Este artículo se encuentra ya en este blog, pero traducido por Google y por mí. Seguro que esta traducción es bastante mejor que la mía.
El comentario de Peter Kwasniewski titulado Por qué hay que tomarse en serio las críticas de Viganò al Concilio me ha causado una excelente impresión. Se publicó el pasado 29 de junio en OnePeterFive ([en español] aquí), y quedó rezagado entre otros artículos que me habría gustado comentar. Me dispongo a hacerlo ahora, dando gracias al autor y a la redacción por el espacio que tengan a bien concederme.
Para empezar, creo que estoy de acuerdo con prácticamente todo el contenido de lo escrito por Kwasniewski: su análisis de la situación es sumamente claro y lúcido y refleja en su totalidad lo que pienso. En concreto, lo que más me agrada es constatar que «desde la carta que escribió monseñor Viganò el pasado 9 de junio y lo que ha escrito después, se debate lo que supondría anular el Concilio Vaticano II ».
Encuentro interesante que se empiece a poner en tela de juicio un tabú que desde hace casi sesenta años impide toda crítica teológica, sociológica e histórica del Concilio, y más cuando esa intangibilidad reservada al Concilio Vaticano II no se aplica -según sus partidarios- a ningún otro documento magisterial ni a las Sagradas Escrituras.
Hemos leído infinidad de intervenciones de los defensores del Concilio en las que califican de superados los cánones del de Trento, el Syllabus del beato Pío IX, la encíclica Pascendi de San Pío X, y la Humanae vitae y la Ordinatio sacerdotalis de Pablo VI. La propia enmienda al Catecismo de la Iglesia Católica que corrige la legitimidad de la pena de muerte se cambia en nombre de una supuesta nueva manera de entender el Evangelio demuestra que para los novadores no hay dogmas ni principios inmutables que no se puedan corregir o derogar: la única excepción es el Concilio Vaticano II, que por su naturaleza –ex se, como dirían los teólogos- goza del carisma de infalibilidad e inerrancia que a su vez se niega a la totalidad del Depósito de la Fe.
Ya expresé mi opinión de la hermenéutica de la continuidad teorizada por Benedicto XVI y retomada constantemente por los defensores del Concilio que -indudablemente de buena fe- tratan de hacer una interpretación del mismo en armonía con la Tradición. A mí me parece que los argumentos en favor del criterio hermenéutico propuesto por primera vez en 2005 (1) se limitan a realizar un análisis teórico del problema y prescinden obstinadamente de la realidad de cuanto sucede ante nuestros ojos desde hace décadas. Este análisis parte de un postulado válido y aceptable, aunque en este caso concreto presupone una premisa que no es necesariamente cierta.
El postulado consiste en que hay que interpretar todos los actos del Magisterio a la luz de los textos magisteriales en razón de la analogia fidei (2), la cual de algún modo se expresa también en la hermenéutica de la continuidad. Con todo, dicho postulado parte de la premisa de que el texto que nos disponemos a analizar es un acto concreto de magisterio, con un grado de autoridad bien explícito en las formas canónicas previstas. Y precisamente ahí está el engaño, ahí salta la trampa. Porque los novadores consiguieron dolosamente colocar la etiqueta de Sacrosanto Concilio Ecuménico a su manifiesto ideológico, del mismo modo que a nivel local los jansenistas que manipularon el Sínodo de Pistoya se las arreglaron para poner un falso manto de autoridad sobre sus heréticas tesis, más tarde condenadas por Pío VI (3).
Por un lado, el católico se fija en la forma del Concilio y entiende sus actos como una expresión del Magisterio, e intenta por tanto interpretar su sustancia, patentemente equívoca por no decir errónea, en coherencia con la analogía de la fe, por el amor y veneración que tienen todos los católicos a la Santa Madre Iglesia. No pueden entender que los pastores hayan sido lo bastante ingenuos para imponerles una adulteración de la Fe, pero tampoco entienden la ruptura con la Tradición y procuran explicar esta contradicción.
Por otro lado, los modernistas se fijan en la sustancia del mensaje revolucionario que quieren transmitir, y para dotarlo de una autoridad que no tiene ni debe tener la magisterializan mediante la forma del Concilio, publicándola en actas oficiales.
