El tema de mi conferencia es: "Los nuevos escenarios en Italia y Europa con y después del coronavirus". No hablaré sobre este tema desde un punto de vista médico o científico pues no tengo competencia en esos campos. En
lugar de ello, trataré de los asuntos desde otros tres puntos de vista:
el del estudioso de las ciencias políticas y sociales, el del
historiador y el del filósofo de la historia.
Estudioso de las ciencias sociales.
Las
ciencias políticas y sociales son aquellas que estudian el
comportamiento del hombre en su contexto social, político y geopolítico.
Desde este punto de vista, no me pregunto sobre los orígenes del
coronavirus y su naturaleza, sino sobre las consecuencias sociales que
está teniendo y que tendrá.
Una
epidemia es la difusión a escala nacional o mundial (en este caso se
llama pandemia) de una enfermedad infecciosa que afecta a un gran número
de individuos de una determinada población en un lapso de tiempo muy
corto.
El
coronavirus, renombrado Covid-19 por la Organización Mundial de la
Salud (OMS), es una enfermedad infecciosa que comenzó a extenderse por
todo el mundo desde China. Italia es aparentemente el país occidental
más afectado.
¿Por
qué Italia está hoy en cuarentena? Porque, tal como los observadores
entendieron desde el primer momento, el problema del coronavirus no está
representado tanto por la tasa de mortalidad de la enfermedad, sino por
la rapidez de la infección en la población. Todos están de acuerdo en
que la letalidad de la enfermedad en sí misma no es muy alta. Un
paciente puede recuperarse si es asistido por personal especializado en
instalaciones de salud bien equipadas. Pero si debido a la rapidez de la
infección, que puede afectar simultáneamente a millones de personas, el
número de pacientes creciera al galope, faltarán las instalaciones y el
personal: en este caso los pacientes mueren porque se les priva de la
atención necesaria Para tratar casos graves, se necesitan cuidados
intensivos para ventilar los pulmones. Si falta este apoyo, los
pacientes mueren. Si
aumenta el número de personas infectadas, los hospitales ya no podrán
ofrecer tratamientos intensivos a todos y un número creciente de
pacientes sucumbirá.
Las proyecciones epidemiológicas son inexorables y justifican las precauciones tomadas.“Si
no se lo controla, el coronavirus puede afectar a toda la población
italiana; pero supongamos que al final solo el 30% resulten infectados,
unos 20 millones. Si de estos, haciendo un cálculo por lo bajo, un 10%
entrara en crisis, esto significa que sin cuidados intensivos estarían
destinados a sucumbir. Serían dos millones de muertes directas, a las
que habría que sumar todas las muertes indirectas resultantes del
colapso del sistema de salud y del orden social y económico"
El colapso del sistema de salud también tiene otras consecuencias. El primero es el colapso del sistema de producción del país.
Las
crisis económicas generalmente surgen de la falta de demanda o de
oferta. Pero si quienes desean consumir deben permanecer en casa y los
negocios están cerrados y quienes podrían ofrecer productos no los
pueden llevar a los clientes, porque las operaciones de logística, el
transporte de mercancías y los puntos de venta están en crisis, las cadenas de suministro, las supply chains, colapsan. Los bancos centrales no logran salvar la situación: «Las crisis posteriores al coronavirus no tienen una solución monetaria«, escribe Maurizio Ricci en La Repubblica el 28 de febrero ppdo. Stefano Feltri, a su vez, observa: «Las
recetas típicamente keynesianas (creación de empleos y demanda
artificial con dinero público) no son viables cuando los trabajadores no
salen de sus casas, los camiones no circulan, los estadios están
cerrados y la gente no hace reservas para viajes de vacaciones o de
negocios porque en sus casas hay enfermos o temen contagios. Además de
evitar crisis de liquidez para las empresas al suspender los pagos de
impuestos e intereses a los bancos, la política es impotente. Un decreto
del gobierno no es suficiente para reorganizar la cadena de suministros.»
