“No hay nada en la nueva encíclica del Papa Francisco -Fratelli tutti (“Hermanos todos”)- con lo que disienta, excepto su hipocresía”, comienza el artículo de Benedict Rogers, en el último número de Foreign Policy.
Lamenta Rogers un rasgo que nos ha desconcertado a menudo en este papado, a saber, el fuerte contraste entre lo que se predica y lo que se hace, en el caso que le ocupa, la ardiente llamada del Papa a respetar la intrínseca dignidad de todo hombre, sin importar su origen, nacionalidad o raza, con su actitud de cerrar los ojos a las violaciones de los derechos humanos en la China con la que trata de sacar adelante unos pactos secretos más que cuestionables.
Empieza el autor desgranando en varios párrafos amplias citas literales de Fratelli tutti en las que se desarrolla esta llamada al respeto de los derechos humanos y otras no menos significativas como esta: No se trata de proponer un perdón renunciando a los propios derechos ante un poderoso corrupto, ante un criminal o ante alguien que degrada nuestra dignidad. Estamos llamados a amar a todos, sin excepción, pero amar a un opresor no es consentir que siga siendo así; tampoco es hacerle pensar que lo que él hace es aceptable. Al contrario, amarlo bien es buscar de distintas maneras que deje de oprimir, es quitarle ese poder que no sabe utilizar y que lo desfigura como ser humano. Perdonar no quiere decir permitir que sigan pisoteando la propia dignidad y la de los demás, o dejar que un criminal continúe haciendo daño”.
Añade Su Santidad, recuerda Rogers, que no debe olvidarse la defensa de la libertad religiosa en el trayecto hacia la fraternidad y la paz. También subraya el autor del artículo la apasionada oposición del Santo Padre a la pena de muerte, pasando por alto que China es precisamente el país que más la aplica en el mundo.
Y concluye: “Coincido apasionadamente con todo esto. Mi única pregunta -y la dirijo directamente al propio Santo Padre- es: ¿Por qué exime a China de todo esto, en lo que respecta al Vaticano?
Carlos Esteban