Ya expresé mi opinión de la hermenéutica de la continuidad teorizada por Benedicto XVI y retomada constantemente por los defensores del Concilio que -indudablemente de buena fe- tratan de hacer una interpretación del mismo en armonía con la Tradición. A mí me parece que los argumentos en favor del criterio hermenéutico propuesto por primera vez en 2005 (1) se limitan a realizar un análisis teórico del problema y prescinden obstinadamente de la realidad de cuanto sucede ante nuestros ojos desde hace décadas. Este análisis parte de un postulado válido y aceptable, aunque en este caso concreto presupone una premisa que no es necesariamente cierta.
El postulado consiste en que hay que interpretar todos los actos del Magisterio a la luz de los textos magisteriales en razón de la analogia fidei (2), la cual de algún modo se expresa también en la hermenéutica de la continuidad. Con todo, dicho postulado parte de la premisa de que el texto que nos disponemos a analizar es un acto concreto de magisterio, con un grado de autoridad bien explícito en las formas canónicas previstas. Y precisamente ahí está el engaño, ahí salta la trampa. Porque los novadores consiguieron dolosamente colocar la etiqueta de Sacrosanto Concilio Ecuménico a su manifiesto ideológico, del mismo modo que a nivel local los jansenistas que manipularon el Sínodo de Pistoya se las arreglaron para poner un falso manto de autoridad sobre sus heréticas tesis, más tarde condenadas por Pío VI (3).
Por un lado, el católico se fija en la forma del Concilio y entiende sus actos como una expresión del Magisterio, e intenta por tanto interpretar su sustancia, patentemente equívoca por no decir errónea, en coherencia con la analogía de la fe, por el amor y veneración que tienen todos los católicos a la Santa Madre Iglesia. No pueden entender que los pastores hayan sido lo bastante ingenuos para imponerles una adulteración de la Fe, pero tampoco entienden la ruptura con la Tradición y procuran explicar esta contradicción.
Por otro lado, los modernistas se fijan en la sustancia del mensaje revolucionario que quieren transmitir, y para dotarlo de una autoridad que no tiene ni debe tener la magisterializan mediante la forma del Concilio, publicándola en actas oficiales.
Saben bien que están forzando las cosas, pero se valen de la autoridad de la Iglesia –la cual en circunstancias normales rechaza y refuta- para que sea prácticamente imposible condenar esos errores, que fueron ratificados nada menos que por la mayoría de los padres sinodales. La instrumentalización de la autoridad con fines contrarios a los que la legitiman es una estratagema de lo más astuta: por una parte se garantiza una especie de inmunidad, de escudo canónico, a doctrinas heterodoxas o próximas a la herejía; por otra, se permite aplicar sanciones a quien denuncia tales desviaciones, todo en virtud de un respeto formal a las formas canónicas.
En el ámbito civil, este comportamiento es típico de las dictaduras. Si esto ha sucedido también en el seno de la Iglesia, es porque los cómplices de dicho golpe de estado carecen del menor sentido de los sobrenatural, no temen a Dios ni a la condenación eterna y se consideran partidarios del progreso, investidos de una misión profética que legitima todos sus nefandos actos, al igual que las masacres comunistas son realizadas por funcionarios de partido convencidos de que promueven la causa del proletariado.
En el primer caso, el análisis de los documentos conciliares a la luz de la Tradición se topa con la constatación de que se formularon de tal modo que evidencian el propósito subversivo de quienes los redactaron, y lleva inevitablemente a la imposibilidad de interpretarlos en sentido católico sin debilitar todo el cuerpo doctrinal. En el segundo, el dar a conocer lo novedoso de las doctrinas insinuadas en las actas conciliares ha hecho necesaria una formulación deliberadamente equívoca, precisamente porque para que la autorizadísima asamblea diera el visto bueno y los publicara era imprescindible hacer creer que eran coherentes con el Magisterio perenne de la Iglesia.
Habría que señalar que el mero hecho de tener que buscar un criterio hemenéutico para interpretar las actas del Concilio pone de manifiesto la diferencia entre el Vaticano II y cualquier otro concilio ecuménico, cuyos cánones no dan lugar a malentendidos.
En el primer caso, el análisis de los documentos conciliares a la luz de la Tradición se topa con la constatación de que se formularon de tal modo que evidencian el propósito subversivo de quienes los redactaron, y lleva inevitablemente a la imposibilidad de interpretarlos en sentido católico sin debilitar todo el cuerpo doctrinal. En el segundo, el dar a conocer lo novedoso de las doctrinas insinuadas en las actas conciliares ha hecho necesaria una formulación deliberadamente equívoca, precisamente porque para que la autorizadísima asamblea diera el visto bueno y los publicara era imprescindible hacer creer que eran coherentes con el Magisterio perenne de la Iglesia.
