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miércoles, 25 de noviembre de 2020

Comentarios al margen del informe de la Secretaría de Estado sobre Theodore McCarrick



El Informe McCarrick, publicado por la Secretaría de Estado el pasado 10 de este mes de noviembre de 2020, ha sido objeto de numerosos comentarios. Algunos ponen de relieve sus lagunas, en tanto que otros lo elogian como prueba de la transparencia de Bergoglio y lo infundado de las acusaciones. Me gustaría centrarme en algunos aspectos que merecen ser tratados en profundidad y que no me afectan personalmente. Estas reflexiones no tienen por objeto, por tanto, aportar más pruebas sobre la falsedad de los argumentos expuestos contra mí, sino poner de manifiesto las incongruencias y conflictos de intereses entre el juez y el que es juzgado, que a mi juicio invalidan la investigación, el proceso y la sentencia.

IMPARCIALIDAD DEL ÓRGANO JUDICIAL

En primera lugar, a diferencia de lo que pasa en un proceso civil o penal normal, en las investigaciones eclesiásticas hay una especie de derecho implícito a la credibilidad en los testimonios de clérigos. Me da la impresión de que ello ha permitido que se consideren pruebas los testimonios de prelados que podrían encontrarse en situación de complicidad con respecto a McCarrick y que no tendrían ningún interés en revelar la verdad, ya que no les perjudicaría a ellos ni a su imagen. En resumidas cuentas, haciendo una comparación con personajes de Pinocho, cuesta pensar que el Gato (Kevin Farrell), pueda exonerar creíblemente al Zorro (Theodore McCarrick). Y sin embargo eso es lo que ha sucedido, del mismo modo que fue posible engañar a Juan Pablo II en cuanto a la conveniencia de nombrar a McCarrick cardenal arzobispo de Washington, o a Benedicto XVI sobre la gravedad de las acusaciones que pesaban sobre el purpurado.

A estas alturas ya se entiende que en el caso del Argentino ese derecho a la credibilidad adquiere la categoría de dogma, quizás el único que no se puede poner en duda en la iglesia de la misericordia, y más cuando las interpretaciones de la realidad –que los mortales llaman prosaicamente mentiras– han sido expresadas por él mismo.

Desconcierta además que se haya dado tanta importancia al testimonio de monseñor Farrell en defensa de McCarrick –llega a dársele al obispo el título de excelentísimo– y que al mismo tiempo se omita totalmente el testimonio de James Grein, así como que prudentemente se haya preferido no deponer a los secretarios de Estado Sodano y Bertone. Tampoco se entiende por qué motivo se han considerado válidas y creíbles las palabras de Farrell en defensa del amigo y compañero de casa y no las mías, siendo no obstante arzobispo y nuncio apostólico. El único motivo que alcanzo a comprender es que mientras las palabras de Farrell confirman la tesis de Bergoglio, las mías la refutan y demuestran que el obispo de Dallas no es el único que ha mentido.

Habría que recordar igualmente que el cardenal Wuerl, sucesor de McCarrick en la sede de Washington, dimitió el 12 de octubre de 2018 presionado por la opinión pública tras su reiterada negación de haber tenido conocimiento de la conducta depravada de su compañero en el episcopado. En 2004, Wuerl tuvo que hacerse cargo de la denuncia presentada contra McCarrick por Robert Ciolek, ex sacerdote de la diócesis de Metuchen, la cual envió al entonces nuncio apostólico cardenal Gabriel Montalvo. En 2009 Wuerl dispuso su traslado del seminario Redemptoris Mater a la parroquia de Santo Tomás Apóstol de Washington. En 2010 el propio Wuerl, junto con el presidente de la Conferencia Episcopal, cardenal Francis George, manifestó a la Secretaría de Estado que no era aconsejable felicitar a McCarrick con ocasión de su octogésimo cumpleaños. El informe cita además la correspondencia entre el nuncio Sambi y Wuerl con respecto al peligro de escándalo en torno a McCarrick. Y lo mismo se puede decir de la correspondencia del cardenal Re, prefecto de la Congregación para los Obispos, la cual confirma que Wuerl «ha favorecido constantemente a McCarrick, incluso cuando no vivía en el seminario». Por eso, resulta muy extraño que las graves sospechas que pesaban sobre el cardenal antes de mi nombramiento como nuncio, ampliamente documentadas en el informe, sean consideradas motivo de reproche contra mi persona, a pesar de que yo las notifiqué una vez más a la Secretaría de Estado, si bien no eran contra Wuerl; el cual, aun después de dimitir del cargo de arzobispo de Washington, ha mantenido sus cargos en los dicasterios romanos, incluida la Congregación para los Obispos, en la cual tiene voz y voto en el nombramiento de prelados.