La expresión
«tempestad perfecta» fue acuñada hace varios años por el economista
Nouriel Roubini, para indicar una combinación de condiciones financieras
que podrían conducir a un colapso del mercado. «Habrá una recesión mundial debido al coronavirus«, dice Nouriel Roubini, quien agrega: «La crisis explotará y producirá un desastre«. Las previsiones de Roubini se confirmaron por la caída de los precios del petróleo después del
fracaso de la OPEP para llegar a un acuerdo con Arabia Saudita
desafiando a Rusia y decidiendo aumentar la producción y reducir los
precios. Probablemente serán ratificadas por la evolución de los
acontecimientos.
El
punto débil de la globalización es la «interconexión», la palabra
talismán de nuestro tiempo, desde la economía hasta la religión. La Querida Amazonia
del Papa Francisco es un canto a la interconexión. Pero el sistema
global es frágil precisamente porque está muy interconectado. Y el
sistema de distribución de productos es una de las cadenas de esa
interconexión económica.
No
se trata de mercados, sino de una economía real. No solo las finanzas,
sino también la industria, el comercio y la agricultura, es decir, los
pilares de la economía de un país, pueden colapsar si el sistema de
producción y distribución entra en crisis.
Pero
hay otro punto que comienza a vislumbrarse: no es tan solo el colapso
del sistema de salud; no solo existe la posibilidad de un quiebre
económico, sino que también puede haber un colapso del Estado y de la
autoridad pública, en una palabra, anarquía social. La rebelión en las
cárceles de Italia se inscribe en esa dirección.
Las
epidemias tienen consecuencias psicológicas y sociales por el pánico
que pueden causar. La Psicología Social nació entre fines del siglo XIX y
comienzos del siglo XX. Uno de sus primeros exponentes es Gustave Le
Bon (1841-1931), autor de un famoso libro titulado Psychologie des foules (Psicología de las masas) (1895).
Al
analizar el comportamiento colectivo, Le Bon explica cómo, en medio de
la multitud, el individuo experimenta un cambio psicológico mediante el
cual los sentimientos y las pasiones se transmiten de un individuo a
otro «por contagio», como en las enfermedades infecciosas. La teoría moderna del contagio social,
inspirada en Le Bon, explica cómo, protegido por el anonimato de la
masa, incluso el individuo más pacífico puede volverse agresivo,
actuando por imitación o sugestión. El pánico es uno de esos
sentimientos que se transmiten por contagio social, como sucedió durante
la Revolución Francesa en el período llamado «Gran Miedo».
Si
a la crisis económica se suma la crisis de salud, una ola descontrolada
de pánico puede desencadenar impulsos violentos en la multitud. El
Estado es substituido por tribus, pandillas, especialmente en los
suburbios de los grandes centros urbanos. La anarquía tiene sus agentes y
la guerra social, que fue teorizada por el Foro de San Pablo (una conferencia de organizaciones latinoamericanas ultra izquierdistas) ya se practica en Bolivia, Chile, Venezuela y Ecuador, y en breve puede expandirse a Europa.
Ese proceso revolucionario ciertamente corresponde al proyecto de los lobbies
globalistas, los «maestros del caos», como los define el profesor
Renato Cristin. Pero si esto es verdad, también es verdadero que quien
sale derrotado por esta crisis es precisamente la utopía de la
globalización, presentada como el principal camino destinado a conducir a
la unificación de la humanidad. De hecho, la globalización destruye el
espacio y pulveriza las distancias: hoy, por el contrario, la regla para
escapar de la epidemia es la distancia social, el aislamiento del
individuo. La cuarentena se opone diametralmente a la «Sociedad Abierta»
defendida por George Soros. La concepción del hombre como una relación,
típica de cierto personalismo filosófico, entra en ocaso.
El Papa Francisco, después del fracaso de Querida Amazonia,
se concentró con mucha fuerza en la conferencia dedicada al Pacto
Global agendada para el 14 de mayo en el Vaticano. La conferencia, sin
embargo, se ha pospuesto y no solo se aparta del tiempo, sino que sus
premisas ideológicas se disuelven. El coronavirus nos devuelve a la
realidad. No es el fin de las fronteras, anunciado después de la caída
del Muro de Berlín. Es el fin del mundo sin fronteras. No es el triunfo
del nuevo orden mundial: es el triunfo del nuevo desorden mundial. El
escenario político y social es el de una sociedad que se desintegra y se
descompone. ¿Fue todo planificado? Es posible. Pero la historia no es
una sucesión determinista de eventos. El maestro de la historia es Dios,
no los maestros del caos. Es el fin de la «aldea global». El asesino de
la globalización es un virus global llamado coronavirus.