Habría que señalar que el mero hecho de tener que buscar un criterio hemenéutico para interpretar las actas del Concilio pone de manifiesto la diferencia entre el Vaticano II y cualquier otro concilio ecuménico, cuyos cánones no dan lugar a malentendidos.
Objeto de hermenéutica puede ser un pasaje poco claro de las Sagradas Escrituras o de los Santos Padres, pero desde luego nunca un acto de magisterio, que tiene precisamente por objeto disipar la falta de claridad. Y sin embargo, tanto los conservadores como los progresistas concuerdan, sin proponérselo, en reconocer una especie de dicotomía entre lo que es un concilio y lo que fue aquel concilio, el Vaticano II; entre la doctrina de todos los concilios y la expuesta o implícita en el concilio de marras.
En un texto reciente en el que cita a Benedicto XVI, monseñor Pozzo afirma precisamente que «un concilio sólo lo es en tanto que no se aparta del surco de la Tradición y es preciso entenderlo a la luz de toda la Tradición» (4). Pero esta afirmación, irreprochable desde el punto de vista teológico, no lleva necesariamente a considerar católico el Concilio Vaticano II, sino a preguntarse si al no mantenerse dentro del surco de la Tradición y no pudiendo interpretarse a la luz de toda la Tradición sin trastornar la intención que lo ha motivado, puede calificarse efectivamente de católico. Desde luego esta pregunta no puede ser respondida con imparcialidad por quien se profesa orgulloso defensor, partidario y formulador del Concilio.
En un texto reciente en el que cita a Benedicto XVI, monseñor Pozzo afirma precisamente que «un concilio sólo lo es en tanto que no se aparta del surco de la Tradición y es preciso entenderlo a la luz de toda la Tradición» (4). Pero esta afirmación, irreprochable desde el punto de vista teológico, no lleva necesariamente a considerar católico el Concilio Vaticano II, sino a preguntarse si al no mantenerse dentro del surco de la Tradición y no pudiendo interpretarse a la luz de toda la Tradición sin trastornar la intención que lo ha motivado, puede calificarse efectivamente de católico. Desde luego esta pregunta no puede ser respondida con imparcialidad por quien se profesa orgulloso defensor, partidario y formulador del Concilio.
Evidentemente, no me refiero a la ineludible defensa del Magisterio católico, sino al puro Concilio en cuanto primer concilio de una nueva Iglesia que pretende sustituir a la Iglesia Católica, a la que se apresuran a rechazar como postconciliar.
Hay además otro aspecto que a mi juicio no conviene descuidar: que el criterio hermenéutico -entendido en el contexto de una crítica seria y científica del texto- no puede prescindir del concepto que desea expresar: en realidad no se puede imponer una interpretación católica de una tesis que es en sí patentemente herética o próxima a la herejía por el mero hecho de que esté inserta en un texto declarado como magisterial.
Hay además otro aspecto que a mi juicio no conviene descuidar: que el criterio hermenéutico -entendido en el contexto de una crítica seria y científica del texto- no puede prescindir del concepto que desea expresar: en realidad no se puede imponer una interpretación católica de una tesis que es en sí patentemente herética o próxima a la herejía por el mero hecho de que esté inserta en un texto declarado como magisterial.
La tesis de Lumen gentium que dice «El designio de la salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes, que, confesando profesar la fe de Abraham, adoran con nosotros a un solo Dios, misericordioso, que ha de juzgar a los hombres en el último día» (LG 16) no puede tener una interpretación católica: en primer lugar porque el dios de Mahoma no es uno y trino, y en segundo porque el islam condena como blasfema la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad en Nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Afirmar que «el designio de la salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes» contradice a las claras la doctrina católica, que profesa en exclusiva la Iglesia Católica, única arca de salvación.