Es incomprensible que los redactores del informe juzguen tan a la ligera a Juan Pablo II por haberse fiado de las palabras de su secretario en defensa de McCarrick y exoneren a Bergoglio a pesar de la tremenda pila de expedientes sobre el Tío Ted, a quien le había pedido su predecesor que procurara no llamar la atención.

Creo que ha llegado el momento de aclarar de una vez por todas la postura del cuerpo juzgante; mejor dicho, de este cuerpo juzgante con relación al acusado.

Según el derecho, un juez debe ser imparcial, y para ello no debe tener el menor interés ni el menor vínculo con el reo. En realidad, esta imparcialidad falta en uno de los procesos más sonados de la historia de la Iglesia, cuando los escándalos y delitos de que es objeto el acusado revisten tal gravedad como para ameritar la deposición del cardenalato y la reducción al estado laico.

AUSENCIA DE VERDADERA CONDENA

Es preciso destacar la extrema suavidad de la condena impuesta al reo, es más, se podría decir la falta de condena, dado que al imputado sólo se lo ha despojado su condición sacerdotal mediante procedimiento administrativo del tribunal de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ratificada por Bergoglio como cosa juzgada. No obstante, habría sido posible condenarlo a una pena de arresto, como se hizo con el consejero en la nunciatura en Washington, que en 2018 fue condenado a cinco años de prisión en el Vaticano por posesión y difusión de pornografía infantil.

Lo cierto es que el hecho de despojarlo del estado clerical manifiesta la esencia del famoso clericalismo –tan deplorado de palabra– que poco menos que considera el estado laico un castigo en sí, cuando tendría que ser motivo de imposición de una sanción penal. Entre otras cosas, al no haber sido condenado a una pena de cárcel, o al menos de arresto domiciliario, McCarrick tiene una libertad de movimiento y de acción que mantiene inalterada su situación. Ello le permite cometer nuevos delitos y seguir ejerciendo sus actividades delictivas tanto en el ámbito eclesial como en el político.

Por último, hay que recordar que el proceso canónico no afecta las causas penales instruidas contra el ex purpurado en tribunales de EE.UU, los cuales, curiosamente, se eternizan en el máximo secreto, demostrando una vez más el poder político y la influencia mediática de McCarrick, no sólo en el Vaticano sino también en los Estados Unidos.

CONFLICTOS DE INTERESES Y OMISIONES

Cuesta fijarse en el juez de esta causa sin tener en cuenta que puede estar en deuda con el imputado y sus cómplices. Es decir, que se encuentre en un evidente conflicto de intereses.

Si Jorge Mario Bergoglio debe su elección a la conjura de la llamada Mafia de San Galo, integrada por cardenales ultraprogres en trato constante y asiduo con McCarrick; si el apoyo de McCarrick al candidato Bergoglio tuvo eco en los electores del cónclave y en los que tienen capacidad persuasiva en el Vaticano, por ejemplo, el famoso caballero italiano al que aludió el cardenal estadounidense en una conferencia pronunciada en la Universidad Vilanova; si la renuncia de Benedicto XVI fue de algún modo provocada o favorecida por intromisión de la iglesia profunda y el estado profundo, es lógico suponer que Bergoglio y sus colaboradores no tienen la menor intención de que salgan a la luz en el informe ni los nombres de los cómplices de McCarrick ni los de quienes lo han apoyado en su cursus honorum eclesiástico, ni tampoco sobre todo quienes ante una eventual condena podrían vengarse, por ejemplo, revelando la participación de personalidades destacadas de la Curia Romana, por no decir el propio Bergoglio.

Contradiciendo descaradamente la declarada afirmación de transparencia, el informe se abstiene de dar a conocer las actas del proceso administrativo. Cabe, por tanto, preguntarse si la defensa de McCarrick pactó la condena de su cliente a cambio de una pena irrisoria, que de hecho deja en total libertad al imputado de tan graves delitos, e impidió que las víctimas recusasen al juez y exigieran una justa compensación. Esta anomalía salta a la vista incluso para quien no está versado en el derecho.

