Y volvemos de nuevo a lo mismo. Se acercan nuevas restricciones, confinamientos, cierres. Nadie sabe cuánto tiempo durarán y si realmente serán capaces de derrotar al virus. Es una de las horas más negras de la historia reciente de la humanidad, el primer bloqueo a escala global. España es sólo uno de los teatros de una operación planetaria cuya magnitud, simultaneidad e irradiación nos dejan consternados. Como ratones o topos, estamos reducidos a vivir bajo tierra, sin luz, sin futuro y con muy pocas esperanzas, lejos el uno del otro. La soledad hace que el estado de ansiedad generalizada sea más grave. La dificultad de comunicación es un problema más, enfatizado por prohibiciones e imposiciones que ahora han cruzado la fina línea entre emergencia e imposición arbitraria.
La diferencia, comparada con hace unos meses, es el cansancio, un abatimiento masivo sobre el que aprovecha el poder para encerrarnos cada día más, reprimir los reflejos de la vida y criminalizar las reacciones que, aquí y allá, comienzan a surgir: las primeras grietas en la pared del miedo, el egoísmo y el silencio de una población que ha envejecido repentinamente.
Vamos por el camino de ser una generación perdida. Cuánto me entristece ver aumentar a la gente que vive en la precariedad, que para los más poderosos son sólo puntos a merced del viento. Millones de personas se ven obligadas a competir por trabajos pagados a cinco, a cuatro euros la hora, a merced de un confinamiento que los deja desesperados. Lo que es más, está prohibido quejarse. Manifestarse, expone a consecuencias penales por el riesgo de contagio; la gente está dividida entre llorones que se lamentan, controladores vigilantes y una multitud de personas temerosas. El cambio de rumbo de la comunicación es sorprendente: hemos pasado del estúpido optimismo de la primavera, en el que el lema que circulaba fue "todo acabará bien", a la catástrofe de hoy. Más sorprendente aún es el cambio de ritmo unánime a nivel internacional, que no puede ser el resultado exclusivo de la segunda ola viral. Vivimos un sueño destrozado de libertad que me recuerda un verso de Virgilio en el capítulo II de la Eneida: “una salus victis, nullam sperare salutem” ("Para los vencidos no hay más salvación que no esperar salvación alguna"). Y dicho esto, ya sólo me queda afirmar con contundencia que las personas que no queremos vivir como ratones tenemos el deber de unirnos. Igual que Karl Marx hizo un llamamiento a la unidad de los proletarios de todos los países, todo lo que tenemos que hacer los que aún conservamos la conciencia de nosotros mismos, es clamar por la unión de los nuevos condenados de la tierra en la era del virus y el Nuevo Orden Mundial. Estamos, en efecto, ante la gigantesca transformación del mundo y de la vida planeada y pensada desde hace mucho tiempo, cuya realización ha experimentado una poderosa aceleración debido al coronavirus.
El poder no sabe o no puede (¿o no quiere?) detener el contagio, mientras que cada minuto que pasa hay más pobreza; el odio y la estupidez de la bestia que se ha convertido en masa, crece; y el horizonte de esperanza se sitúa cada vez más lejos. Escuchamos frecuentemente que reanudaremos nuestras vidas “cuando" llegue el dinero prometido por la UE, "cuándo" el gobierno cambie, cuando pase la pandemia, cuando la economía se reanude. Vivimos condicionalmente, esperando un milagro de la ciencia o la intercesión de un nigromante o de un bondadoso brujo. Ilusiones, espejismos de oasis, oasis en el desierto.
Algunas señales positivas aparecen en la reacción de algunos segmentos de la población a las nuevas medidas de confinamiento y destrucción del tejido social y económico. En el horizonte hay un conflicto entre el poder (que es la tropa de los que están a cargo de todo) y todos los demás. Es repugnante culpar a la población, especialmente a los jóvenes y a todos los que tienen que trabajar, de la segunda ola del virus; mientras que las voces de quienes denuncian el aumento de la mortalidad por todas las demás enfermedades que parecen olvidarse, permanecen sin ser escuchadas. Los mismos que hoy se sienten resguardados de todo esto por ahora, corren el riesgo de ser los perdedores del mañana si la crisis continúa. Una crisis cuyo principal componente es el miedo, alimentado por una información burdamente tendenciosa y por ocultaciones flagrantes, amén de la absoluta prohibición totalitaria de cualquier crítica. Todos los medios en masa están en ello.
La ansiedad y la depresión están avanzando. Estoy convencido de que el alcohol y los paraísos artificiales se están extendiendo: un síntoma de infiernos que ocupan el corazón y el alma. Todo lo que queda es reaccionar y hacerse la pregunta fatídica: ¿tiene sentido no vivir para no morir? ¿Es un vivir así digno de nuestra condición humana? La prudencia y la profilaxis individual frente al virus son un deber, como la investigación médica; pero la prolongada y terrible pérdida de libertad va cavando zanjas que serán muy difíciles de salvar, mientras que millones de personas tiemblan ante la perspectiva de que ya no tengan ingresos, y tantas personas mayores sientan terror ante la perspectiva de hospitalización, abandono, supervivencia sin sentido, lejos de las personas y cosas que llenaron la vida hasta el fatídico febrero. ¿Qué hago ya aquí?, me decía un jovencísimo anciano que paseaba solitario y enmascarado. No puedo ver a los nietos, no puedo reunirme con nadie. Me han dejado solo.
Por lo tanto, debemos estar del lado de aquellos que exigen libertad. Una libertad que no es en absoluto filosófica, sino la posibilidad concreta de hacer gestos diarios: moverse, trabajar, comunicarse, amar, discutir; en una palabra, vivir. Libertad concreta. Todo lo que queda es valor y un amor indomable por las libertades. Si hay algo común a todos los disidentes hoy en día, es el repudio a las limitaciones cada vez más sofocantes de las libertades elementales. En realidad, no importa de dónde viene todo el mundo, cuál es el trasfondo cultural, civil y político de nuestra ascendencia. Es importante que vayamos al mismo lado y reconozcamos a un enemigo común. Tenemos que saber diferenciar entre el enemigo absoluto, y el que es tan sólo un adversario contra el que uno puede discrepar e incluso enfrentarse, reanudando después el viaje unidos sobre diferentes bases.
Un enemigo absoluto son aquellos que están usando el virus como arma letal para cambiar nuestras vidas a peor, e imponer una agenda de reformulación antropológica. Esto no es, por supuesto, lo que moverá a las multitudes. Si nace la oposición, se ocultará en torno a demandas muy simples: trabajo, libertad de circulación, retorno a la normalidad en la medida de lo posible, ayuda inmediata a quienes están entrando en la espiral de la pobreza e incluso la miseria. Sin embargo, no podemos olvidar que lo que estamos experimentando responde a lógicas cada vez menos oscuras y más perturbadoras.
Aglutinados junto a los objetivos y propósitos de la operación Covid19 (independientemente del origen del virus) se encuentran la vacunación masiva, la instauración de un modelo económico y productivo caracterizado por el cambio energético y la inutilidad de las grandes masas humanas, la transición a la digitalización total, la generalización de la soledad del teletrabajo, la robotización, alguna forma de ingresos universales que se gastarán en los canales preestablecidos, el declive demográfico, la represión de los disidentes con el pretexto de la protección de la salud.
Es importante señalar que Covid 19 es un campo de batalla en el que la salud de los pueblos del mundo cuenta relativamente, en el que las aplicaciones relacionadas con el seguimiento de infecciones y en el que la digitalización progresiva de la vida cotidiana produce un aumento constante en la capacidad de controlar y monitorear a cada ser humano. Y la transformación está enmascarada detrás de utopías moralistas y humanitarias, no lo olvidemos.
A pesar de esta reflexión yo no creo excesivamente en las tramas y los complots, no me considero un “conspiranoico”. Pero tampoco creo mucho en los profetas contemporáneos Pero sí creo que es necesario apoyar, más allá de las ideologías de referencia, cualquier movimiento social y de opinión que amplíe y difunda la voz de la gente, empezando por las categorías más expuestas a las medidas gubernamentales, destinadas, a pesar de sí mismas, a convertirse en avanzadilla de la solución.
También es necesario que en estas etapas de represión, vayan en cabeza las personas menos expuestas a ser chantajeadas en términos de carrera y futuro. Es una tarea en la que los jóvenes más combativos tendrán que estar acompañados por los ancianos, el último gran servicio desinteresado que estos últimos llevarán a cabo en nombre de su propio pueblo. No se puede esperar para comenzar, ni temer por la perseverancia. El cielo nunca deja rendijas tan cerradas que la esperanza no pueda entreabrir.
Finalmente, y llegando a la perspectiva pastoral, he de hacer constar que entre los servicios prescindibles y las cosas necesariamente cambiables, los adalides de la batalla del covid han colocado a la Iglesia y al culto. Cierre prolongado de bares por reducir el riego de contagio. Y por idéntico motivo, cierre más o menos camuflado del culto religioso y de la asistencia religiosa. Igual que nos estremecemos al ver la magnitud de la ruina del turismo y de los bares, restaurantes y servicios análogos, una ruina difícilmente reversible, somos muchos los que en el ámbito religioso nos estremecemos al ver cómo los enemigos de la religión han aprovechado el covid para asestarle a la Iglesia un mazazo del que difícilmente podrán recuperarse. Porque la respuesta de los que servimos a la Iglesia no es de resistencia, sino de acomodación a las restricciones. Ni los dueños de bares y restaurantes que se manifiestan contra las restricciones (¡tan selectivas!) reman a favor del covid, ni tampoco remamos a favor del covid los sacerdotes y fieles que manifestamos nuestro disgusto por la salvaje restricción del culto y de la asistencia espiritual.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
Párroco del Fondo de Santa Coloma de Gramenet