El historiador
A
esta altura, el historiador reemplaza al observador político e intenta
ver las cosas desde una perspectiva de larga distancia. Las epidemias
han acompañado la historia de la humanidad desde sus comienzos hasta el
siglo XX y siempre se han entrelazado con otros dos flagelos: las
guerras y las crisis económicas. La última gran epidemia, la gripe
española de la década de 1920, estaba estrechamente relacionada con la
Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión de 1929, también conocida
como the Great Crash, una crisis
económica y financiera que sacudió la economía mundial a fines de la
década de 1920, con graves repercusiones también durante la siguiente
década. A estos eventos les sucedió la Segunda Guerra Mundial.
Laura Spinnay es una periodista científica inglesa que escribió un libro titulado Pale Rider: The Spanish Flu of 1918 and How it Changed th World traducido al italiano como: 1918. La influencia española. La pandemia que cambió el mundo. Su
libro nos informa que entre 1918 y 1920 el virus español infectó a
aproximadamente 500 millones de personas, alcanzando incluso a
habitantes de islas remotas del Océano Pacífico y del Océano Ártico,
causando la muerte de 50 a 100 millones de personas, diez
veces más que la Primera Guerra Mundial. La Gran Guerra contribuyó a
propagar el virus en todo el mundo. Laura Spinnay escribe: "Es
difícil imaginar un mecanismo de contagio más eficaz que la
movilización de grandes cantidades de tropas en el auge de la ola
epidémica de otoño, que después llegó a los cuatro rincones del planeta
donde fueron recibidos por multitudes festivas. Básicamente, lo que la
gripe española nos enseñó es que otra pandemia de gripe es inevitable,
pero que causará diez o cien millones de víctimas dependiendo tan solo
de cómo será el mundo en el cual se desencadenará".
En
el mundo interconectado de la globalización, la facilidad de contagio
es ciertamente mayor que hace cien años. ¿Quién podría negarlo? Pero la mirada del historiador se remonta más atrás en el tiempo. El
siglo XX fue el siglo más terrible de la historia, pero hubo otro siglo
terrible, que la historiadora Barbara Tuchman, en su libro A Distant Mirror –Un espejo lejano– llama «El calamitoso siglo XIV».
Quiero
detenerme en este período histórico que marca el final de la Edad Media
y el comienzo de la Era Moderna. Lo hago con fundamento en los trabajos
de historiadores no católicos, pero serios y objetivos en sus
investigaciones.
Las
Rogativas son las procesiones convocadas por la Iglesia para implorar
la ayuda del Cielo contra las calamidades. En Rogativas rezamos A fame, peste et bello libera nos, Domine: «del hambre, de la peste y de la guerra libradnos, Señor».
El hambre, la peste y la guerra siempre fueron considerados por el
pueblo cristiano como castigos de Dios. La invocación litúrgica presente
en la ceremonia de Rogativas, escribe el historiador Roberto López, "volvió a tomar toda su dramática relevancia durante el siglo XIV". “Entre los siglos X y XII, observa López, ninguno de los grandes flagelos que matan a la humanidad parece haberse difundido en gran proporción; ni
la peste, de la que no oimos hablar en este período, ni la penuria, ni
la guerra, que causó un número muy pequeño de víctimas. Además, las
potencialidades de la agricultura fueron ampliadas por una mejora
gradual del clima.Tenemos prueba de ello en el retroceso de los
glaciares en las montañas y de los icebergs en
los mares del Norte, en la extensión de la viticultura en regiones como
Inglaterra, donde ya no es practicable, en la abundancia de agua en los
territorios del Sahara después recuperados por el desierto"
.
Muy diferente fue la imagen del siglo XIV que vio converger catástrofes naturales y graves convulsiones religiosas y políticas.