INTERESES COMUNES ENTRE LA IGLESIA PROFUNDA Y EL ESTADO PROFUNDO

En esta red de complicidades y chantajes se evidencian los vínculos entre el juez y el imputado incluso en el terreno político, en particular con el Partido Demócrata, con la China comunista y en general con los movimientos y partidos mundialistas. Que en 2004 McCarrick, a la sazón arzobispo de Washington, se empeñara en bloquear la difusión de la carta del entonces Prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, cardenal Josef Ratzinger, al episcopado estadounidense sobre la prohibición de administrar la Comunión a políticos partidarios del aborto constituye indudablemente un respaldo a los políticos demócratas que se dicen católicos, desde John Kerry a Joe Biden. Este último, convencido abortista, se ha ganado el apoyo prácticamente unánime de la jerarquía, pudiendo gracias a ello contar con votos que en caso contrario habrían estado destinados a Trump. Curiosa coincidencia, a decir verdad: por un lado, el estado profundo ha golpeado a la Iglesia y a Benedicto XVI con la intención de elegir como papa a un representante de la iglesia profunda; por otro, la iglesia profunda ha golpeado al Estado y a Trump con miras a elegir a un representante del estado profundo. Juzgue el lector si los planes de los conjurados han logrado el fin que se habrían propuesto.

Esta colusión con la izquierda internacional es la consecuencia inevitable de un proyecto más amplio, en el que las quintas columnas de la disolución en el seno de la Iglesia colaboran con el estado profundo siguiendo un mismo guión y bajo una misma dirección: los protagonistas de este drama representan papeles variados pero escenifican una misma trama en el escenario.

ANALOGÍAS CON LA PANDEMIA Y EL FRAUDE ELECTORAL

Bien mirado, también la pandemia y los pucherazos de EE.UU. muestran inquietantes analogías con el caso McCarrick y con todo lo que pasa en la Iglesia. Los encargados de decidir si hay que quedarse en casa o hay que vacunar a toda la población se valen de medios poco confiables, precisamente porque con ellos pueden falsificar los datos con la complicidad de los grandes medios de difusión. Da igual que el virus tenga un índice de mortalidad parecido al de una gripe estacional o que el número de fallecidos se ajuste al de años anteriores; alguien ha decidido que hay una pandemia y que es necesario derribar la economía mundial para sentar las bases del Gran Reinicio. Los argumentos racionales, las evaluaciones científicas y la experiencia de los científicos serios empeñados en la cura de los pacientes no valen nada al lado del guión que se exige seguir a los actores. Y lo mismo pasa con las elecciones de EE.UU.: ante las pruebas de fraude, que va adquiriendo las características de un auténtico golpe de estado tramado por unas mentes criminales, los medios informativos se obstinan en presentar a Joe Biden como el vencedor, mientras los dirigentes internacionales –la Santa Sede incluida– se apresuran a reconocer su victoria, desacreditar a sus adversarios republicanos y presentar a Trump como un prepotente solitario que está a punto de ser abandonado por los suyos y por la propia primera dama. Da igual que aparezcan en internet numerosos videos presentando las irregularidades cometidas durante el escrutinio, o que surjan centenares de testimonios de fraude; los demócratas, los medios y todo el elenco de actores repiten que Biden es el presidente electo y Trump tiene que irse. Porque en la tierra de la mentira, si la realidad no se ajusta al discurso dominante, lo que hay que corregir y censurar es la realidad. Y así, los millones de personas que se manifiestan en las calles protestando contra el confinamiento o contra los fraudes electorales no existen, simplemente porque no se los muestra en televisión y se los censura en internet, y lo que los medios denuncian como bulos hay que considerar acríticamente que en efecto lo son.

