El perdón está en el centro de nuestra fe. El perdón es piedra de toque de la práctica cristiana. Pedimos perdón a Dios por nuestros pecados y, en la misma oración que Cristo nos enseñó, lo hacemos vinculándolo al perdón que concedemos a quienes nos ofenden. Pedir perdón y otorgarlo sin reservas debería ser algo así como la respiración del cristiano.
Por eso es especialmente deshonesto esta ritualización de ‘perdones’ concebidos como humillaciones y confesiones de culpas históricas, que los exige quien no ha sufrido el agravio a quien no lo ha cometido. Es un perdón que carece de esa condición esencial del arrepentimiento en quien lo pide, porque nadie puede arrepentirse por otro, y cuando se hace es sólo una escenificación de la propia bondad mientras farisaicamente se acusa a quien ya no puede defenderse; y falta en quien exige que se le pida perdón el verdadero sentido de la ofensa, ofendiéndose más bien en nombre de otros, de un colectivo cuya representación se arroga el ‘demandante’, de modo espurio y abusivo, sin otra motivación que la muy poco cristiana de quedar vencedor en una disputa histórica y apuntarse un fácil tanto en la arena política.
Por eso me escandaliza e indigna la actitud del episcopado mexicano, dispuesto a acceder al chantaje del presidente mexicano López Obrador para que pidan perdón en nombre de la Iglesia.
Ni España ni, mucho menos, la Iglesia tienen por qué pedir perdón, y hacerlo es enviar al mundo un mensaje de confusión y engaño, la idea de que la empresa entera de la colonización y evangelización del Nuevo Mundo fue, globalmente considerada, un mal y una ofensa de la que católicos y españoles debamos sentirnos culpables.
Obviando la grosera y mil veces desmontada exageración de la Leyenda Negra, los desmanes que pudieran cometer los conquistadores, no mayores de los que puede encontrarse en cualquier otro episodio similar de la historia, e inevitables en este mundo caído en el que no ‘tutti’ suelen verse mutuamente como ‘fratelli’, constituyen pecados personales por los que quizá pidieron perdón en su momento muchos de los perpetradores y de los que, en cualquier caso, todos ellos han tenido que responder ante un Juez infinitamente justo al que nada se le oculta.
Pero la empresa en sí, llevar la luz de la fe a tierras dominadas por pueblos ferocísimos, acabar con masivos sacrificios humanos, guerras crueles e interminables entre pueblos, un atraso paleolítico; crear universidades, instituciones, aportes técnicos, iglesias, hospitales y, en fin, todas las gigantescas raíces de civilización de las que se han nutrido las naciones que hoy pueblan Hispanoamérica, es razón para lo agradezcan, no para que se empeñen en disfrazar su miseria moral y política, el desolador antro de corrupción, vesania anticristiana y mal gobierno en el que se convirtieron las repúblicas hermanas a poco de separarse de la Corona española, con esta arrogante e injusta petición ante la cual la única actitud digna es la negativa y el silencio.
Carlos Esteban