MAGNO se denomina a Alberto de Bolstadt o de Lauingen, y en verdad que el epíteto le cuadra perfectamente por su inteligen cia, una de las más preclaras y cultivadas de todos los tiem pos; por la eminente santidad de su vida y de su prodigiosa actividad apostólica; por la originalidad y valentía de sus concepciones filosóficas y por la profunda influencia que ejerció sobre el pensamiento y el movimiento intelectual de su siglo. Verdadero Aristóteles cristiano, domina a sus más ilustres contemporáneos por su vasta erudición, por la irradiación de su apostolado científico, por la distinción y armonía que supo establecer entre la filosofía y la teología, y por la introducción del aristotelismo cristianizado en la enseñanza de la ciencia sagrada.
Muy pronto invadió la leyenda el campo de su vida, atribuyéndole invenciones extraordinarias, construcción de edificios sumamente artísticos y hasta obras de magia fabulosas. Popularizado por biografías cuajadas de hechos tan portentosos, vino a ser una especie de alquimista y mago: todo lo cual no denota sino una manera, inadecuada si se quiere, pero al fin algo fundada, de apreciar su afición a la observación y a la experiencia de laboratorio y su conocimiento de la naturaleza. En realidad, la historia de Alberto Magno resulta en muchos puntos incompleta y oscura por falta de documentos precisos, y por datos legendarios que aquí destacaremos.
ESTUDIANTE EN PADUA Y DOMINICO
ALBERTO Magno nació en 1206 —en 1193, según algunos historiadores— en Lauingen, modesta población de la provincia de Suabia, al noroeste de Augsburgo. Era el primogénito de la familia del condede Bolstadt, caballero rico y poderoso, muy adicto al emperador Federi co II. La primera educación en nada se diferenció de la que recibían en la Edad Media los hijos de familia noble; muy temprano fué enviado a la Universidad de Padua, bajo la tutela de un tío suyo, para estudiar allí letras, ciencias y medicina, por las que sentía gran atractivo. Su padre entretanto hallábase guerreando en Normandía a favor de su señor feudal. En ciertas obras que más tarde compuso Alberto, hallamos recuerdos y alusiones referentes a esta primera estancia en Italia. El estudiante se muestra en ellas atento observador de los fenómenos de la naturaleza, apasionado por el estudio de las ciencias físicas, ansioso de conocer y comprobar sus leyes. Este ardor por la posesión del saber humano no sirvió lo más mínimo de estorbo a su piedad, a pesar del ambiente peligroso para las buenas costumbres; gracias a la especial protección de la Santísima Virgen, conservó intacto el preciado tesoro de la pureza.
No tardó mucho en sentir en su alma el llamamiento divino que le movía a despedirse para siempre de la familia y del mundo, y trocar su vida seglar por la del claustro, más perfecta y más en armonía con sus inclinaciones. Después de encomendarse a la Santísima Virgen mucho tiempo y de consultar a los religiosos que dirigían su conciencia, Alberto no titubeó: llamaría a las puertas de la Orden dominicana y solicitaría humildemente su ingreso. Sin embargo, su vocación tropezó con serias dificultades: su tío y sus padres se opusieron tenazmente. Pero en los primeros meses de 1223, la santidad, el prestigio irresistible, la elocuencia arrebatadora del Beato Jordán de Sajonia, sucesor de Santo Domingo, triunfaron de toda suerte de obstáculos, y Alberto tomó el hábito de los Dominicos. El que lo ganara para la Orden, había adivinado asimismo las brillantes dotes de su nuevo recluta. No cabe duda de que Jordán de Sajonia se interesó de modo especial por los estudios de Alberto de Lauingen. No podemos precisar en qué convento siguió estudiando el heredero de los Bolstadt la filosofía y la teología; bien pudiera ser en el de Bolonia. Sea de ello lo que fuere, lo que hace a nuestro propósito es que su aprovechamiento fue sorprendente.
