la referencia indica el alma: cimentarse en la fe, la esperanza y la caridad para alcanzar el espíritu de oración, el vigor de las demás virtudes y el celo por ganar a todos los hombres para Cristo. No falta en este contexto la invitación a amar y venerar «con filial confianza a la Santísima Virgen María, a la que Cristo, muriendo en la cruz, entregó como madre al discípulo». Se debe valorar esta exhortación a la devoción mariana, sobre todo considerando que el Decreto sobre la Vida y Ministerio de los presbíteros calla completamente este punto tradicional. ¿Cómo puede explicarse semejante olvido?. En mi opinión, podría vincularse este defecto con algunas intervenciones en el aula conciliar, que calificaron de exagerada la devoción mariana propia del catolicismo, siguiendo publicaciones que preconizaban lo que se llamó minimalismo, un reflejo de la protestantización de la Iglesia. Por la voz de los santos la tradición católica proclamó que de Maria numquam satis: nunca se alabará lo suficiente a la Madre del Señor, nunca será bastante nuestro amor a ella.
Se registra en el Decreto Optatam una cuádruple referencia a la madurez de la personalidad, a la cual deben tender los seminaristas. Se postula el crecimiento en una madurez más plena (plenioris maturitatis profectum, n. 10); cultivar la necesaria madurez humana (debita maturitas humana, n. 11); fomentar la sólida madurez de la personalidad (ad solidam personae maturitatem promovendam, ib.). Esta condición consiste en la estabilidad del espíritu, la capacidad de tomar decisiones prudentes, la rectitud en el modo de juzgar sobre los acontecimientos y los hombres, el dominio del propio carácter, la reciedumbre (animi fortitudinem), sinceridad, fidelidad a la palabra dada, buena educación (urbanitas)... en suma: los sacerdotes han de ser hombres hechos, y todo ello unido a la caridad. Hacia ese ideal se avanza gradualmente (gradatim), paso a paso. Es importante señalar que el concepto de madurez no debe restringirse a la sola dimensión psicológica; ésta, por cierto, debe quedar asegurada, valiéndose cuando es necesario del recurso profesional correspondiente, pero aquí se trata del nivel espiritual de la persona, de orden natural y sobrenatural, que comprende la inteligencia, la afectividad, la voluntad y el dinamismo sanante de la gracia. El texto conciliar observa muy válidamente que la disciplina, el orden exterior, es imprescindible en el seminario, pero que debe convertirse en interna aptitudo, íntima convicción de abrazar ese orden, y hacerlo por razones sobrenaturales (ib. 11); así no se reducirá a una observancia exterior y farisaica.
En muchos lugares, en los años del posconcilio se prescindió del valor de la disciplina, que es un instrumento necesario, arte, método, regla de vida del discípulo, tal como lo entendió la Iglesia desde los tiempos apostólicos. Hoy en día está de moda insistir en la alegría (gaudium, laetitia), pero se habla poco de la cruz; mejor dicho, no se habla. Se pretende un Cristo sin la cruz, es decir, descristianizado; se elude el instrumento que permite alcanzar el gozo que el Evangelio ofrece. Así se deforma la verdad de la vida cristiana.
La cuarta referencia a la madurez califica la elección de la vida sacerdotal como una decisión muy seria, optione mature deliberata, y por tanto verdaderamente libre (n. 12). En relación con el tema de la madurez, el Decreto Optatam se refiere brevemente a la educación para el celibato sacerdotal; este es un don y a la vez una tarea contínua, para que el sacerdote pueda entregar al Señor un corazón indiviso, a fin de amar a todos como el Señor mismo los ama (n. 10). La expresión amore indiviso, según se indica en una nota, procede de la encíclica de Pío XII Sacra Virginitas, de 1954. En cuanto se trata de un don precioso de Dios, hay que rogarlo humildemente (humiliter impetrandum); en cuanto tarea, es preciso apresurarse a corresponder libre y generosamente, con la ayuda de la gracia del Espíritu Santo. El Concilio exhorta a advertir a los candidatos sobre las contingencias riesgosas que acechan a la castidad del sacerdote maxime in praesentis temporis societate. ¡En la sociedad de entonces, los años 60 del siglo pasado!. ¿Qué habría que decir hoy, después de décadas de exitosa «revolución sexual», en una sociedad que exhibe sin recato alguno su gusto ostentoso de la fornicación, y con el influjo de la propaganda mediática en la imaginación de las masas?. El texto infundía ánimo mencionando los oportunos auxilios divinos y humanos. Los segundos serían las normas clásicas de la educación cristiana y los últimos hallazgos de la psicología y la pedagogía sanas; el adjetivo sanae no está de más, es una buena cautela. En este punto, y a la luz de la experiencia, me parece oportuno añadir la necesidad de un cuidadoso discernimiento sobre las posibles tendencias homosexuales de algunos candidatos, para apartarlos con decisión del camino emprendido si ellas se confirman; el celibato requiere una clara virilidad.