La salvación que pudieran llegar a alcanzar los herejes, y más aún en el caso de los paganos, proviene siempre únicamente del inagotable tesoro de la Redención de Nuestro Señor, tesoro custodiado por la Iglesia, mientras que la pertenencia a cualquier otra religión es un impedimento para alcanzar la eterna bienaventuranza. Quien se salva, se salva por el deseo al menos implícito de pertenecer a la Iglesia, a pesar de su adhesión a una religión falsa; nunca por medio de ésta. Porque lo que tenga de bueno esa religión no le pertenece, lo ha usurpado; y lo que tiene de erróneo es lo que la hace intrínsecamente falsa dado que la mezcla de error y verdad engaña con más facilidad a sus adeptos.
No es posible alterar la realidad para ajustarla a un esquema ideal: si la evidencia demuestra que la heterodoxia de alguna tesis de un documento conciliar (y lo mismo se puede decir de los actos de magisterio bergoglianos) y la doctrina nos enseña que los actos de Magisterio no contienen errores, la conclusión no es que esas tesis no sean erróneas, sino que no pueden formar parte del Magisterio. Y punto.
La hermenéutica sirve para aclarar el sentido de una frase oscura o aparentemente contradictoria con la doctrina, no para corregirlo en sustancia después. Un método similar no daría la clave de interpretación de los textos magisteriales, sino que sería una intervención correctora, y por tanto el reconocimiento de que en tal tesis específica de tal documento concreto se afirma un error que es preciso corregir. Y habría que explicar además no sólo el motivo por el que no se evitó ese error desde el principio, sino también si los padres sinodales que aprobaron el error y el Papa que lo promulgó tenían intención de empeñar su autoridad apostólica para ratificar una herejía, o si en realidad quisieron servirse de la autoridad implícita derivada de su condición de Pastores para avarlala sin que se pusiera en duda la acción del Paráclito.
Monseñor Pozzo admite que «la dificultad para aceptar el Concilio se puede atribuir a que se han enfrentado dos hermenéuticas o interpretaciones del mismo, y conviven por tanto opuestas entre sí». Pero al decir eso confirma que la opción católica de aceptar la hermenéutica de la continuidad se adhiere a la acción innovadora de recurrir a la hermenéutica de la ruptura, con un arbitrio que pone de relieve la confusión imperante y, lo que es más grave, el desequilibrio entre las fuerzas que combaten a favor de una u otra tesis. «La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de terminar en una ruptura entre la Iglesia preconciliar y la postconciliar, y presupone que los textos del Concilio no serían la verdadera expresión del mismo sino el resultado de una conciliación», según monseñor Pozzo. Pero la realidad es precisamente ésa, y negarla no resuelve en lo más mínimo el problema, sino que lo agrava al negarse a reconocer la existencia del cáncer cuando éste ha llegado a un punto en que es innegable la metástasis.
Las declaraciones de monseñor Pozzo, según el cual el concepto de libertad religiosa expresado en Dignitatis humanae no contradice el Syllabus de Pío IX (5) demuestran que el citado documento conciliar es en sí equívoco. De haber querido sus redactores evitar tal equívoco, habría bastado con indicar en una nota a pie de página la referencia a las tesis del Syllabus; pero los progresistas jamás habrían aceptado tal cosa, que precisamente por no remitir al Magisterio precedente pudieron introducir subrepticiamente un cambio de doctrina. No parece que las intervenciones de los pontífices postconciliares –y la misma participación de ellos, incluso in sacris en ritos no católicos o hasta paganos– hayan corregido en modo alguno los errores propagados por la interpretación heterodoxa de Dignitatis humanae. Si se examina bien, en la redacción de Amoris laetitiae se siguió el mismo método, con lo que la disciplina de la Iglesia en materia de adulterio y concubinato público se formuló de manera que en teoría se pudiera interpretar en un sentido católico mientras en la práctica se entendió justamente en el obvio y único sentido herético que se quería difundir. Hasta tal punto que esa clave de interpretación querida por Bergoglio y sus exégetas en lo que respecta a la administración de la Comunión a los divorciados ha alcanzado el grado de interpretatio authentica en las actas oficiales de la Santa Sede (Acta apostolicae Sedis).
La tentativa por parte de los defensores del Concilio ha resultado ser como el inútil esfuerzo de Sísifo. En cuanto consiguen con innumerables esfuerzos y matizaciones formular una solución en apariencia razonable que no afecte directamente a su idolito, al momento resultan contradichos por declaraciones de opuesto signo por un teólogo progresista, un prelado alemán o el propio Francisco. Y así, el peñasco conciliar rueda una vez más montaña abajo atraído por la gravedad al lugar que naturalmente le corresponde.
