BIENVENIDO A ESTE BLOG, QUIENQUIERA QUE SEAS
> Todos los artículos de Settimo Cielo en español
*
Se han visto. Se han escrito. Precisamente mientras “el mundo
retumbaba con el ruido creado por un extraño sínodo de los medios de
comunicación que ocupaba el lugar del sínodo real”, el de la Amazonia.
Y han decidido romper el silencio: “Era nuestro deber sagrado
recordar la verdad del sacerdocio católico. En estos tiempos difíciles,
cada uno debe temer que un día Dios le dirija este duro reproche:
‘Maldito seas, que no dijiste nada’”. Invectiva, esta, retomada de santa
Catalina de Siena, gran fustigadora de papas.
Poco antes de Navidad, el papa emérito Benedicto XVI y el cardenal
guineano Robet Sarah han entregado a la imprenta un libro que sale en
Francia a mediados de enero, publicado por Fayard, con el título: "Desde
lo más profundo de nuestros corazones"; es decir, antes de que el papa
Francisco haya dictado las conclusiones de ese sínodo amazónico que, en
realidad, más que sobre ríos y junglas, ha sido una furiosa discusión
sobre el futuro del sacerdocio católico, si célibe o no, y si abierto en
un futuro a las mujeres.
Efectivamente, para Francisco será un problema serio abrir la puerta
al sacerdocio casado y al diaconado femenino después de que su
predecesor y un cardenal de profunda doctrina y evidente santidad de
vida como Sarah hayan tomado una posición tan clara y poderosamente
argumentada en defensa del celibato sacerdotal, dirigiéndose al papa
reinante con estas palabras casi de ultimatum, escritas con la pluma de
uno, pero con el pleno consentimiento del otro:
“Hay un vínculo ontológico-sacramental entre el sacerdocio y el
celibato. Cada vez que se redimensiona este vínculo se cuestiona el
magisterio del concilio y de los papas Pablo VI, Juan Pablo II y
Benedicto XVI. Suplico humildemente al papa Francisco que nos proteja
definitivamente de esta eventualidad, vetando toda debilitación de la
ley del celibato sacerdotal, no importa si limitada a esa u otra
región”.
El libro, de 180 páginas, después de un prólogo de Nicolas Diat, se articula en cuatro capítulos.
El primero, titulado "¿De qué tenéis miedo?", es una introducción
firmada conjuntamente por los dos autores, fechada septiembre de 2019.
El segundo es de Joseph Ratzinger, de enfoque bíblico y teológico, y
lleva el título "El sacerdocio católico". Está fechado 17 de septiembre,
antes de que iniciara el sínodo.
El tercero es del cardenal Sarah y se titula: "Amar hasta el final.
Enfoque eclesiológico y pastoral sobre el celibato sacerdotal". Está
fechado 25 de noviembre, un mes después de que acabara el sínodo, al que
el autor había participado asiduamente.
El cuarto es la conclusión conjunta de ambos autores, titulado: “"A la sombra de la cruz" y lleva la fecha del 3 de diciembre.
En el capítulo por él firmado, Ratzinger quiere, especialmente,
arrojar luz sobre “la profunda unidad entre los dos Testamentos, a
través del paso del Templo de piedra al Templo que es el cuerpo de
Cristo”. Y aplica este hermenéutica a tres textos bíblicos, de los que extrae la noción cristiana del sacerdocio célibe.
El primero es un pasaje del salmo 16: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa…”.
El tercero son estas palabras de Jesús en el evangelio de Juan 17,17: “Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad”.
Mientras que el segundo son dos pasajes del Deuteronomio (10, 8 y 18,
5-8) incorporados a la oración eucarística II: “Te damos gracias porque
nos haces dignos de servirte en tu presencia”.
Para ilustrar el significado de estas palabras, Ratzinger cita casi
íntegramente la homilía que pronunció en San Pedro la mañana del 20 de
marzo de 2008, jueves santo, en la misa crismal con la que se ordenan
los sacerdotes.
Homilía que reproducimos a continuación, como pequeña muestra de todo
el libro, y de las páginas más directamente dedicadas a la cuestión del
celibato.
*
“Nosotros no nos anunciamos a nosotros mismos”
de Joseph Ratzinger / Benedicto XVI
El Jueves santo nos brinda la ocasión de preguntarnos de nuevo: ¿A
qué hemos dicho «sí»? ¿Qué es «ser sacerdote de Jesucristo»? El Canon II
de nuestro Misal, que probablemente fue redactado en Roma ya a fines
del siglo II, describe la esencia del ministerio sacerdotal con las
palabras que usa el libro del Deuteronomio (cf. Dt 18, 5. 7) para
describir la esencia del sacerdocio del Antiguo Testamento: astare coram
te et tibi ministrare.