El
siglo XIV fue un siglo de profunda crisis religiosa: comenzó con la
bofetada de Anagni (1303), una de las mayores humillaciones del Papado
en la historia; después ocurrió la transferencia de los Papas, durante
setenta años, a la ciudad de Avignon en Francia (1308-1378) y terminó,
entre 1378 y 1417, con los cuarenta años del Cisma de Occidente, en el
que la Europa Católica se dividió entre dos y después tres Papas
opuestos entre sí. Un siglo después, en 1517, la Revolución protestante
rompió la unidad en la fe del Cristianismo.
Si
el siglo XIII había sido un período de paz en Europa, el siglo XIV fue
una era de guerra permanente. Basta pensar en la «Guerra de los Cien
Años» entre Francia e Inglaterra (1339-1452) y en la invasión de los
turcos en el Imperio Bizantino con la conquista de Adrianópolis en 1362. En
este siglo, Europa sufrió una crisis económica debido a los cambios
climáticos causados no por el hombre, sino por el enfriamiento. El clima
de la Edad Media era ameno y dulce, como sus costumbres. El siglo XIV,
por el contrario, experimentó un fuerte endurecimiento de las
condiciones climáticas.
Las
lluvias e inundaciones de la primavera de 1315 provocaron una hambruna
general que irrumpió en toda Europa, especialmente las regiones del
norte, causando la muerte de millones de personas. El hambre se extendió
por todas partes. Las personas de edad rechazaban voluntariamente la
comida con la esperanza de que los jóvenes sobrevivieran y los cronistas
de la época escribieron sobre muchos casos de canibalismo.
Una
de las principales consecuencias del hambre fue la desestructuración
agrícola. Durante ese período hubo grandes movimientos de despoblación
en las regiones agrícolas caracterizadas por la fuga de la tierra y el
abandono de las aldeas; el bosque invadió campos y viñedos. Como
consecuencia del abandono del campo hubo una fuerte reducción en la
productividad del suelo y una disminución de los rebaños.
Si
el mal tiempo provoca hambruna, esto debilita el cuerpo de las
poblaciones y abre el camino a las enfermedades. Los historiadores
Ruggero Romano y Alberto Tenenti muestran como en el siglo XIV se
intensificó el círculo vicioso entre hambrunas y epidemias. La última
gran peste había estallado entre los años 747 y 750; casi seiscientos
años después reapareció, repitiéndose cuatro veces durante una década.
La
plaga vino del Oriente y llegó a Constantinopla en el otoño de 1347. En
los tres años siguientes infectó a toda Europa hasta Escandinavia y
Polonia. Es la peste negra de la que habla Boccaccio en el Decamerón.
Italia perdió aproximadamente la mitad de sus habitantes. Agnolo di
Tura, cronista de Siena, se quejó de que ya no encontraba a nadie para
enterrar a los muertos, y de que tuvo que enterrar a sus cinco hijos con
sus propias manos. Giovanni Villani, un cronista florentino, fue
abatido por la peste de una manera tan repentina que su crónica se
detuvo en medio de una frase.
La
población europea que a principios de 1300 había alcanzado más de 70
millones de habitantes, después de un siglo de guerras, epidemias y
hambrunas, bajó a los 40 millones; disminuyó por lo tanto más de una
tercera parte. El hambre, la peste y las guerras del siglo XIV fueron interpretadas por el pueblo cristiano como signos del castigo de Dios.
Tria sunt flagella quibus dominus castigat:
tres son los azotes con los que Dios castiga a los pueblos: guerra,
pestes y hambre, advirtió San Bernardino de Siena (1380-1444). San
Bernardino de Siena pertenece a ese número de santos, como Catalina de
Siena, Brígida de Suecia, Vicente Ferrer, Luis María Grignion de
Monfort, que explicaron cómo, a lo largo de la Historia, los desastres
naturales siempre acompañaron a las infidelidades y las apostasías de
las naciones. Esto que sucedió al final de la Edad Media cristiana,
parece estar sucediendo con las calamidades de hoy. Santos como
Bernardino de Siena no atribuyeron esos eventos a la actuación de los
agentes del mal, sino a los pecados de los hombres, tanto más graves si
fueran pecados colectivos y aún más graves si fueran tolerados o
promovidos por los gobernantes de los pueblos y por las autoridades de
la Iglesia.