Está claro que para un católico un concilio reviste de por sí tal autoridad e importancia que acepta espontáneamente sus enseñanzas con filial devoción. Pero es igual de evidente que la autoridad de un concilio, de los padres que aprueban sus decretos y los papas que los promulgan no hace menos problemática la aceptación de documentos que están en abierta contradicción con el Magisterio, o que como mínimo lo debilitan. Y si esa problemática se mantiene después de sesenta años, demostrando su perfecta coherencia con la engañosa voluntad de los novadores que prepararon sus documentos e influyeron en sus protagonistas, debemos preguntarnos cuál es el óbice, el obstáculo insuperable que nos obliga contra toda razón a considerar forzadamente católico lo que no lo es, en nombre de un criterio que tan sólo se aplica a lo que es claramente católico.
Es necesario tener bien claro que la analogía fidei se aplica a la verdad de la fe, ni más ni menos, y no sólo al error, porque la armoniosa unidad de la Verdad en todas sus expresiones no puede hallar coherencia con aquello a lo que se opone. Si un texto conciliar expresa un concepto herético o próximo a la herejía, no hay criterio hermenéutico que lo pueda volver ortodoxo simplemente porque ese texto forme parte de las actas de un concilio. Conocemos de sobra los engaños y hábiles maniobras efectuadas por los consultores y teólogos ultraprogresistas con la complicidad del ala modernista de los padres. E igualmente conocemos bien la complicidad con que Juan XXIII y Pablo VI aprobaron esos golpes de mano vulnerando las normas que ellos mismos habían aprobado.
El vicio sustancial está por tanto en que se llevó a los padres conciliares a aprobar textos equívocos, que ellos consideraban lo bastante católicos como para ameritar el plácet, sirviéndose luego del mismo carácter equívoco para hacerles decir ni más ni menos lo que querían los novadores. Hoy en día no es posible alterar aquellos textos en su sustancia para hacerlos más ortodoxos o más claros. Hay que rechazarlos sin más según las formas que la autoridad de la Iglesia juzgue en su momento oportunas, porque están viciados de una intención dolosa. Habría también que determinar si una asamblea anómala y desastrosa como el Concilio Vaticano II puede seguir mereciendo el título de Concilio Ecuménico cuando se reconoce universalmente su heterogeneidad con respecto a los que lo precedieron. Heterogeneidad que es tan patente que exige nada menos que el recurso a una hermenéutica, cosa que jamás fue necesaria con ningún otro concilio.
Sería necesario destacar que este mecanismo inaugurado por el Concilio Vaticano II ha conocido un recrudecimiento, una aceleración, un resurgimiento inaudito con Bergoglio, que recurre deliberadamente a expresiones imprecisas astutamente formuladas prescindiendo del lenguaje teológico, precisamente con el objeto de desmantelar poco a poco lo que queda de la doctrina en nombre de la aplicación del Concilio. Es cierto que con Bergoglio las herejías y la heterogeneidad con respecto al Magisterio son patentes y casi descaradas; pero no es menos cierto que la declaración de Abu Dabi habría sido inimaginable sin el antecedente de Lumen Gentium.
Con toda razón Peter Kwasniewski afirma: «Lo que hace que el Concilio Vaticano II sea singularmente merecedor de repudio es la mezcla, el revoltijo de cosas grandes, buenas, indiferentes, malas, genéricas, ambiguas, problemáticas y erróneas, todo ello en textos de gran extensión». La voz de la Iglesia, que es la voz de Cristo, es por el contrario cristalina e inequívoca y no puede inducir a error a quien confía en su autoridad. «Por eso el último concilio es totalmente irrecuperable. Si el proyecto de aggionarmento dio lugar a una pérdida masiva de la identidad católica, incluido lo relativo a la doctrina y la moral fundamentales, la única salida hacia adelante es enterrar honrosamente el gran símbolo y sepultarlo.
Finalizo recalcando algo a mi juicio muy significativo: si el mismo empeño que prodigan desde hace años los pastores en la defensa del Concilio y de la Iglesia conciliar se hubiera dedicado a corroborar y defender la doctrina católica en su totalidad, o siquiera para promover en los fieles el conocimiento del Catecismo de San Pío X, la situación del cuerpo eclesial sería radicalmente distinta. Pero no es menos cierto que los fieles instruidos en la fidelidad a la doctrina habrían empuñado las armas ante las adulteraciones llevadas a cabo por los novadores y los defensores de éstos. Es posible que la ignorancia por parte del pueblo de Dios haya sido provocada intencionalmente para que los católicos no se den cuenta del fraude y la traición de que han sido objeto, del mismo modo que el prejuicio ideológico que pesa sobre el rito tridentino sólo sirve para impedir que haya algo con que comparar las aberraciones de los ritos reformados.