Por tanto, son dos las tareas que definen la esencia del ministerio
sacerdotal: en primer lugar, «estar en presencia del Señor». En el libro
del Deuteronomio esa afirmación se debe entender en el contexto de la
disposición anterior, según la cual los sacerdotes no recibían ningún
lote de terreno en la Tierra Santa, pues vivían de Dios y para Dios. No
se dedicaban a los trabajos ordinarios necesarios para el sustento de la
vida diaria. Su profesión era «estar en presencia del Señor», mirarlo a
él, vivir para él.
La palabra indicaba así, en definitiva, una existencia vivida en la
presencia de Dios y también un ministerio en representación de los
demás. Del mismo modo que los demás cultivaban la tierra, de la que
vivía también el sacerdote, así él mantenía el mundo abierto hacia Dios,
debía vivir con la mirada dirigida a él.
Si esa expresión se encuentra ahora en el Canon de la misa
inmediatamente después de la consagración de los dones, tras la entrada
del Señor en la asamblea reunida para orar, entonces para nosotros eso
indica que el Señor está presente, es decir, indica la Eucaristía como
centro de la vida sacerdotal. Pero también el alcance de esa expresión
va más allá.
En el himno de la liturgia de las Horas que durante la Cuaresma
introduce el Oficio de lectura —el Oficio que en otros tiempos los
monjes rezaban durante la hora de la vigilia nocturna ante Dios y por
los hombres—, una de las tareas de la Cuaresma se describe con el
imperativo «arctius perstemus in custodia», «estemos de guardia de modo
más intenso». En la tradición del monacato sirio, los monjes se definían
como «los que están de pie». Estar de pie equivalía a vigilancia.
Lo que entonces se consideraba tarea de los monjes, con razón podemos
verlo también como expresión de la misión sacerdotal y como
interpretación correcta de las palabras del Deuteronomio: el sacerdote
tiene la misión de velar. Debe estar en guardia ante las fuerzas
amenazadoras del mal. Debe mantener despierto al mundo para Dios. Debe
estar de pie frente a las corrientes del tiempo. De pie en la verdad. De
pie en el compromiso por el bien.
Estar en presencia del Señor también debe implicar siempre, en lo más
profundo, hacerse cargo de los hombres ante el Señor que, a su vez, se
hace cargo de todos nosotros ante el Padre. Y debe ser hacerse cargo de
él, de Cristo, de su palabra, de su verdad, de su amor. El sacerdote
debe estar de pie, impávido, dispuesto a sufrir incluso ultrajes por el
Señor, como refieren los Hechos de los Apóstoles: estos se sentían
«contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el
nombre de Jesús» (Hch 5, 41).
Pasemos ahora a la segunda expresión que la plegaria eucarística II
toma del texto del Antiguo Testamento: «servirte en tu presencia». El
sacerdote debe ser una persona recta, vigilante; una persona que está de
pie. A todo ello se añade luego el servir. En el texto del Antiguo
Testamento esta palabra tiene un significado esencialmente ritual: a los
sacerdotes correspondía realizar todas las acciones de culto previstas
por la Ley. Pero realizar las acciones del rito se consideraba como
servicio, como un encargo de servicio. Así se explica con qué espíritu
se debían llevar a cabo esas acciones.
Al utilizarse la palabra «servir» en el Canon, en cierto modo se
adopta ese significado litúrgico del término, de acuerdo con la novedad
del culto cristiano. Lo que el sacerdote hace en ese momento, en la
celebración de la Eucaristía, es servir, realizar un servicio a Dios y
un servicio a los hombres. El culto que Cristo rindió al Padre consistió
en entregarse hasta la muerte por los hombres. El sacerdote debe
insertarse en este culto, en este servicio.
Así, la palabra «servir» implica muchas dimensiones. Ciertamente, del
servir forma parte ante todo la correcta celebración de la liturgia y
de los sacramentos en general, realizada con participación interior.
Debemos aprender a comprender cada vez más la sagrada liturgia en toda
su esencia, desarrollar una viva familiaridad con ella, de forma que
llegue a ser el alma de nuestra vida diaria. Si lo hacemos así,
celebraremos del modo debido y será una realidad el ars celebrandi, el
arte de celebrar.