El filósofo de la historia
Estas
consideraciones nos introducen al tercer punto de vista desde el cual
consideraré los acontecimientos no como un sociólogo o historiador, sino
como filósofo de la historia.
La
teología y la filosofía de la historia son campos de especulación
intelectual que aplican los principios de la teología y de la filosofía a
los acontecimientos históricos. El teólogo de la historia es como un
águila que juzga a los acontecimientos humanos desde las alturas.
Grandes teólogos de la historia fueron San Agustín (354-430), Jacques Bénigne Bossuet
(1627-1704), que fue llamado el águila de Meaux, nombre de la diócesis
de la que era Obispo, el Conde Joseph de Maistre (1753 -1821), el
marqués Juan Donoso Cortés (1809-1853), el Abad de Solesmes Dom
Guéranger (1805-1875), el Profesor Plinio Corrêa de Oliveira (1908-1995)
y muchos otros.
Hay una expresión bíblica que dice: Judicia Dei abyssus multa (Salmos, 35, 7): los juicios de Dios son un gran abismo. El teólogo de la historia se somete a estos juicios e intenta entender la razón. San Gregorio Magno, invitándonos a investigar las razones de la obra divina, afirma: "Quien,
en las obras de Dios, no descubra la razón por la cual Dios las hace,
encontrará en su maldad y bajeza motivos suficientes para explicar por
qué sus investigaciones son en vano."
La
filosofía y la teología modernas, bajo la influencia sobre todo de
Hegel, substituyeron los juicios de Dios con los de la historia. El
principio de que la Iglesia juzga la Historia se invierte. Según la Nouvelle théologie,
no es la Iglesia la que juzga la Historia, sino la Historia la que
juzga a la Iglesia, porque la Iglesia no trasciende la Historia sino que
es inmanente, interna a ella.
Cuando el Cardenal Carlo Maria Martini afirmó, en su última entrevista, que «la Iglesia tiene 200 años de atraso»
respecto a la Historia, tomó a la Historia como criterio de juicio de
la Iglesia. Cuando el Papa Francisco, en sus saludos navideños del 21 de
diciembre de 2019, hace suyas las palabras del Cardenal Martini, juzga a
la Iglesia en nombre de la Historia, invirtiendo lo que debería ser el
criterio del juicio católico.
La
historia es realmente una criatura de Dios, como la naturaleza, como
todo lo que existe, porque nada de lo que existe es substraído de Dios.
Todo lo que sucede en la Historia es esperado, regulado y ordenado por
Dios desde toda la Eternidad.
Por
lo tanto, para el filósofo de la Historia, todo discurso solo puede
comenzar con Dios y terminar con Dios: Dios no solo existe, sino que
cuida a las criaturas y recompensa o castiga a los seres racionales, de
acuerdo con los méritos y defectos de cada uno. El Catecismo de San Pío X
enseña: «Dios recompensa el bien y castiga el mal porque es justicia infinita.»
La
justicia, explican los teólogos, es una de las infinitas perfecciones
de Dios. La infinita misericordia de Dios presupone su infinita
justicia.
Entre
los católicos, la idea de justicia, como la del juicio divino,
frecuentemente es rechazada. Sin embargo, la doctrina de la Iglesia
enseña la existencia de un juicio particular que sigue a la muerte de
cada uno, con la retribución inmediata de las almas y un juicio
universal en el que los ángeles y los hombres serán juzgados por
pensamientos, palabras, obras, omisiones.
La
teología de la historia afirma que Dios recompensa y castiga no solo a
los hombres, sino también a las colectividades y grupos sociales:
familias, naciones, civilizaciones. Pero mientras los hombres tienen su
recompensa o su castigo a veces en la tierra, pero siempre en la
eternidad, las naciones sin vida eterna son castigadas o recompensadas
tan solo en la tierra.
Dios
es justo y compensador y le da a cada uno lo que le corresponde: no
solo castiga a las personas individuales, sino que también causa
tribulación a las familias, a las ciudades y a las naciones por los
pecados allí cometidos. Los terremotos, las hambrunas, las epidemias,
las guerras, las revoluciones siempre fueron considerados castigos
divinos. Como escribe el P. Pedro de Ribadaneira (1527-1611), «las guerras
y las plagas, las sequías y las hambrunas, los incendios y todas las
otras calamidades desastrosas son castigos por los pecados del pueblo".