EL MAESTRO ALBERTO, EN LA UNIVERSIDAD DE PARÍS
De discípulo trocóse Alberto en catedrático hacia el año 1231 ó 32; leyó ciencia sagrada en los conventos de Hildesheim, Friburgo de Brisgovia, Ratisbona y Estrasburgo. En 1245 el Maestro General de los Dominicos le envió a París, al Colegio o Facultad teológica de Santiago, que era el centro intelectual más importante de la Orden y estaba incorporado a la Universidad desde 1229. La misión de Alberto era enseñar, en calidad de bachiller, a las órdenes de un maestro de teología, y a la vez ganar la cátedra. Sus lecciones obtuvieron rápidamente el éxito más lisonjero. Religiosos, clérigos, seglares y catedráticos acudían en tropel, ávidos de oírle.Cada domingo daba una conferencia a los estudiantes, y en ciertos días, si hemos de dar crédito a una tradición, las salas del convento eran insuficientes, por lo cual tenía que hablar al aire libre.
La celebridad del Maestro Alberto data de su estancia y de su profesorado en la Universidad parisina. Considérasele como uno de los mayores sabios de su siglo; el título de «doctor universal» que entonces se le otorgó muestra bien a las claras la admiración pasmosa suscitada ante sus contemporáneos y ante sus discípulos.
Al comentar Alberto el libro de las Sentencias, de Pedro Lombardo, concibió y dio principio durante su permanencia en París al proyecto de una vasta enciclopedia que abarcaría todo el acervo del humano saber, antiguo y contemporáneo, sojuzgado y coronado por la ciencia sagrada. Ese trabajo, verdaderamente gigantesco y atrevido para sólo un hombre, estaba casi rematado en 1256; Alberto siguió completándolo hasta el fin de su vida, resumiendo y adornando de mayor novedad toda la labor y conocimientos científicos de sus predecesores como Aristóteles, Avicena, Averroes, etc., mostrando con ello y por manera admirable la concordancia armoniosa de la ciencia con la fe en las diversas ramas del saber humano.
EN COLONIA.— EL PACIFICADOR. — PROVINCIALATO
Cuando al finalizar el año 1248 quedó encargado Alberto de organizar y dirigir el plan de los nuevos «Estudios generales», ordenado recientemente en Colonia para la formación intelectual superior de los religiosos dominicos, llevóse consigo a Santo Tomás de Aquino, siempre modesto, aplicado y silencioso. Algunos condiscípulos le apellidaron «el buey mudo de Sicilia», a lo cual el maestro les replicó en cierta ocasión: «Vosotros le llamáis buey mudo; llegará día en que el mundo entero retumbará con los mugidos de su doctrina». La verdad de esta profecía queda bien demostrada en la Iglesia desde hace siete siglos.
En lo sucesivo fue Colonia la residencia ordinaria de Alberto. Consagraba a la vez su prodigiosa actividad a la enseñanza, a la predicación, a la composición de obras teológicas, filosóficas y científicas, a la dirección de las almas, a la pacificación de los espíritus, y, cuando llegaba el caso, a la solución de inesperados y graves conflictos.
El arzobispo de Colonia, Conrado de Hochstaden, acudía con frecuencia a pedirle consejo sobre los graves deberes de su cargo episcopal. Como las excesivas pretensiones del prelado indispusieran alguna vez a la burguesía de la ciudad, la mediación de Alberto allanó las dificultades y dio a Colonia cinco años de paz. Esto ocurría en 1251. Nuevamente hubo de intervenir el fraile en 1258 para reconciliar a los adversarios; y al año siguiente, vérnosle figurar entre los firmantes del acuerdo comercial celebrado entre Colonia y Utrecht. Cuatro años más tarde, con motivo de una rebelión que aprisionó al arzobispo, castigó el Papa a la desventurada ciudad con el entredicho, y ahí tenemos otra vez a Alberto entre los árbitros encargados de resolver el conflicto. En otras localidades y en circunstancias distintas, pero sobre todo en Rcnania, se hizo nuestro Santo, por amor a las almas y por devoción a la Iglesia, pacificador de ciudades y apóstol de la justicia y de la caridad con sus habitantes. Así fué Alberto toda su vida.