SOMETIMIENTO DE PARTE DE LA JERARQUÍA

No es de extrañar que la Conferencia Episcopal de EE.UU., puntualmente seguida por la agencia Vatican News y por una afectuosa llamada telefónica de Bergoglio a Biden, se apresura a demostrar su fidelidad al sistema: esos eclesiásticos están metidos de lleno en el asunto y tienen que seguir meticulosamente el papel que se les ha confiado. Hicieron lo mismo a nivel mundial secundando las restricciones por el Covid: cerraron iglesias, ordenaron suspender la liturgia e invitaron además a los fieles a obedecer a las autoridades civiles. El arzobispo de Washington se ha tomado la libertad de criticar la visita oficial del Presidente y su esposa al santuario de San Juan Pablo II, y junto a otros obispos y sacerdotes se ha declarado a favor del movimiento Black Lives Matter. Tanta entrega a la causa les ha valido púrpura cardenalicia hace pocos días. Y no es casual la adhesión al plan mundialista por parte de personajes comprometidos en apoyar el movimiento LGTB, empezando por Cupich, Tobin, Wuerl, McElroy y Stowe. Es significativo, por otra parte, el estruendoso silencio por parte de la Santa Sede y de los obispos de todo el mundo ante los problemas éticos que plantean las vacunas de inminente distribución, hechas con células de fetos humanos abortados. No permita Dios que la especulación sobre la pandemia de las compañías farmacéuticas vea cómo la Iglesia es igualmente objeto de generosos donativos, como ya sucedió con el acuerdo China-Vaticano.

Los vicios y la corrupción unen la iglesia profunda y el estado profundo en una cloaca de delitos y pecados repugnantes en la que los indefensos y los niños son víctima de abusos y violencia cometidos por personajes que al mismo tiempo promueven el aborto, la ideología de género y la libertad sexual para los menores, incluida la de cambiar de sexo.

Igualmente, la inmigración clandestina –promovida para desestabilizar las naciones y anular su identidad– encuentra acuerdo entre la izquierda y la Iglesia de Bergoglio, a pesar de su estrecha relación con el tráfico de menores, el aumento de la criminalidad y la destrucción del tejido social. Es más, se promueve precisamente por ese motivo, del mismo modo que se promueve el enfrentamiento político de cara a las elecciones en EE.UU., la crisis económica debida a la gestión criminal de la pandemia y posiblemente hasta la guerra religiosa con los atentados de matriz islámica y la profanación de iglesias por toda Europa.

NECESIDAD DE UNA VISIÓN DE CONJUNTO

Causa también gran desconcierto que en este panorama perfectamente coherente haya muchos prelados –por no decir la totalidad– que se limiten a analizar los sucesos que tienen que ver con la Iglesia como si sólo tuvieran que ver con ella y no guardaran la menor relación con los acontecimientos sociales y políticos que tienen lugar en todo el mundo. Hay obispos que tímidamente toman posición ante las palabras de Bergoglio que piden la legalización de las parejas de hecho, o ante la incongruencia y las falsedades que se perciben en el informe McCarrick. Pero ninguno de ellos, ni siquiera animado por buenas intenciones, se atreve a denunciar la evidencia, es decir, la existencia de un pacto de iniquidad entre la parte desviada de la jerarquía –la propia iglesia profunda– y la parte desviada del estado, el mundo de la alta finanza y la información. Y sin embargo es tan obvia que debería ser objeto de análisis por muchos intelectuales, en su mayoría seglares.

PÉRDIDA DE CREDIBILIDAD

Es preciso denunciarlo pregonándolo a los cuatro vientos: el informe de la Secretaría de Estado es una vergonzosa y torpe tentativa de dar una semblanza de credibilidad a una pandilla de pervertidos y corruptos al servicio del Nuevo Orden Mundial. Resulta surrealista que esta operación de descarado engaño no la haya realizado el imputado, sino quienes lo debían juzgar, y paradójicamente, junto con él deberían juzgarse también a sí mismos, a sus colegas, sus amigos y todos los que les han garantizado impunidad y los han promovido en su trayectoria.

La credibilidad que merecen los redactores del informe se puede ver en la débil condena de un prelado orgánico al sistema, al que Bergoglio mismo envió como interlocutor de la Santa Sede con la dictadura comunista china y al mismo tiempo desempeñaba cargos oficiales para el Departamento de Estado estadounidense y tenía trato frecuente con los Clinton, Obama, Biden y los demócratas. Esa credibilidad se puede confirmar por el hecho de que a un corrupto homosexual, abusador de menores y corruptor de sacerdotes y seminaristas se han limitado a despojarlo de su dignidad cardenalicia y del estado clerical sin aplicarle la menor pena de arresto ni excomulgarlo por los delitos con que se ha manchado, incluida la solicitatio ad turpia en la confesión, que es uno de los delitos más odiosos que puede cometer un sacerdote. En este proceso tan sumario como lleno de omisiones brilla por su ausencia la dimensión espiritual de la culpa: no se ha excomulgado al culpable, cuando la excomunión es una sanción eminentemente medicinal en orden a la salvación eterna, y tampoco se lo ha exhortado a la penitencia, la enmienda pública y la reparación.