La cuestión del celibato ha vuelto a cobrar plena actualidad con ocasión de los nuevos conatos para lograr su descarte. El Sínodo de la Iglesia Alemana, que no sabemos en qué acabará, y antes el Sínodo de la Amazonia han propuesto la vieja solución de ordenar viri probati, hombres casados preparados para el caso. El argumento es ahora la necesidad de contar con más sacerdotes en las regiones donde escasean, y faltan las vocaciones; no se examina en profundidad cuáles son las causas de este fenómeno, para remediar el cual existen otras soluciones. La apelación a la Iglesia primitiva es errónea. Los Apóstoles no llevaron consigo esposas e hijos cuando se entregaron a la misión; en siglos posteriores la ordenación como diáconos, presbíteros y aun obispos de hombres casados, implicó el compromiso de vivir en continencia; el celibato esclesiástico es, pues, de origen apostólico, y no una invención tardía del Rito Romano. Dicho esto sin menoscabo del respeto y aprecio debidos a la diversa disciplina de las Iglesias Orientales.
La importancia del asunto no escapó a los Padres del Vaticano II, como aparece claramente en el Decreto Presbyterorum Ordinis. En el n.16 de este texto se expresa el valor y la excelencia del celibato mediante el uso de comparativos: facilius, liberius, expeditius, aptiore, latius, cuatro adverbios y un adjetivo. Mediante el celibato guardado por amor del reino de los cielos (cf. Mt 19, 12), los sacerdotes se unen más fácilmente a Cristo con un corazón indiviso (indiviso corde, cf. 1 Cor 7, 32-34); se entregan más libremente a Él y por Él al servicio de Dios y de los hombres; sirven con mayor disponibilidad a su reino y a la obra de regeneración sobrenatural, y se hacen más aptos para recibir una más amplia paternidad espiritual. Equivale a un signo del mundo futuro, el de la resurrección, en el cual el matrimonio no tendrá lugar, y desde ahora evoca el misterio de la unión de la Iglesia -todos los fieles- con su único Esposo, Cristo. En este contexto, el Concilio renueva su reconocimiento y aprecio por el don, y encomienda a los sacerdotes que pidan con toda la Iglesia la gracia de la fidelidad.
Dos años después, Pablo VI publicó la encíclica Sacerdotalis caelibatus; era un tiempo de enorme confusión, cuando se difundían numerosos errores y se registraron con abundancia deserciones de la vida sacerdotal, incluso entre superiores y profesores de los seminarios. Desde esta perspectiva resulta patética, y misteriosa, la condenación que Juan XXIII hizo en el discurso de apertura del Concilio de los «profetas de calamidades». Las calamidades, previstas por la gente más lúcida, se cumplieron cabalmente. Pío XII en su encíclica Menti nostrae, sobre el fomento de la santidad de la vida sacerdotal (1950), destacaba agudamente: «Se está desarrollando entre los sacerdotes, cada día más extensa y gravemente, el ansia de novedades, en especial entre aquellos que están menos dotados de erudición y doctrina y llevan una vida menos ejemplar». Esa tendencia se agravó hasta extremos impensables impulsada por la manía del aggiornamento, descartando el punto justo, el de la prudencia, que el Papa Pacelli señalaba sobre todo a propósito de los métodos apostólicos, entre «la desordenada ansia de novedades de unos y el aferramiento al pasado de otros». Actualmente, el discurso oficial cuando evoca aquellos años conciliares, olvida mencionar la grave crisis que siguió y que, por otra parte, continúa manifestándose en nuestro doloroso presente.
Al final del n. 11 se encuentra una bella expresión de lo que allí se llama ratio del Seminario, es decir, su organización y vida: se mencionan la dedicación a la piedad y el silencio -pietatis es silentii studio- y el interés por ayudarse unos a otros -mutui adiutorii sollicitudine- de modo que esa organización sea ya una especie de iniciación -quaedam initiatis- de la futura vida del sacerdote.
Antes de pasar a ocuparme, siquiera brevemente, de la cuestión de los estudios y de la formación pastoral, quiero señalar que en Optatam totius Ecclesiae y en Presbyterorum Ordinis encontramos un diseño de espiritualidad sacerdotal válida en primer lugar para el clero diocesano; solo que después no ha sido reconocida y presentada frecuentemente como una espiritualidad en el ministerio y, por consiguiente, en la diócesis, la Iglesia particular presidida por el obispo. Por eso, me parece lamentable que los sacerdotes diocesanos que aspiran a un vida intensa de piedad, de oración, a la santidad, se asocien a movimientos y organizaciones que promueven una espiritualidad sentimental, devocionalista, que los absorbe en sucedáneos de lo que la comunidad diocesana representa, y de lo que en ella puede vivirse en fraternidad presbiteral. Es una paradoja: en muchos lugares, el Concilio no ha sido bien conocido y asumido.