El capítulo provincial de la Orden dominicana celebrado en Worms el año 1254, confióle los destinos de la provincia de Alemania, que a la sazón abarcaba Germania, Holanda, Flandes y Austria. En los tres años de mandato, Alberto ejerció su cargo con la actividad que le era peculiar y con gran abnegación. A pie y mendigando el sustento, visitó los conventos de su jurisdicción, en los que predicaba con la palabra y el ejemplo la fiel observancia de la Regla, la práctica constante de las virtudes y la aplicación sostenida en los estudios. No contento con mantener la disciplina y la piedad en los conventos ya existentes, fundó algunos más, entre los cuales merece especial mención el del Paraíso, en la diócesis de Colonia, para las hijas de la nobleza. En 1256 partió para Anagni, llamado por el papa Alejandro IV. Allí, en presencia de la corte pontificia, refutó los calumniosos alegatos de Guillermo de Saint-Amour, de la Universidad de París, contra las Órdenes mendicantes; la obra de dicho libelista fue condenada por el Papa. Durante su estancia en Anagni, a requerimiento de éste, comentó el Evangelio de San Juan y las Epístolas canónicas y escribió una refutación de los errores de Averroes acerca de la unidad del entendimiento. Ese viaje a Italia dio ocasión al incansable y docto varón de Dios para llevar a cabo varias investigaciones; descubrió, en efecto, un tratado de Aristóteles acerca de los animales, que se daba por perdido, y publicó un comentario de esta obra.
SAN Alberto Magno fue el glorioso maestro de Santo Tomás de Aquino. Estos dos sabios forman, por así decir, uno solo. No hubo maestro que más amase a su discípulo y recíprocamente. Aquí los representamos en uno de los muchos viajes que ambos Santos hicieron juntos.
De vuelta a Colonia, tras un año de ausencia, reanudó sus cátedras y demás ordinarias ocupaciones. En colaboración con Santo Tomás de Aquino y Pedro de Tarantasia —el futuro papa San Inocencio V—, redactó en el Capítulo general de Valenciennes, celebrado el año 1259, un reglamento para los estudios de la Orden, de espíritu cicntífico-filosófico.
OBISPO DE RATISBONA. — PREDICADOR DE LA CRUZADA. APÓSTOL DE LA VERDAD
A principios del año siguiente Alberto fue elegido por el papa Alejandro IV para el obispado de Ratisbona a pesar de la gran repugnancia que el Santo manifestara y de lo mucho que se opuso el Maestro
General de la Orden, Humberto de Romanis. Hallábase dicha diócesis honda mente dividida por las disensiones y en situación religiosa bastante compro metida. Ante un mandato formal del Sumo Pontífice, Alberto hubo de sacrificarse una vez más y dióse de lleno al desempeño de su nuevo cargo. Fue su peculiar medio de apostolado y de persuasión el ejemplo de virtud y santidad. Nada mudó en el tenor de vida pobre y sencilla que había llevado hasta entonces; su modestia en el vestir y su modo de viajar contrastaban con el lujo y los modales más o menos mundanos que podían observarse en algunos prelados de entonces. Alberto recorría su diócesis llevando en un asnillo su modesto equipaje y los ornamentos episcopales; predicaba la palabra de Dios, hacía observar las normas de disciplina, reformaba las comunidades y apaciguaba discordias civiles. Sin embargo, los deberes del cargo pastoral y su celo apostólico no le apartaban del trabajo intelectual. Dos años pasó en su labor de pastor celoso, pacificando a sus ovejas, reformando el clero, cancelando las deudas de su predecesor, dando a todos ejemplo de vida de oración, de laboriosidad y de apostolado. Por último, en 1262, más amante del estudio que del tráfago de asuntos temporales en que necesaria mente debía intervenir de continuo el obispo de aquellos tiempos, blanco por otra parte de impugnaciones violentas y odiosas, dio la dimisión de su cargo y se retiró gozoso a un convento de su Orden, que fue probablemente el de Colonia.