UNA COMISIÓN INDEPENDIENTE

Cuando después de la Segunda Guerra Mundial se celebraron los juicios de Nuremberg contra los criminales nazis, el tribunal estaba presidido por un magistrado ruso encargado de juzgar la invasión de Polonia que, como sabemos, Alemania se repartió con Rusia. No veo mucha diferencia con lo que estamos viendo ahora con la tentativa de achacar las responsabilidades del caso McCarrick a Juan Pablo II, a Benedicto XVI y al que suscribe. El único que queda libre de sospecha en el relato de la Secretaría de Estado, así como de acusaciones siquiera indirectas y de la menor sombra de encubrimiento, es el Argentino.

Sería conveniente constituir una comisión independiente, como esperaba el episcopado estadounidense en noviembre de 2018 pero fue firmemente impedido por la Congregación de los Obispos por orden de Begoglio, que investigase este caso libre de influencias externas y sin ocultar pruebas decisivas. Con todo, dudo que se hiciera caso de unas improbables esperanzas de la Conferencia Episcopal de EE.UU., dado que entre los purpurados del próximo consistorio está el arzobispo de Washington, ejecutor de las órdenes de Santa Marta, junto a los fidelísimos siervos Cupich y Tobin.

Si realmente se arrojara luz sobre todo el asunto, se derrumbaría el castillo de naipes levantado en los últimos años, y se revelaría así la complicidad de altísimos miembros de la Jerarquía, así como la relación con el Partido Demócrata y con la izquierda internacional. Se confirmaría, en suma, lo que muchos no se atreven todavía a admitir: cuál es la labor desempeñada por la iglesia profunda desde la elección de Juan XXIII, sentando las bases teológicas y el clima eclesial que permitiría subordinar la Iglesia al Nuevo Orden Mundial y sustituir al Papa por el falso profeta del Anticristo. Si no ha sucedido aún del todo, no podemos sino dar gracias a la Providencia.

HONRADEZ INTELECTUAL

Supongo que los moderados –tan callados hoy con relación al Covid 19 como para denunciar los fraudes electorales o la farsa del informe McCarrick– se horrorizarán al ver que se pone en tela de juicio el Concilio Vaticano II. También se horrorizan los demócratas cuando se critican las leyes por las que Estados Unidos ha contrariado la voluntad de los votantes. Se horrorizan igualmente los sedicentes expertos cuando se rebaten sus afirmaciones que contrastan con la verdad científica y la evidencia epidemiológica. Se horrorizan los partidarios de la acogida a los inmigrantes ilegales cuando se les hacen ver las estadísticas de homicidios, violaciones, actos violentos y robos cometidos por inmigrantes irregulares. Y se horrorizan los partidarios del lobby gay cuando se pone de manifiesto que los delitos penales de abuso cometidos por sacerdotes son obra de un elevado porcentaje de homosexuales. Ante este rasgado general de vestiduras, me gustaría recordar que bastaría un poco de honradez intelectual y un poco de juicio crítico para reconocer la evidencia por dolorosa que sea.

RELACIÓN ENTRE HEREJÍA Y SODOMÍA

Esta relación intrínseca entre desviación doctrinal y desviación moral se ha hecho evidente con motivo del enfrentamiento con los encubridores del caso McCarrick; los implicados son casi siempre los mismos, tienen los mismos vicios contra la Fe y la moral. Se defienden, se encubren y se promueven unos a otros porque forman parte de un verdadero lobby, o sea, un grupo de poder capaz de influir para su propia ventaja en la acción de los legisladores y en las decisiones del Gobierno y de los máximos órganos de administración.