La propuesta de revisión de los estudios (recognitio) pretendía que el conjunto de las disciplinas filosóficas y teológicas se articule mejor (artius componentur, n. 14), y que «todas ellas concurran armoniosamente a abrir cada vez más las inteligencias de los alumnos al misterio de Cristo». Se comienza por las humanidades y las ciencias (humanistica et scientifica institutione, n. 13), formación necesaria para acceder a los estudios superiores; o sea que el Concilio aspiraba a que los sacerdotes sean personas cultas, y añado por mi cuenta: no «culteranas» ni «cultósicas», que ostenten la superficialidad de un diletante. Más allá de lo que se pueda implementar curricularmente, no sería difícil suscitar el interés, acopio de sabiduría y belleza reunido, siglo tras siglo, por la humanidad y por la Iglesia. Salgo al cruce de un prejuicio «pauperista», típicamente argentino, como que esa formación cultural, lo más completa y profunda que se pueda, impida dedicarse con entrega, con amor, a los más pobres de nuestra sociedad, y hacerlo poniéndose a su nivel. En el n. 13 se exige adquirir el conocimiento de la lengua latina, «que les capacite para entender y utilizar las fuentes de no pocas ciencias y los documentos de la Iglesia». Corresponde, en este punto, decir algo acerca del odio del latín, que tiene raíces en el progresismo de los años 60; a ello se suma la inclinación a despreciar lo que se ignora. El idioma del Lacio, tan importante para escribir y hablar bien el castellano y para pensar con coherencia lógica, es una lengua que de suyo resulta difícil de adquirir si no se le dedica el tiempo necesario. Desgraciadamente, al menos en la Argentina, se persiste en disminuir las horas curriculares de latín -donde se conserva su estudio-; los pretextos son siempre los mismos: más que pretextos prejuicios ideológicos. De este modo se cierra a los futuros sacerdotes el acceso directo a la cultura latina y la posibilidad de leer y gustar, en su texto original, a los Santos Padres de Occidente.
La Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la Liturgia, en el capítulo VI, dedicado a la música sagrada, establecía que había que conservar y cultivar con máximo cuidado (summa cura, n. 114) el tesoro de la música sacra, que era preciso fomentar las scholae cantorum y dar mucha importancia a la enseñanza y la práctica musical en los seminarios; disposiciones posconciliares de la Santa Sede ratificaron esa recomendación de las scholae y los coros polifónicos. Se reconocía el canto gregoriano como el propio de la liturgia romana, sin perjuicio de fomentar también el canto religioso popular (n. 118). Donde existían aquellos organismos se los suprime arbitrariamente para cumplir con el designio de la devastación de la liturgia. Para cerrar este punto, quiero mencionar la desconocida u olvidada Constitución Apostólica Veterum sapientia de Juan XXIII (22 de febrero de 1962), sobre el renacimiento, estudio y uso del latín.
Continuando con el hilo argumentativo del Decreto sobre la formación sacerdotal, corresponde registrar las orientaciones referidas a los estudios filosóficos, cuya finalidad es adquirir «un conocimiento sólido y coherente del hombre, del mundo y de Dios, apoyados en el patrimonio filosófico de perenne validez» (n. 15). Aunque el Concilio cita a Santo Tomás como maestro de los estudios teológicos, la expresión innixi patrimonio philosophico perenniter valido puede ser referida principalmente al tomismo, sin forzar el significado de los términos, que llevan una referencia en nota a la encíclica de Pío XII, Humani generis (12 de agosto de 1950). El tomismo ha conocido en el siglo XX una obra de restauración esencial debida al Padre Cornelio Fabro. No se omite indicar que también hay que tener en cuenta la filosofía moderna, para alcanzar el recto conocimiento de la mentalidad actual; a los autores que tuvieron mayor influjo, convendría añadir ahora el itinerario posterior del pensamiento, en las décadas que siguieron al tiempo conciliar. El propósito de los estudios filosóficos era «suscitar en los alumnos el amor a la verdad, la cual ha de ser rigurosamente buscada, observada y demostrada (quaerendae, observandae, demostrandae), reconociendo al mismo tiempo con honradez los límites del conocimiento humano». El problema de la verdad se plantea contemporáneamente de modo más serio y radical que medio siglo atrás, a causa de la difusión masiva y del contagio cultural del relativismo y del constructivismo. ¿La verdad?. Digámoslo sencillamente: o es considerada inexistente, o inalcanzable, o cada uno tiene la suya, o la fabrican e imponen los «formadores de opinión». Si el futuro sacerdote queda atrapado en este círculo opinativo, compromete su futura predicación y la facultad de orientar a los fieles en la bruma que crea confusión aun en los medios eclesiales. Bien asimilada, la filosofía tomista ofrece como fruto una cabeza bien armada, y a la vez libre y curiosa por la totalidad del saber.