Pero no disfrutó largo tiempo del silencio y de la tranquilidad de la celda monacal. Estaba en la mente del papa Urbano IV la idea de una nueva Cruzada y le encargó en 1263 que la predicara en Alemania, en Bohemia y otras comarcas de lengua teutónica. Por espacio de dos años recorrió Alberto dichos países en todas direcciones hasta las fronteras de Polonia, determinando por su santidad, más aún que por las palabras, a los caballeros y gentes de armas a alistarse para ir a libertar los Santos Lugares. Terminada esta misión, retiróse el prelado a Wurzburgo de Franconia, y allí reanudó su amada labor científica, intervino en la pacificación de los espíritus, en la conclusión satisfactoria de procesos, en la predicación, y en otra infinidad de actividades. A petición suya, el entonces Maestro General de la Orden dominicana, Juan de Vercelis, le permitió en 1267 proseguir su cátedra de lector de teología en el convento de Colonia, lo que no le impedía atender a los numerosos negocios que a cada paso le encomendaban. En los diez años que siguieron, emprendió frecuentes viajes de Brenner a Amberes, de Colonia a Lyón y, condescendiente con el deseo de los obispos o de sus Hermanos, predicaba, consagraba altares e iglesias, confería órdenes sagrados, y sembraba a su paso bendiciones, indulgencias y el suave perfume de sus virtudes. En 1274 asistió ai concilio ecuménico de Lyón y contribuyó eficazmente al reconocimiento de Rodolfo de Habsburgo por emperador del Sacro Imperio, a la absolución del entredicho que pesaba sobre la ciudad de Colonia, y a la definición de ciertas cuestiones doctrinales y morales suscitadas por los cismáticos griegos.
En su apostolado servíale de guía su intenso amor a la verdad. Mientras en París contendía Santo Tomás de Aquino con Sigerio de Brabante acerca del averroísmo, Alberto enviaba desde Colonia a Gil de Lcssines con la refutación de dicho error, y ayudaba así a su amado discípulo. Más tarde, en 1277, ciertas intrigas arteramente urdidas por profesores seglares de la Universidad de París, indujeron al obispo de esta ciudad, Esteban Temper, a condenar unas proposiciones de Fray Tomás, que, por hallarse ausente, no podía defenderse. En esta coyuntura, Alberto se mostró apóstol de la verdad, y, a pesar de su vejez, de sus achaques y de la distancia que le separaba de la capital francesa, voló a defender a su discípulo predilecto.
UN GRAN SABIO Y UN SANTO DE TEMPLE APOSTÓLICO
YA en vida gozaba Alberto el renombre de virtuoso y sabio. Sus escritos filosóficos, teológicos y místicos, a los cuales se mezclaron apócrifos poco recomendables de los siglos XVI y XVII, fueron dados a la estampa en 1651 por el dominico P. Pedro Jammy, y, desde el año 1890, por el presbítero Bornet. Aunque esas dos colecciones, la segunda de las cuales abarca cerca de cuarenta tomos, sean poco críticas y además incompletas, dicen muy alto que la actividad literaria del santo doctor fue la más gigantesca de la Edad Media y tan extensa, que abarcó casi todas las ciencias profanas y sagradas.
En el siglo XIII, de vida intelectual tan intensa, destácase este coloso sin par del saber, este metafísico que cristianiza el aristotelismo, escritor que se cita en las escuelas con la misma autoridad que Aristóteles y Avicena; profesor que entusiasma a la juventud universitaria y que merece los honores y la gloria más excelsa. Coloso que es a la vez sencillo, humilde, pobre, ejemplar, austero y obediente, como lo prescribe la Regla de su santa Orden. Nunca, monje, provincial u obispo, pierde de vista que es miembro de una Orden mendicante: ama la pobreza y la recomienda a sus Hermanos. Su humildad llama poderosamente la atención. Este eximio varón que ha recibido de Dios las más envidiables disposiciones para el estudio, las hace fructificar mediante una labor sostenida pero encaminada exclusivamente a la gloria de Dios y al bien de las almas; su vastísima ciencia no le engríe, antes por el contrario le inspira mayor desconfianza de sí mismo, le torna más humilde, y le hace rendir totalmente su inteligencia a la fe.
De su amor al estudio, de su celo en la cátedra, de su obediencia a los superiores, al Papa y a los obispos, de su apostolado en la predicación, de su piedad sencilla, caracterizada por una devoción rendida al Sacramento del Amor, a la Pasión del Salvador, a la santa Misa, a la Virgen Nuestra Señora, no puede trazarse mayor apología que su vida misma. La forma específica de su particular vocación es el estudio, la enseñanza de la verdad: Alberto estudia, escribe, platica, predica para enseñar a los hombres a conocer mejor y amar más al Criador. En el amplio concepto del Santo, la ciencia debe ser el vehículo para llegar a la fe y al amor sobrenatural.