¿Acaso borrar el pasado y la Tradición, renegar de las propias raíces, deslegitimar a los disidentes, los abusos de autoridad y el respeto aparente de las normas no son elementos recurrentes en las dictaduras?
+Carlo Maria Viganò, arzobispo
21 de septiembre de 2020
Festividad de San Mateo, apóstol y evangelista
(1) http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2005/december/documents/hf_ben_xvi_spe_20051222_roman-curia.html
(2) CCC 114: Por «analogía de la fe» entendemos la cohesión de las verdades de la fe entre sí y en el proyecto total de la Revelación.
(3) Es interesante señalar que, también en aquel caso, de las 85 tesis sinodales condenadas por la bula Auctorem fidei, sólo eran totalmente heréticas 7, mientras que las otras fueron calificada de «cismátiica, errónea, capciosa, subversiva del orden jerárquico, falsa, temeraria, conducente al desprecio de los sacramentos y costumbres de la Santa Madre Iglesia, injuriosa para la piedad de los fieles, injuriosa contra la Iglesia y derogadora de su autoridad, perturbadora de la tranquilidad de las almas, contraria e injuriosa al Concilio Tridentino, alteradora del orden en las iglesias, injuriosa a la veneración debida especialmente a la bienaventurada Virgen, lesiva del derecho de los concilios universales, etc.»
(4) https://www.aldomariavalli.it/2020/09/10/concilio-vaticano-ii-rinnovamento-e-continuita-un-contributo-di-monsignor-pozzo/
(5) «Al mismo tiempo, el Concilio ratifica en Dignitatis humanae que la única religión verdadera se verificó en la Iglesia Católica y Apostólica, a la cual el Señor Jesús confió la obligación de difundirla a todos los hombres (DH 1), y niega con ello el relativismo e indiferentismo religioso condenado en el Syllabus de Pío X».
(6) https://lanuovabq.it/it/lettera-del-papa-ai-vescovi-argentini-pubblicata-sugli-acta
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)
No es posible alterar la realidad para ajustarla a un esquema ideal: si la evidencia demuestra que la heterodoxia de alguna tesis de un documento conciliar (y lo mismo se puede decir de los actos de magisterio bergoglianos) y la doctrina nos enseña que los actos de Magisterio no contienen errores, la conclusión no es que esas tesis no sean erróneas, sino que no pueden formar parte del Magisterio. Y punto.
La hermenéutica sirve para aclarar el sentido de una frase oscura o aparentemente contradictoria con la doctrina, no para corregirlo en sustancia después. Un método similar no daría la clave de interpretación de los textos magisteriales, sino que sería una intervención correctora, y por tanto el reconocimiento de que en tal tesis específica de tal documento concreto se afirma un error que es preciso corregir. Y habría que explicar además no sólo el motivo por el que no se evitó ese error desde el principio, sino también si los padres sinodales que aprobaron el error y el Papa que lo promulgó tenían intención de empeñar su autoridad apostólica para ratificar una herejía, o si en realidad quisieron servirse de la autoridad implícita derivada de su condición de Pastores para avarlala sin que se pusiera en duda la acción del Paráclito.
Monseñor Pozzo admite que «la dificultad para aceptar el Concilio se puede atribuir a que se han enfrentado dos hermenéuticas o interpretaciones del mismo, y conviven por tanto opuestas entre sí». Pero al decir eso confirma que la opción católica de aceptar la hermenéutica de la continuidad se adhiere a la acción innovadora de recurrir a la hermenéutica de la ruptura, con un arbitrio que pone de relieve la confusión imperante y, lo que es más grave, el desequilibrio entre las fuerzas que combaten a favor de una u otra tesis. «La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de terminar en una ruptura entre la Iglesia preconciliar y la postconciliar, y presupone que los textos del Concilio no serían la verdadera expresión del mismo sino el resultado de una conciliación», según monseñor Pozzo. Pero la realidad es precisamente ésa, y negarla no resuelve en lo más mínimo el problema, sino que lo agrava al negarse a reconocer la existencia del cáncer cuando éste ha llegado a un punto en que es innegable la metástasis.