En cuanto a los estudios teológicos, se afirma que la Sagrada Escritura debe ser como el alma de toda la teología (veluti anima esse debet, n. 16), por eso hay que formarse en su estudio con especial diligencia. La enseñanza de las disciplinas teológicas, dogmática, moral, liturgia, derecho canónico ha de ser «a la luz de la fe, bajo la dirección del Magisterio de la Iglesia», de manera que «reciban con toda exactitud de la divina Revelación la doctrina católica, ahonden en ella, la conviertan en alimento de su propia vida espiritual y puedan anunciarla, exponerla y defenderla en el ministerio sacerdotal». ¡Ojalá estas indicaciones se hubieran observado siempre y cabalmente!. La referencia a Santo Tomás -Sancto Thoma magistro- lo presenta como guía autorizada de la especulación teológica para profundizar en los misterios de la salvación y descubrir su conexión.
El Concilio Vaticano II no definió expresamente qué significa pastoral; se comprende, sin embargo, qué intenta decir en el n. 19 y los que siguen: todo aquello que se refiere de modo particular al sagrado ministerio (sacrum ministerium); añado predicación, catequesis, praxis confessionis, apostolado de los laicos, etc. La así llamada teología pastoral me parece una disciplina sin contornos precisos, que se presta a parloteos insustanciales en papel impreso. El término pastoral se ha convertido en una especie de talismán. En cuanto a la relación de la teología con la vida espiritual, simplemente me complazco en recordar la sentencia de Evagrio en su Tratado de la oración: «Si eres teólogo orarás verdaderamente, y si oras verdaderamente eres teólogo». En las últimas décadas han proliferado las «teologías de...», en desmedro de la teología de Dios, que eso es fundamentalmente la Theología.
El «contenido» de los seminarios son los seminaristas, las vocaciones. La temática de la vocación sacerdotal es vastísima, en sus dimensiones teológica, histórica, espiritual y sociológica -eclesiológica y cultural-; no puedo abordarla ahora. Solo quiero, para concluir, y desde la experiencia argentina, apuntar unos pocos datos. En los años posconciliares, la difusión del progresismo diezmó los seminarios diocesanos y los noviciados de los institutos religiosos. En los años 80, unos pocos fueron restaurados, y creados algunos nuevos con los criterios dispuestos en los textos conciliares aquí estudiados. Los sacerdotes que deseaban una buena formación para los jóvenes que ellos orientaban, los dirigían a esos centros que constituían una esperanza para la Iglesia. Muchas diócesis continúan todavía hoy en la penuria; algunas de ellas, incluso de un millón o más de habitantes, solo cuentan con cuarenta o cincuenta presbíteros, y los seminaristas, si los hay, pueden contarse con los dedos de una mano. Creo que no exagero; ¡no podrían ayudar a la Amazonia, como sabiamente sugirió el Cardenal Sarah!.
Suceden algunos hechos difíciles de comprender y de explicar. La suerte del Seminario depende del Obispo, de sus convicciones acerca de la orientación del mismo, del acierto en la elección de los formadores, de su asidua cercanía o de su más o menos relativo desinterés. Suele ocurrir que el cambio de Obispo dé al traste con lo que trabajosamente había logrado su antecesor, o implique, si no hay Seminario propio, que los seminaristas sean transferidos a un centro distinto del que frecuentaban. ¿Qué pasará ahora con el Seminario de la diócesis de San Luis, después del desplazamiento de su excelente Obispo?. Otro caso: como resultado de un lamentable conflicto, ha sido cerrado el Seminario «Santa María Madre de Dios», de la diócesis de San Rafael; ¿qué será de los 40 jóvenes que allí se formaban?, ¿quién los recibirá, aquí en nuestro país, al menos?. Estos sucesos manifiestan un problema serio de la Iglesia en la Argentina, silente, pero que muchísimos sacerdotes y laicos perciben y sufren. La mala memoria, o el parentesco ideológico, lleva a cancelar el recuerdo de lo que se ha vivido décadas atrás en el orden eclesial, con sus gravísimas consecuencias en la vida social y política; se disimula así el fracaso estruendoso del progresismo, con todos sus matices. La «cultura del encuentro» requiere objetividad, sinceridad, amor verdadero. ¿Qué «encuentro» se puede alcanzar si se fomenta y practica la «grieta»?. Digo lo que he dicho con el máximo respeto y afecto por todos, y no sin pena.
+ Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata