El mundo en el que vivimos está, por decirlo con una expresión evangélica, «dividido contra sí mismo» (Mt.12,25). A mi juicio, esta división se compone de realidad y de ficción: por un lado la realidad objetiva, y por otra la ficción mediática. Esto se aplica también a la pandemia, la cual el filósofo Giorgio Agamben ha analizado en la compilación de intervenciones titulada A che punto stiamo, recientemente publicada por la editorial Quodlibet, pero se aplica mejor todavía a la surrealista situación política de los EE.UU., en la cual las pruebas de un un enorme fraude electoral han sido impunemente censuradas en los medios informativos dando por hecho la victoria de Joe Biden.
La realidad del Covid contrasta claramente con lo que nos quieren hacer creer los medios que siguen la línea oficial, pero ello no es suficiente para desmontar el gigantesco montaje de falsedades que ha sido aceptado con resignación por la mayor parte de la población. La realidad de los fraudes electorales, de las evidentes violaciones del reglamento y la falsificación sistemática de los resultados contrasta a su vez con el discurso de los gigantes de la información, para los cuales Joe Biden es el nuevo presidente de los Estados Unidos, y punto. Y así tiene que ser: no hay alternativas a la presunta furia devastadora de una gripe estacional que ha causado el mismo número de víctimas mortales que el año pasado, ni a la irremediabilidad de la elección de un candidato corrupto y sometido al estado profundo. Tanto es así que Biden ya ha prometido restablecer el confinamiento en los EE.UU.
No se tiene en cuenta la realidad, se prescinde totalmente de ella, dado que se interpone entre el plan y su realización. El Covid y Biden son dos hologramas, dos creaciones artificiales listas en todo momento para ajustarse a las exigencias del momento y ser sustituidas respectivamente por el Covid 21 y por Kamala Harris. Se lanzan acusaciones de irresponsabilidad por la celebración de mítines de partidarios de Trump, pero no pasa nada si en la vía pública se concentran los de Biden, como ya sucedió en EE.UU. con las manifestaciones del movimiento Black Lives Matter y en Italia con las celebraciones partidistas del 25 de abril. Lo que para algunos es delito, a otros se les consiente sin dar explicaciones, sin lógica y sin criterios racionales. Porque el mero hecho de votar por Biden, de ponerse la mascarilla, es un salvoconducto absoluto; en cambio, si se es de derecha, se vota por Trump o se pone en duda la eficacia de las pruebas PCR es un motivo de condena que no requiere pruebas ni proceso. Automáticamente te tildan de fascista, soberanista, populista y negacionista, estigma social ante el que deben retirarse en silencio cuantos son objeto de él.
Volvamos a la división entre buenos y malos que es objeto de ridiculización cuando es afirmada por una parte –la nuestra– y erigida en postulado incontestable cuando la emplean nuestros adversarios. Ya lo vimos con los comentarios desdeñosos a mis palabras sobre los hijos de la Luz y los hijos de las tinieblas, como si mi tono apocalíptico fuera fruto de una mente delirante en lugar de la simple constatación de la realidad. Pero al rechazar con desdén esta división bíblica de la humanidad la han confirmado, limitándose a arrogarse el derecho de conceder patentes de legitimidad social, política y religiosa.
Los buenos son ellos, aunque propugnen el asesinato de inocentes, y nosotros tendremos que darles la razón. Los demócratas son ellos, aunque para ganar las elecciones tengan que recurrir siempre a fraudes que saltan a la vista. Los paladines de la libertad son ellos, aunque nos la vayan cercenando día a día. Los honrados y objetivos son ellos, aunque su corrupción y sus delitos los ven ya hasta los ciegos. La actitud dogmática que desprecian y ridiculizan en otros es algo indiscutible e incontrovertible cuando son ellos quienes la promueven.
Pero como ya tuve oportunidad de decir, olvidan un pequeño detalle que no alcanzan a comprender: la verdad existe de por sí independientemente de quien le dé crédito, porque por sí misma, ontológicamente, tiene su propia razón de validez. La verdad no se puede negar, porque es un atributo de Dios, es Dios mismo. Y todo lo que es verdadero participa de esa primacía sobre la mentira. Por tanto, teológica y filosóficamente podemos tener la certeza de que esos engaños tienen las horas contadas, porque bastará arrojar luz sobre ellos para que se desmoronen. Luz y tinieblas, ni más ni menos. Dejemos ahora que se arroje luz sobre las imposturas de Biden y los demócratas sin dar un paso atrás. El fraude que han tramado contra Trump y contra Estados Unidos no podrá sostenerse por mucho tiempo, como tampoco se sostendrán los fraudes mundiales del Covid, la culpa de la dictadura china, la complicidad de los corruptos y los traidores y el sometimiento de la iglesia profunda.
En medio de este panorama de mentiras erigidas en sistema y propagadas por los medios con un descaro desconcertante, la elección de Joe Biden no es sólo algo que desean, sino que se considera inevitable, y por tanto verdadera y definitiva. Aunque no haya terminado el escrutinio; aunque el control de votos y las denuncias de fraude no hayan hecho más que comenzar; Biden tiene que ser presidente, porque así lo han decidido ellos: el voto de los estadounidenses sólo es válido si lo ratifica este discurso; de lo contrario se convierte en deriva plebiscitaria, en populismo, en fascismo.
No sorprende, pues, el entusiasmo grosero y violento con que exultan los demócratas por su candidato in pectore, ni la incontenible satisfacción de los medios informativos y los comentaristas oficiales, como tampoco la constatación de sometimiento cómplice y adulador al estado profundo por parte de los dirigentes políticos de medio mundo. Asistimos a una competición a ver quién llega primero, abriéndose paso a codazos para hacer alarde, para hacer ver que siempre se creyó en la victoria aplastante del títere demócrata.
Pero si la actitud lisonjera de los jefes de estado y secretarios de partido es parte del trillado guión de la izquierda internacional, desconciertan sobremanera las declaraciones de la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos, las cuales se apresuró a reproducir la agencia Vatican News, que con inquietante cortedad de miras se atribuyen el mérito de haber apoyado al segundo presidente católico en la historia de los EE.UU., olvidando el importante detalle de que Biden es un abortista empedernido y apoya la ideología LGTB y el mundialismo anticatólico.
José H. Gómez, arzobispo de Los Ángeles, profanando la memoria de los mártires cristeros de su país natal, sentencia lapidario: «El pueblo estadounidense ha hablado». Qué más dan los fraudes electorales denunciados y sobradamente probados; el fastidioso formalismo del voto popular, si bien adulterado de mil maneras, se considera concluido en favor del abanderado del pensamiento único. Hemos leído, y nos ha causado náuseas, los mensajes de James Martin SJ y de toda la caterva de aduladores impacientes por subirse al carro de la victoria para compartir con Biden el efímero triunfo. A quien disiente, a quien pide claridad, a quien recurre a las autoridades judiciales para hacer valer sus derechos no se le reconoce legitimidad, y se ve obligado a callar, resignarse y desaparecer. Peor aún: tiene que sumarse al coro exultante, aplaudir y sonreír. Quien no acepta, atenta contra la democracia y es condenado al ostracismo. Como se ve, sigue habiendo dos bandos, pero esta vez es algo legítimo e indiscutibles porque son ellos los que lo imponen.
Resulta significativo que la Conferencia Episcopal de EE.UU. y la organización abortista Planned Parenthood expresen satisfacción por la presunta victoria electoral de la misma persona. Tal unanimidad recuerda el apoyo entusiasta de las logias masónicas a la elección de Jorge Mario Bergoglio, que tampoco estuvo exenta de sospechas de fraude en el cónclave y era igualmente deseada por el estado profundo, como es sabido por los correos de John Podesta y los vínculos de McCarrick y sus compinches con los demócratas y con el propio Biden. Dios los cría y ellos se juntan.
Con estas palabras se confirma y sella la impía alianza entre el estado profundo y la iglesia profunda, el sometimiento de la cúpula de la jerarquía católica al Nuevo Orden Mundial renegando de las enseñanzas de Cristo y de la doctrina de la Iglesia. El primer e ineludible paso para entender la complejidad de lo que actualmente sucede y verlo desde una perspectiva sobrenatural y escatológica es darse cuenta de ello. Sabemos y creemos firmemente que Cristo, única Luz verdadera del mundo, ya ha vencido a las tinieblas que lo ocultan.
+Carlo Maria Viganò, arzobispo
8 de noviembre de 2020, domingo XXIII después de Pentecostés