En este arte no debe haber nada artificioso. Si la liturgia es una
tarea central del sacerdote, eso significa también que la oración debe
ser una realidad prioritaria que es preciso aprender sin cesar
continuamente y cada vez más profundamente en la escuela de Cristo y de
los santos de todos los tiempos. Dado que la liturgia cristiana, por su
naturaleza, también es siempre anuncio, debemos tener familiaridad con
la palabra de Dios, amarla y vivirla. Sólo entonces podremos explicarla
de modo adecuado. «Servir al Señor»: precisamente el servicio sacerdotal
significa también aprender a conocer al Señor en su palabra y darlo a
conocer a todas aquellas personas que él nos encomienda.
Del servir forman parte, por último, otros dos aspectos. Nadie está
tan cerca de su señor como el servidor que tiene acceso a la dimensión
más privada de su vida. En este sentido, «servir» significa cercanía,
requiere familiaridad. Esta familiaridad encierra también un peligro: el
de que lo sagrado con el que tenemos contacto continuo se convierta
para nosotros en costumbre. Así se apaga el temor reverencial.
Condicionados por todas las costumbres, ya no percibimos la grande,
nueva y sorprendente realidad: él mismo está presente, nos habla y se
entrega a nosotros.
Contra este acostumbrarse a la realidad extraordinaria, contra la
indiferencia del corazón debemos luchar sin tregua, reconociendo siempre
nuestra insuficiencia y la gracia que implica el hecho de que él se
entrega así en nuestras manos. Servir significa cercanía, pero sobre
todo significa también obediencia. El servidor debe cumplir las
palabras: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42). Con esas
palabras, Jesús, en el huerto de los Olivos, resolvió la batalla
decisiva contra el pecado, contra la rebelión del corazón caído.
El pecado de Adán consistió, precisamente, en que quiso realizar su
voluntad y no la de Dios.
La humanidad tiene siempre la tentación de
querer ser totalmente autónoma, de seguir sólo su propia voluntad y de
considerar que sólo así seremos libres, que sólo gracias a esa libertad
sin límites el hombre sería completamente hombre. Pero precisamente así
nos ponemos contra la verdad, dado que la verdad es que debemos
compartir nuestra libertad con los demás y sólo podemos ser libres en
comunión con ellos. Esta libertad compartida sólo puede ser libertad
verdadera si con ella entramos en lo que constituye la medida misma de
la libertad, si entramos en la voluntad de Dios.
Esta obediencia fundamental, que forma parte del ser del hombre, ser
que no vive por sí mismo ni sólo para sí mismo, se hace aún más concreta
en el sacerdote: nosotros no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a
él y su palabra, que no podemos idear por nuestra cuenta. Sólo
anunciamos correctamente la palabra de Cristo en la comunión de su
Cuerpo. Nuestra obediencia es creer con la Iglesia, pensar y hablar con
la Iglesia, servir con ella. También en esta obediencia entra siempre lo
que Jesús predijo a Pedro: «Te llevarán a donde tú no quieras» (Jn 21,
18). Este dejarse guiar a donde no queremos es una dimensión esencial de
nuestro servir y eso es precisamente lo que nos hace libres. En ese ser
guiados, que puede ir contra nuestras ideas y proyectos, experimentamos
la novedad, la riqueza del amor de Dios.
«Servirte en tu presencia»: Jesucristo, como el verdadero sumo
Sacerdote del mundo, confirió a estas palabras una profundidad antes
inimaginable. Él, que como Hijo era y es el Señor, quiso convertirse en
el Siervo de Dios que la visión del libro del profeta Isaías había
previsto. Quiso ser el servidor de todos. En el gesto del lavatorio de
los pies quiso representar el conjunto de su sumo sacerdocio. Con el
gesto del amor hasta el extremo, lava nuestros pies sucios; con la
humildad de su servir nos purifica de la enfermedad de nuestra soberbia.
Así nos permite convertirnos en comensales de Dios. Él se abajó, y la
verdadera elevación del hombre se realiza ahora en nuestro subir con él y
hacia él. Su elevación es la cruz. Es el abajamiento más profundo y,
como amor llevado hasta el extremo, es a la vez el culmen de la
elevación, la verdadera «elevación» del hombre.
«Servirte en tu presencia» significa ahora entrar en su llamada de
Siervo de Dios. Así, la Eucaristía como presencia del abajamiento y de
la elevación de Cristo remite siempre, más allá de sí misma, a los
múltiples modos del servicio del amor al prójimo. Pidamos al Señor, en
este día, el don de poder decir nuevamente en ese sentido nuestro «sí» a
su llamada: «Heme aquí. Envíame, Señor» (Is 6, 8). Amén.
Sandro Magister