En el terreno eclesiástico, el lobby se ocupa de eliminar la condena moral de la sodomía, haciéndolo ante todo en su propio provecho, ya que está compuesto en su mayoría de sodomitas. Se adapta al proyecto político de legalizar las aspiraciones de los movimientos LGTB promovidos por políticos no menos viciosos. Es también evidente el papel que ha desempeñado en las últimas décadas la Iglesia Católica –mejor dicho, su parte desviada moral y doctrinalmente– abriendo la ventana de Overton con la homosexualidad, de manera que el pecado contra natura que siempre condenó dejara de ser reconocido en los cada vez más frecuentes escándalos. Si hace cuarenta años causaba horror la noticia de los abusos cometidos por un sacerdote contra un muchacho, desde hace unos años la prensa informa de la irrupción de la policía vaticana en el apartamento del secretario del cardenal Coccopalmerio en el Palacio del Santo Oficio, donde se celebraba una orgía de sacerdotes con drogas y prostitutas. De ahí sólo habrá un paso a la legalización de la pedofilia que desean algunos políticos. El terreno se ha abonado con la teorización de presuntos derechos sexuales de los menores, la imposición de la educación sexual en la escuela primaria por recomendación de la ONU y los intentos de legislar en los parlamentos para reducir la edad de consentimiento, que van todos en una misma dirección. Algún ingenuo –suponiendo que todavía se pueda hablar de ingenuidad– dirá que la Iglesia jamás podrá estar a favor de la corrupción de menores porque ello contradiría el perenne Magisterio católico; pero me limitaré a recordar lo que hace apenas unos años se decía de los supuestos matrimonios homosexuales, la ordenación de mujeres, el celibato eclesiástico y la abolición de la pena de muerte y todo lo que hoy se dice impunemente ante el aplauso del mundo.

LA TRAMA McCARRICK

Lo que señala el informe no es tanto su contenido como lo que calla y oculta tras una montaña de documentos y testimonios, por espeluznantes que sean. Muchos periodistas, y muchísimos eclesiásticos, tenían conocimiento de la escandalosa vida del hombre del capelo rojo, y aun así lo consideraban, maquiavélicamente, útil para los intereses del Partido Demócrata, expresión del estado profundo y del progresismo católico de la iglesia profunda. En el Washingtonian se pudo leer en 2004: «Con un católico polémico en la carrera por la presidencia (John Kerry), el cardenal está considerado por muchos el hombre del Vaticano en Washington, y podría cumplir un papel importante en la selección del próximo papa» (ver aquí). Papel orgullosamente reivindicado en discurso pronunciado el 11 de octubre de 2013 en la Universidad Vilanova y que hoy, con el cardenal Farrell ascendido a camarlengo de la Santa Romana Iglesia por nombramiento de Bergoglio podría concretarse una vez más. Teniendo en cuenta las relaciones de fidelidad que se consolidan entre los miembros de la mafia rosa, es razonable pensar que McCarrick esté todavía en situación de poder intervenir en la elección del Pontífice no sólo mediante la red de amigos y cómplices, algunos de ellos cardenales electores, sino también de participar activamente en el cónclave y en su preparación.

No debemos extrañarnos de que después de constatar el fraude en la elección del presidente de los EE.UU. alguno tratara de manipular también la elección del Sumo Pontífice. No olvidemos que, como ya han señalado varias fuentes, en la cuarta votación del segundo día del último cónclave apareciera una irregularidad en el cómputo de los votos, que se solucionara con una nueva votación, anulando lo previsto en la constitución apostólica Universi Dominici gregis promulgada por Juan Pablo II en 1996.

Es significativo, sin embargo, que si por un lado McCarrick ha sido relevado de sus funciones y reside en un lugar desconocido (donde puede proseguir sin problemas sus funciones paradiplomáticas por cuenta del estado profundo y la iglesia profunda bajo las anónimas vestiduras de laico), por otro todos los que gracias a McCarrick han hecho carrera en la Iglesia siguen en su puesto y hasta han sido ascendidos. Todos estos personajes a los que ha promovido en razón de un modo de vida común y unas mismas intenciones. Todos son chantajeables y chantajistas gracias a los secretos que han llegado a conocer desde su posición. Algunos podrían tal vez ser obligados a obedecer al Sr. McCarrick si él los pone entre la espada y la pared o puede corromperlos con las ingentes cantidades de dinero que tiene a su disposición, aunque ya no sea príncipe de la Iglesia.