MUERTE Y CULTO. — DOCTOR DE LA IGLESIA
De París, volvióse nuestro Santo a Colonia. La edad y el trabajo mental de medio siglo acabaron por rendir a aquel coloso de la ciencia; sus facultades comenzaron a declinar, y, desde entonces, durante los tres años que le quedaron de vida, consagróse exclusivamente a su perfeccionamiento espiritual. Murió en Colonia el 15 de noviembre de 1280. Hiciéronsele magníficas honras. Su cuerpo, inhumado conforme lo dejara mandado en el testamento otorgado un año antes, en el coro de la iglesia de Hermanos Predicadores de dicha ciudad, fue más tarde encerrado en un sarcófago de madera y depositado en un sepulcro de piedra cuya lápida de mármol recordaba la personalidad del difunto.
Dice así: «El año 1280, a 15 de noviembre, murió el Venerable Señor Fray Alberto, Obispo que fué de la Iglesia de Ratisbona, de la Orden de Predicadores, Maestro en Teología. Descanse en paz. Amén».
La ciudad de Ratisbona consiguió en 1619 el hueso del brazo izquierdo, reliquia insigne que fué expuesta en la catedral. La de Lauingen encargó un retablo con el retrato del Santo que fué colocado en la iglesia de la parroquia.
A poco de fallecer San Alberto, tributóse culto a sus reliquias; en Colonia, Lauingen y Ratisbona, levantáronse capillas en su honor, pidiéronse al cielo milagros y se lograron por su intercesión, en vista de lo cual los Dominicos de Colonia y de Ratisbona consiguieron en 1484 autorización para celebrar la festividad de tan ilustre varón. El 27 de noviembre de 1622, el papa Gregorio XV concedió verbalmente el mismo favor a la diócesis de Ratisbona. Urbano VIII, a su vez, concedió el oficio litúrgico a Lauingen en 1631, y a los Dominicos de Alemania en 1635. Otro tanto hizo el papa Alejandro VII en 1664 para con los de Venecia, y Clemente X para toda la Orden dominicana en 1670 y Pío IX para la diócesis de Colonia, en favor de la cual elevó la fiesta a rito semidoble, primeramente, y doble en 1870. Con el tiempo, varias diócesis alemanas, y en Francia la de París, lograron privilegios semejantes, y así el culto del santo doctor renano se fué difundiendo más y más. Desde fines del siglo XV en que tuvo lugar la traslación de sus sagradas reliquias (1842), comenzó a solicitarse del Papa los honores de la canonización y la aureola de los doctores para nuestro Santo. Idénticas apremiantes diligencias se manifestaron en 1601 y más tarde en 1870 en ocasión del Con cilio Vaticano. En el pontificado de Pío XI la Orden dominicana, los obispos alemanes y los fieles de algunos países presentaron nuevas solicitudes a Roma y el examen de dicha súplica fue entregada a la Congregación de Ritos, la cual emitió informe favorable. Pío XI apeló a un expediente particular de canonización muy raro en la actualidad pero de uso corriente en tiempos pasados: la canonización por equipolencia, por la que el Sumo Pontífice, en virtud de su autoridad suprema, suple todas las formalidades jurídicas. Así, pues, por Letras decretales del 16 de diciembre de 1931, inscribió a Alberto Magno en el número de los Santos, y confirióle, además, el título de Doctor de la Iglesia. El Papa impuso la festividad del ilustre dominico al universo católico, con rito doble menor y fijó su celebración a 15 de noviembre, por lo que la de Santa Gertrudis, virgen, fué trasladada al día 16.
SANTORAL DE HOY
Santos Alberto Magno, obispo y doctor; Eugenio I, arzobispo de Toledo, mártir; Macuto, obispo de Aletk; Desiderio, obispo de Cahors; Arnulfo, obispo de Toul, Leoncio, de Burdeos, y Luperio, de Verona; Leopoldo, margrave de Austria; Abibo, diácono, Curia y Samona, mártires en la persecución de Diocleciano y Maximiano; Segundo, Fidenciano y Várico, Marcial y compañeros, mártires en África; Secundino, mártir en Alemania; Demetrio, mártir; Paduino, monje. Juniano, solitario; Brandón y Madosio, monjes escoceses. Beato León de Asís, discípulo de San Francisco. Santa Beatriz, de la Orden Tercera franciscana. Beata Catalina, cisterciense.