Las declaraciones de monseñor Pozzo, según el cual el concepto de libertad religiosa expresado en Dignitatis humanae no contradice el Syllabus de Pío IX (5) demuestran que el citado documento conciliar es en sí equívoco. De haber querido sus redactores evitar tal equívoco, habría bastado con indicar en una nota a pie de página la referencia a las tesis del Syllabus; pero los progresistas jamás habrían aceptado tal cosa, que precisamente por no remitir al Magisterio precedente pudieron introducir subrepticiamente un cambio de doctrina. No parece que las intervenciones de los pontífices postconciliares –y la misma participación de ellos, incluso in sacris en ritos no católicos o hasta paganos– hayan corregido en modo alguno los errores propagados por la interpretación heterodoxa de Dignitatis humanae. Si se examina bien, en la redacción de Amoris laetitiae se siguió el mismo método, con lo que la disciplina de la Iglesia en materia de adulterio y concubinato público se formuló de manera que en teoría se pudiera interpretar en un sentido católico mientras en la práctica se entendió justamente en el obvio y único sentido herético que se quería difundir. Hasta tal punto que esa clave de interpretación querida por Bergoglio y sus exégetas en lo que respecta a la administración de la Comunión a los divorciados ha alcanzado el grado de interpretatio authentica en las actas oficiales de la Santa Sede (Acta apostolicae Sedis).
La tentativa por parte de los defensores del Concilio ha resultado ser como el inútil esfuerzo de Sísifo. En cuanto consiguen con innumerables esfuerzos y matizaciones formular una solución en apariencia razonable que no afecte directamente a su idolito, al momento resultan contradichos por declaraciones de opuesto signo por un teólogo progresista, un prelado alemán o el propio Francisco. Y así, el peñasco conciliar rueda una vez más montaña abajo atraído por la gravedad al lugar que naturalmente le corresponde.
Está claro que para un católico un concilio reviste de por sí tal autoridad e importancia que acepta espontáneamente sus enseñanzas con filial devoción. Pero es igual de evidente que la autoridad de un concilio, de los padres que aprueban sus decretos y los papas que los promulgan no hace menos problemática la aceptación de documentos que están en abierta contradicción con el Magisterio, o que como mínimo lo debilitan. Y si esa problemática se mantiene después de sesenta años, demostrando su perfecta coherencia con la engañosa voluntad de los novadores que prepararon sus documentos e influyeron en sus protagonistas, debemos preguntarnos cuál es el óbice, el obstáculo insuperable que nos obliga contra toda razón a considerar forzadamente católico lo que no lo es, en nombre de un criterio que tan sólo se aplica a lo que es claramente católico.
Es necesario tener bien claro que la analogía fidei se aplica a la verdad de la fe, ni más ni menos, y no sólo al error, porque la armoniosa unidad de la Verdad en todas sus expresiones no puede hallar coherencia con aquello a lo que se opone. Si un texto conciliar expresa un concepto herético o próximo a la herejía, no hay criterio hermenéutico que lo pueda volver ortodoxo simplemente porque ese texto forme parte de las actas de un concilio. Conocemos de sobra los engaños y hábiles maniobras efectuadas por los consultores y teólogos ultraprogresistas con la complicidad del ala modernista de los padres. E igualmente conocemos bien la complicidad con que Juan XXIII y Pablo VI aprobaron esos golpes de mano vulnerando las normas que ellos mismos habían aprobado.
El vicio sustancial está por tanto en que se llevó a los padres conciliares a aprobar textos equívocos, que ellos consideraban lo bastante católicos como para ameritar el plácet, sirviéndose luego del mismo carácter equívoco para hacerles decir ni más ni menos lo que querían los novadores. Hoy en día no es posible alterar aquellos textos en su sustancia para hacerlos más ortodoxos o más claros. Hay que rechazarlos sin más según las formas que la autoridad de la Iglesia juzgue en su momento oportunas, porque están viciados de una intención dolosa. Habría también que determinar si una asamblea anómala y desastrosa como el Concilio Vaticano II puede seguir mereciendo el título de Concilio Ecuménico cuando se reconoce universalmente su heterogeneidad con respecto a los que lo precedieron. Heterogeneidad que es tan patente que exige nada menos que el recurso a una hermenéutica, cosa que jamás fue necesaria con ningún otro concilio.
