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miércoles, 18 de noviembre de 2020

A mis veintisiete años, así he descubierto la Misa tradicional. Y volveré a ella. Un artículo del blog de Aldo María Valli



Queridos amigos de Duc in altum, hoy os propongo una carta que he recibido y que en mi opinión merece una gran atención (sobre todo por parte de los sacerdotes). Me la ha mandado una joven de veintisiete años que, con sencillez y frescura, y por ello con profundidad, relata su descubrimiento de la Misa tradicional.

A.M.V.


Traducido por Miguel Toledano para Marchando Religión

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Querido Sr. Valli, mi novio Stefano y yo tenemos veintisiete años y estamos atravesando un período difícil, como creyentes y practicantes, que sin embargo nos alejamos a menudo de la oración y padecemos una cierta confusión sobre nuestro plan de vida y de pareja.

El domingo pasado volvimos a misa después de un periodo de ausencia; fuimos a la parroquia del barrio, pero en lugar de encontrar lo que buscábamos, esto es, alivio y guía espiritual, salimos nerviosos y cansados: la luz del confesionario estuvo apagada todo el tiempo, el sacerdote pronunció un sermón larguísimo y confuso, la monja que dirigía los cantos desentonaba hasta tal punto que resultaba difícil a los presentes evitar la risa, los chicos de confirmación que intervenían en la misa – o sea, tres, de los cuales uno estaba disfrazado de esqueleto por Halloween – ni siquiera sabían leer correctamente el salmo responsorial (tartamudeos, dudas, pérdida del hilo de la frase). En varias ocasiones, el sacerdote interrumpió la lectura del Evangelio de forma expresa y por motivos absurdos: ruidos procedentes del patio de la parroquia debido a la preparación del belén, frente a los que mandó a una catequista que les dijera que interrumpiesen su trabajo; después sonó un móvil (entonces hizo una pausa hasta que cesó de sonar), luego una ambulancia y una moto (otra pausa). En resumen, era imposible concentrarse en la oración: ni solemnidad ni recogimiento. Esto ha sido un caso extremo, pero nos hemos dado cuenta de que cada vez que vamos a misa ocurre algo parecido; en realidad, no vemos seriedad en la celebración, de lo cual tenemos necesidad. Los sermones, además, casi nunca logran proporcionarnos puntos de reflexión; a menudo se trata de mezclas torpes de reproches simplones y cantinelas retóricas sobre que Dios nos ama tal cual somos. Los que tenemos veintitantos llevamos toda la vida oyéndolo – todo vale, no hay problema, haz lo que quieras, escucha tu corazón – basta ver la publicidad de los yogurts en televisión, no hace falta ir a misa; quizás porque esta especie de mantra no vale para mucho; vamos, que al final tenemos siempre una sensación de pérdida y de infelicidad.

Por eso, me propuse hacer algo que ya pensaba desde hace tiempo: participar en una misa de rito tradicional. Confiando encontrar la solemnidad, recogimiento y guía que buscábamos, elegimos una iglesia del centro de Roma donde celebran misa los padres lefebvrianos: mujeres con velo (blanco para las solteras, negro para las casadas), hombres con chaqueta y corbata, sacerdotes y monaguillos vestidos como en algunos cuadros del siglo diecinueve, rito y cantos en latín. Cuando salimos de la iglesia, Stefano no me ocultó su desaprobación, incluso casi su enfado: «O sea,» empezó a decir sacudiendo la cabeza y agitando las manos «todo en latín, no se entiende nada, cero participación, además todo el rato de rodillas sin siquiera saber por qué, todo cantado, casi dos horas, homilía sin sentido, así no hay nada que hacer, es la primera y última vez…». 

Mientras hablaba, yo permanecí en silencio, porque, al contrario que él, yo estaba contenta. Había habido momentos en los que, aun sin comprender las palabras y sin saber responder en latín (no teníamos misal), inexplicablemente me conmovía: las señoras que estaban delante se arrodillaban y yo les seguía, con lo que podía intuir los momentos en los que debía rezar con mayor devoción; los cantos salmodiados, incluso no comprendiendo su significado, se elevaban hacia el cielo con tal elegancia que yo estaba segura de que mis oraciones subían con ellos. Encontré la debida concentración para rezar; es verdad que no siempre, porque algunos momentos eran tediosos, a menudo teníamos que estar de rodillas y a mí, sin reclinatorio, me dolía un poco, pero valió la pena. El sermón, además, que el sacerdote pronunció en italiano, me llegó; en el sentido como si fuese un bofetón, pero al mismo tiempo me proporcionó un gran alivio; ¿por qué? Me pregunté. Porque el sacerdote dijo: recuerda los novísimos; o sea: recuerda que cuando mueras, serás juzgado y no es verdad que todo lo que tú hagas está bien, al contrario. Si no vives rectamente, ejercitando las cuatro virtudes cardinales, entonces Dios no te reconocerá. No temas la muerte, la muerte es normal, puede venir de repente, en cualquier momento; no vivas como si nunca hubieses de morir. Sino que debes vivir con rectitud, de forma que Dios te pueda acoger cuando llegue el momento.

¡Qué alivio! Qué alivio poder escuchar: así es como debes obrar; está en tus manos y el camino es claro. Por el contrario, qué horrible es el vacío en el que se nos deja vagar a menudo, en el que pretendemos la ilusión de poder hacer o tener cualquier cosa, y luego resulta que es un espejismo malvado que según te acercas a él se va alejando siempre de ti, y la muerte es un agujero negro del que no se puede hablar, más allá de como un abismo en el que «todo es posible».

En el colegio, mis profesores favoritos eran los más severos. Les tenia miedo, pero me gustaban, porque a la larga comprendía que ellos eran los que verdaderamente se preocupaban por los alumnos. Los más buenos también eran más indiferentes y si me ponían una buena nota no obtenía de ello mucha satisfacción. Por eso creo necesitar una Iglesia severa, que me señala con el dedo por mis errores a fin de que pueda corregirlos. No soy ni tan buena ni tan fuerte como para lograrlo yo sola y admitirlo es para mí una gran liberación.

Lo siento que Stefano no piense como yo, pero tengo confianza. Yo volveré y rezaré más, haciéndolo con el máximo recogimiento. Estoy segura de que dará fruto.

Giovanna

Roma