La trama urdida por este cardenal está como vemos en condiciones de interferir y actuar en la vida de la Iglesia y de la sociedad, con la ventaja de haber cargado sobre un conveniente chivo expiatorio todas las culpas de la mafia rosa y de que está pareja ajena a las acusaciones de abuso. Pero basta con traspasar la cancela de la Puerta Angélica para toparse con personajes impresentables, algunos de los cuales han sido llamados al Vaticano para sustraerlos a las investigaciones que pendían sobre ellos en el extranjero. Otros son, además, asiduos a la Casa Santa Marta, o cumplen funciones directivas, consolidando la trama de connivencias y complicidades bajo la mirada consentidora del Príncipe. Por otro lado, el hincapié en la labor moralizadora de Bergoglio se estrella contra la cruda realidad de que nada ha cambiado tras la Muralla Leonina en vista de la protección de que gozan entre otros Peña Parra y Zanchetta.

NO SE HA CONDENADO LA SODOMÍA

Algunos comentaristas han señalado con razón un dato desgarrador: que los delitos por los que se ha juzgado a McCarrick sólo tienen que ver con los abusos de menores, mientras que las relaciones contra natura cometidas con adultos con mutuo consentimiento se aceptan y toleran como si tal cosa, como si tan deplorables actos inmorales y sacrílegos de sodomía realizados por sacerdotes no merecieran condena, sino sólo la imprudencia de no haber sabido mantenerlo en el secreto de las cuatro paredes domésticas. A su debido tiempo también habrá que pedir cuentas a los responsables. Sobre todo teniendo en cuenta la cada vez más patente voluntad de Bergoglio de aplicar un enfoque pastoral laxista, según el método experimentado con Amoris laetitia, derogando la condena moral de la sodomía.

LOS CULPABLES Y LAS VÍCTIMAS DE LOS ESCÁNDALOS

La paradoja que surge de los escándalos del clero es que lo que menos preocupa al círculo mágico de Bergoglio es hacer justicia a las víctimas, no sólo compensándolas (cosa que tampoco hacen los culpables; lo han hecho las diócesis con el dinero de los fieles) sino también castigando de modo ejemplar a los culpables. Y no sólo habría que castigar los delitos reconocidos en el código penal por las leyes de los estados, sino también los delitos morales a causa de los cuales personas mayores de edad han sido inducidas por ministros sagrados a cometer pecados graves. ¿Quién curará las heridas del alma, quién lavará las manchas de impureza de tantos jóvenes, entre los que hay seminaristas y sacerdotes? Parece por el contrario sólo se consideran verdaderas víctimas los que han sido sorprendidos y expuestos a la vergüenza pública; se sienten afectados en sus intereses, en sus intrigas, en tanto que sólo se considera culpables a quienes han denunciado los escándalos, quienes han pedido justicia y verdad, empezando por sacerdotes que han sido alejados o privados de la cura de almas por haber tenido la osadía de informar a su obispo de las perversiones de uno de sus hermanos.

LA SANTA IGLESIA ES VÍCTIMA DE LOS DELITOS DE SUS MINISTROS

Hay, además, otra víctima completamente inocente de estos escándalos: la Santa Iglesia. La imagen de la Esposa de Cristo ha sido cubierta de fango, ultrajada, humillada y desacreditada porque quienes han cometido esos delitos disfrutaban de la confianza que despertaba el hábito que vestían, valiéndose de su posición de sacerdote o prelado para atrapar y corromper almas. De ese descrédito de la Iglesia son también culpables cuantos en el Vaticano, en las diócesis, los conventos, las escuelas católicas y las diversas organizaciones religiosas –pensemos en los Boy Scouts– no han extirpado de raíz esa plaga y la han ocultado y negado. Es ya evidente que esta invasión de homosexuales y pervertidos ha sido programada y prevista; no se trata de un hecho fortuito debido a una falta de control, sino de un plan concreto de infiltración sistemática de la Iglesia para demolerla desde dentro. De ella tendrán que responder al Señor aquellos a los cuales había confiado el gobierno de su Esposa.

Con todo, nuestros adversarios olvidan que la Iglesia no es una agrupación de personas sin rostro que obedecen ciegamente a mercenarios, sino un Cuerpo vivo con una Cabeza divina, Nuestro Señor Jesucristo. Pensar que se pueda matar a la Esposa de Cristo sin que intervenga el Esposo es una locura que sólo Satanás puede creer posible. De hecho, él mismo se dará cuenta al crucificarla y cubrirla de esputos y latigazos así como crucificó al Salvador hace dos mil años, está sellando su derrota definitiva. O mors, ero mors tua; morsus tuus ero, inferne.

+Carlo Maria Viganò, arzobispo

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)