Sería necesario destacar que este mecanismo inaugurado por el Concilio Vaticano II ha conocido un recrudecimiento, una aceleración, un resurgimiento inaudito con Bergoglio, que recurre deliberadamente a expresiones imprecisas astutamente formuladas prescindiendo del lenguaje teológico, precisamente con el objeto de desmantelar poco a poco lo que queda de la doctrina en nombre de la aplicación del Concilio. Es cierto que con Bergoglio las herejías y la heterogeneidad con respecto al Magisterio son patentes y casi descaradas; pero no es menos cierto que la declaración de Abu Dabi habría sido inimaginable sin el antecedente de Lumen Gentium.
Con toda razón Peter Kwasniewski afirma: «Lo que hace que el Concilio Vaticano II sea singularmente merecedor de repudio es la mezcla, el revoltijo de cosas grandes, buenas, indiferentes, malas, genéricas, ambiguas, problemáticas y erróneas, todo ello en textos de gran extensión». La voz de la Iglesia, que es la voz de Cristo, es por el contrario cristalina e inequívoca y no puede inducir a error a quien confía en su autoridad. «Por eso el último concilio es totalmente irrecuperable. Si el proyecto de aggionarmento dio lugar a una pérdida masiva de la identidad católica, incluido lo relativo a la doctrina y la moral fundamentales, la única salida hacia adelante es enterrar honrosamente el gran símbolo y sepultarlo.
Finalizo recalcando algo a mi juicio muy significativo: si el mismo empeño que prodigan desde hace años los pastores en la defensa del Concilio y de la Iglesia conciliar se hubiera dedicado a corroborar y defender la doctrina católica en su totalidad, o siquiera para promover en los fieles el conocimiento del Catecismo de San Pío X, la situación del cuerpo eclesial sería radicalmente distinta. Pero no es menos cierto que los fieles instruidos en la fidelidad a la doctrina habrían empuñado las armas ante las adulteraciones llevadas a cabo por los novadores y los defensores de éstos. Es posible que la ignorancia por parte del pueblo de Dios haya sido provocada intencionalmente para que los católicos no se den cuenta del fraude y la traición de que han sido objeto, del mismo modo que el prejuicio ideológico que pesa sobre el rito tridentino sólo sirve para impedir que haya algo con que comparar las aberraciones de los ritos reformados.
¿Acaso borrar el pasado y la Tradición, renegar de las propias raíces, deslegitimar a los disidentes, los abusos de autoridad y el respeto aparente de las normas no son elementos recurrentes en las dictaduras?
+Carlo Maria Viganò, arzobispo
21 de septiembre de 2020
Festividad de San Mateo, apóstol y evangelista
(1) http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2005/december/documents/hf_ben_xvi_spe_20051222_roman-curia.html
(2) CCC 114: Por «analogía de la fe» entendemos la cohesión de las verdades de la fe entre sí y en el proyecto total de la Revelación.
(3) Es interesante señalar que, también en aquel caso, de las 85 tesis sinodales condenadas por la bula Auctorem fidei, sólo eran totalmente heréticas 7, mientras que las otras fueron calificada de «cismátiica, errónea, capciosa, subversiva del orden jerárquico, falsa, temeraria, conducente al desprecio de los sacramentos y costumbres de la Santa Madre Iglesia, injuriosa para la piedad de los fieles, injuriosa contra la Iglesia y derogadora de su autoridad, perturbadora de la tranquilidad de las almas, contraria e injuriosa al Concilio Tridentino, alteradora del orden en las iglesias, injuriosa a la veneración debida especialmente a la bienaventurada Virgen, lesiva del derecho de los concilios universales, etc.»
(4) https://www.aldomariavalli.it/2020/09/10/concilio-vaticano-ii-rinnovamento-e-continuita-un-contributo-di-monsignor-pozzo/
(5) «Al mismo tiempo, el Concilio ratifica en Dignitatis humanae que la única religión verdadera se verificó en la Iglesia Católica y Apostólica, a la cual el Señor Jesús confió la obligación de difundirla a todos los hombres (DH 1), y niega con ello el relativismo e indiferentismo religioso condenado en el Syllabus de Pío X».
(6) https://lanuovabq.it/it/lettera-del-papa-ai-vescovi-argentini-pubblicata-sugli-acta
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)