El pasado 12 de noviembre la Santa Sede dedicó un amplio y documentado informe al caso McCarrick, cuestión que ha concluido con la reducción al estado seglar del cardenal estadounidense culpable de actos de pedofilia. Entre los numerosos comentarios suscitados, uno de los razonables es el de Ricardo Cascioli en La nuova bussola del pasado día 13: «A la espera de que aparezcan más revelaciones y detalles relativos al ex cardenal arzobispo de Washington Theodore McCarrick –escribe Cascioli–, saltan a la vista dos cuestiones, ambas ligadas a la homosexualidad: la primera es la tolerancia de la práctica homosexual, incluso en el clero; la segunda es la ocultación de la existencia de un lobby gay y de un sistema que favorece trayectoria profesional de eclesiásticos con esa tendencia.
Con respecto a lo primero, aunque el informe presenta a McCarrick como abusador en serie, la gran reacción no se produjo hasta que en 2017 se realizó la primera denuncia por abusos a un menor.
En la práctica se dice que los comportamientos inmorales entre adultos no están bien, pero al fin y al cabo se toleran; en cambio, las alarmas saltan cuando la víctima del abuso es un menor de edad, en cuyo caso se castiga severamente por la vía penal. Como si los numerosísimos sacerdotes que han compartido lecho con McCarrick, y condenados por ello a una vida sacerdotal como mínimo desequilibrada, carecieran de importancia. Como si la devastación moral y de la fe provocada por un obispo abusador –vocaciones perdidas, sacerdotes que repetirán a su vez los abusos, nombramientos episcopales manchados por relaciones morbosas– fueran un problema de menor cuantía. Cierto es que se alzaban con insistencia voces que desaconsejaban la promoción de McCarrick a sedes prestigiosas, pero la alarma no saltó hasta que entre los acusadores apareció un menor de edad.
Es gravísimo que el problema se aborde de esa manera, haciendo caso omiso de que el segundo delito –los abusos contra menores– es hijo del primero.
Por lo que respecta al segundo aspecto, la reconstrucción del asunto McCarrick confirma que por supuesto se trata de un borrón en la historia de la Iglesia, pero con todo es un episodio que gracias a las medidas fijadas sobre todo por el papa Francisco difícilmente podrá volver a suceder. Según el vaticanista Tornielli, es «una dolorosa página de la cual la Iglesia aprende».
Es dudoso, sobre todo porque se ha hecho la vista gorda al hecho de que lo que ha permitido la imparable trayectoria de McCarrick es una trama de poder que se conoce por el nombre de lobby gay, que favorece el nombramiento y la promoción de obispos con unas características determinadas. La lectura del informe publicado ayer da a entender que el caso McCarrick es fruto de la combinación de una serie de factores: la personalidad exuberante (por usar un eufemismo) del personaje, la falta de normas claras, la imprecisión de las acusaciones, los errores de buena fe del Papa, la flaqueza de otros para gobernar… Desde luego, cada uno de estos elementos ha tenido su peso, pero el verdadero problema es que si no existiera una trama de relaciones y complicidades a diversos niveles la trayectoria de algunos habría resultado poco menos que imposible.»
Suscribo las observaciones de Cascioli y me limito a releer lo que escribí en Corrispondenza Romana el 3 de julio de 2013, cuatro meses después de la elección del papa Francisco, cuando él empleó la expresión lobby gay: «La actitud de ciertas autoridades eclesiásticas deja estupefacto. Cuando tienen conocimiento de una situación inmoral en una parroquia, un colegio o un seminario no proceden a averiguar la verdad, despedir al culpable y limpiar la suciedad. Se limitan a expresar su molestia o su desaprobación, por quien ha denunciado el mal, y en el mejor de los casos se limitan a tener en cuenta la manera en que puede afectar a la justicia civil, por temor a verse metidos en un pleito. Callan sobre algo que tiene ante todo importancia moral y canónica. Su lema podría ser tolerancia cero para los pedófilos y tolerancia máxima para los homosexuales. Estos últimos siguen ejerciendo tranquilamente sus cargos de párrocos, obispos y directores de colegio, formando a la homomafia que el papa Francisco califica de lobby gay.
La afirmación del Papa va más allá de la grave denuncia sobre suciedad en la Iglesia que hizo el cardenal Ratzinger el Viernes Santo de 2005 en vísperas de su elección al pontificado. También en ese caso el futuro Benedicto XVI quiso desde luego referirse a la plaga moral que en forma de pedofilia, efebofilia o simple homosexualidad se está propagando por la Iglesia. Pero las declaraciones de Francisco tienen más alcance y enlazan con las de Pablo VI en la homilía del 29 de junio de 1972, cuando afirmó que por alguna grieta había penetrado en el templo de Dios el humo de Satanás. Lo que sucediendo no es ni más ni menos que la consecuencia de aquel humo de Satanás que hoy envuelve y sofoca a la Iglesia. ¿Tomará el papa Francisco cartas en el asunto? Ésta es la dolorosa pregunta de todos los que rezan y combaten por una auténtica reforma doctrinal y moral del Cuerpo Místico de Cristo».
Planteamos esa interrogante en julio de 2013. Han pasado ocho años, y durante el pontificado de Francisco se ha agravado la situación. Ha promovido el lobby gay que entonces parecía reprobar, y las únicas veces que ha intervenido la Santa Sede, como en el caso de McCarrick, han tenido que ver con casos de pedofilia, no de homosexualidad. Habría sido de más utilidad un informe de 450 páginas no sobre el caso McCarrick sino sobre lo que un estudioso polaco de este fenómeno, el padre Dario Oko, ha definido como la homoherejía que ya se ha propagado por la Iglesia.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)