La escena a la que asistimos a finales de 2020 es muy diferente de la que puso fin a 2019. Hace un año, la inexorable decadencia del pontificado de Francisco confirmaba los resultados del Sínodo Panamazónico, que no había conseguido satisfacer ninguna de las esperanzas de los progresistas, desde la abolición del celibato eclesiástico al sacerdocio femenino. En el terreno de la política internacional, la victoria de Donald Trump en las elecciones del año siguiente parecía asegurada sin la sombra de ningún tejemaneje electoral que pudiese ponerla en peligro. La resistencia contra las fuerzas revolucionarias que dominan el mundo se manifestaba de múltiples formas: desde los grandes actos pro vida a las manifestaciones anticomunistas de Hong Kong y despliegues católicos de Acies Ordinata. Las organizaciones más vinculadas a la Tradición estaban a la ofensiva con una sustancial unidad de propósitos.
A un año de distancia, la escena no es la misma. El aspecto más preocupante del panorama que tenemos a la vista no es la pandemia de covid ni el Gran Reinicio del que tanto se habla, ni siquiera la inesperada derrota del presidente Trump, sino la falta de unidad que se observa entre los defensores de la Iglesia y del orden natural cristiano. Los aspectos en que se manifiesta esa desunión no son de índole teórica, sino práctica, y son consecuencia del coronavirus. El acalorado debate sobre la existencia de una conspiración sanitaria o sobre la licitud de vacunarse afectan de hecho la vida cotidiana y suscitan por tanto entre los católicos sentimientos de emoción, rabia y depresión. Nos sentimos oscuramente amenazados y se propaga un ambiente de sorda rebelión contra todo y contra todos.
Inquieto y agitado, el mundo atribuye cuanto sucede a los gobiernos o a las fuerzas ocultas sin remitirse a las causas últimas, que son los pecados de los hombres. Los castigos divinos no son reconocidos como tales, y la Gracia divina no entra donde hay agitación y actividad febril. La Gracia exige calma, reflexión y orden, de los cuales es modelo la Sagrada Familia. Por eso, nada mejor en estos días de Adviento que alzar la mirada a San José, que en el frío y la oscuridad de un tortuoso camino llevó con prudencia y ánimo a Belén a la Sagrada Familia que le había sido confiada.
Cuenta San Lucas que en aquellos días se proclamó un edicto del emperador «ut describeretur universus orbis», a fin de que se describiese el mundo entero por medio de un censo, para el cual «todos iban a hacerse empadronar, cada uno a su ciudad» (Lc. 2,3). Y como José era «de la ciudad de Nazaret, [subió] a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén» (Lc.2,4). El censo ordenado por Augusto obedecía a la soberbia de un emperador que ambicionaba dominar el mundo. Muchos judíos acariciaban la idea de una rebelión estéril e ineficaz. Como recuerda el P. Faber, miraban en todas direcciones en vez de orientarse hacia el Portal de Belén; y cuando nació el Mesías, se convirtió en piedra de tropiezo para ellos (Betlemme, tr. it., SEI, Turín 1949, p. 143).
La Santísima Virgen María y San José no se rebelaron. Por el contrario, como señala el venerable Luis de la Puente, se declararon vasallos de Augusto y quisieron pagarle el tributo apropiado para confundir con su ejemplo la soberbia y la codicia del mundo (Meditazioni, tr. it., Giacinto Marietti, Turín 1835, vol. II, p, 145). Dios quiere de hecho que obedezcamos a quienes gobiernan aunque lo hagan con mala intención, en tanto que lo que nos pidan no sea en sí ilícito y contrario a la Ley divina.
En varias lenguas, la palabra autoridad deriva del latín augere, crecer. San José significa filius accrescens (Génesis 49,22), el que aumenta, encarna el principio de autoridad, entendida ésta ante todo como servicio en provecho del prójimo. Era el padre putativo del Dios-hombre y el castísimo esposo de la Madre de Dios, pero ejercía su autoridad sobre Jesús y María, y Ellos le obedecían. Y nadie como él obedeció los decretos divinos emprendiendo el camino a Belén.
El 8 de diciembre de 1870, mediante el decreto Quemadmodum Deus, el beato Pío IX declaró a San José patrono de la Iglesia católica. Este decreto dio expresión canónica a la verdad según la cual San José vela por la Iglesia del mismo que durante su vida protegió con su autoridad a la Sagrada Familia.
Con ocasión del sesquicentenario del decreto de Pío Nono, el papa Francisco ha proclamado el Año de San José, a celebrar desde el 8 de diciembre este año y la misma fecha del año entrante. En esta ocasión, la Penitenciaría Apostólica, tribunal supremo de la Iglesia, ha concedido a los fieles el obsequio extraordinario de unas indulgencias especiales. Es más, por un decreto del cardenal Mauro Piacenza, penitenciario mayor de la Iglesia, promulgado en conformidad con la voluntad del papa Francisco, la Penitenciaría Apostólica concede «indulgencia plenaria en las condiciones habituales (confesión sacramental, comunión eucarística y oración según las intenciones del Santo Padre) a los fieles que, con espíritu desprendido de cualquier pecado, participen en el Año de San José en las ocasiones y en el modo indicado por esta Penitenciaría Apostólica».
Los modos indicados para lucrar la indulgencia plenaria son muy variados. Entre otros, el rezo del Santo Rosario en familia, el rezo de las Letanías a San José o cualquier otra oración legítimamente aprobada en honor de San José, como la oración A ti, bienaventurado San José, sobre todo en las fechas del 19 de marzo y el 1º de mayo, en la festividad de la Sagrada Familia, el 19 de cada mes y todos los miércoles, día dedicado a la conmemoración del Santo.
Pocos han entendido la importancia de este decreto de la Sagrada Penitenciaría. Sabemos ciertamente que la indulgencia consiste en la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya remitidos en cuanto a la culpa, y que el fiel adquiere por intervención de la Iglesia, que tiene autoridad para dispensar el tesoro de las satisfacciones hechas por Cristo y por los santos. La Iglesia no es una realidad invisible, sino una sociedad jurídicamente perfecta y provista de todos los medios para actuar con miras al cumplimiento de su misión. Se puede criticar, incluso severamente, al papa Francisco, pero en tanto que está considerado el Vicario legítimo de Cristo, sus actos jurídicos son válidos siempre y cuando no contravengan la Tradición de la Iglesia, y las indulgencias que como pontífice tiene derecho a otorgar en virtud de las llaves concedidas a San Pedro y a sus sucesores no la contravienen. «A ti te daré las llaves del reino de los cielos: lo que atares sobre la tierra, estará atado en los cielos, lo que desatares sobre la tierra, estará desatado en los cielos» (Mt.16,19).
Quien niega la validez de estas indulgencias acepta, al menos de facto, la tesis de que Francisco es un papa falso o ilegítimo, jefe de una iglesia distinta a la católica. Y quien, aun considerándolo papa, no hace caso de este acto jurídico o minimiza su importancia, se hace responsable de la falta de aumento de gracia y gloria en muchas almas y de que no se liberen otras almas que están en el Purgatorio. De hecho, cualquier fiel puede lucrar para sí mismo las indulgencias, ya sean parciales o plenarias, o aplicarlas en sufragio por los difuntos, ya que es necesaria una disposición del ánimo que excluya todo afecto al pecado así sea venial. Eso sí, toda indulgencia, aunque sea parcial, supone un gran regalo de la Iglesia, precisamente porque borra total o parcialmente las penas correspondientes a las culpas, ya sea en la Tierra como en el Purgatorio.
No podemos juzgar las intenciones del papa Francisco, pero debemos reconocer que con su decreto brinda una ayuda valiosísima a los fieles católicos que necesitan de un auxilio especial de la Gracia en los tiempos convulsos en que vivimos. Después de la Bienaventurada Virgen María, ninguna criatura ha tenido la fe de San José ni ha sido más lógica y reflexiva que él. En el año a él dedicado, rogamos al santo patriarca que nos conceda el sentido de la fe y el uso de razón necesario para orientarnos y no extraviarnos en el camino a la cueva divina de Belén.
Roberto De Mattei