El 5 de marzo pasado, el Obispo de una importante diócesis italiana, cuyo nombre no menciono, afirmó: “Una
cosa es segura: este virus no fue enviado por Dios para castigar a la
humanidad pecadora. Es un efecto de la naturaleza en su característica
de madrastra. Pero Dios enfrenta este fenómeno con nosotros y
probablemente nos hará comprender, finalmente, que la humanidad es una
aldea global”. Este
Obispo italiano no renuncia al mito de la «aldea global» ni a la
religión de la naturaleza de Pachamama y de Greta Thurnberg, aunque para
él la «Gran Madre» pueda convertirse en «madrastra». Pero, sobre todo,
el Obispo rechaza firmemente la idea de que la epidemia de coronavirus o
cualquier otro desastre colectivo pueda ser un castigo para la
humanidad. El virus, cree el Obispo, es solo un efecto de la naturaleza.
Pero, ¿quién es el que creó, regula y dirige la naturaleza? Dios
es el autor de la naturaleza, con sus fuerzas y sus leyes y tiene el
poder de organizar el mecanismo de las fuerzas y las leyes de la
naturaleza para producir un fenómeno de acuerdo con las necesidades de
su justicia o su misericordia. Dios, que es la causa primera que todo lo
que existe, siempre usa causas segundas para realizar sus planes. Quien
tiene espíritu sobrenatural no se detiene en la superficie, sino que
trata de comprender el plan de Dios oculto bajo la fuerza aparentemente
ciega de la naturaleza.
El
gran pecado contemporáneo es la pérdida de la fe de los hombres de la
Iglesia: no de este o aquel hombre de la Iglesia, sino de los hombres de
la Iglesia en su conjunto, con algunas excepciones, gracias a los
cuales la Iglesia no pierde su visibilidad. Esta infidelidad produce la
ceguera de la mente y el endurecimiento del corazón, la indiferencia
frente a la violación del orden divino del universo. Es
una indiferencia que esconde el odio hacia Dios. ¿Cómo se manifiesta?
No directamente. Estos eclesiásticos son demasiado cobardes para
desafiar directamente a Dios: prefieren expresar su odio hacia aquellos
que se atreven a hablar de Dios y aquellos que se atreven a hablar de
castigo de Dios son apedreados: un río de odio se derrama contra ellos.
Esos
hombres de la Iglesia, pese a que profesan verbalmente creer en Dios,
de hecho viven sumergidos en el ateísmo práctico. Ellos despojan a Dios
de todos sus atributos, reduciéndolo a puro «ser», es decir, a nada.
Para ellos todo lo que sucede es fruto de la naturaleza, emancipada por
su Autor, y solo la ciencia, no la Iglesia, es capaz de descifrar sus
leyes.
Sin embargo, no es solo la sana teología, sino que el mismo sensus fidei enseña que todos los males físicos y materiales que no provienen del hombre dependen de la voluntad de Dios «Todo lo que sucede aquí contra nuestra voluntad– escribe San Alfonso María de Ligorio- sabed que no ocurre si no es por la voluntad de Dios, como dice San Agustín».
La
liturgia de la Iglesia conmemora el 19 de julio al Obispo de San Lupo
de Troyes (383-478). Era hermano de San Vicente de Lerins, cuñado de San
Hilario de Arles, perteneciente a una familia de la antigua nobleza
senatorial, pero sobre todo de una gran santidad. Durante
su largo episcopado, 52 años, la Galia fue invadida por los hunos.
Atila, al frente de un ejército de 4000 mil hombres, cruzó el Rin,
devastando todo lo que encontró en su camino. Cuando llegó frente a la
ciudad de Troyes, el Obispo Lupo, ataviado con las vestimentas
pontificias y seguido por el clero en procesión, enfrentó a Atila y le
preguntó: «¿Quién eres tú que amenazas a esta ciudad?». La respuesta fue: «¿No sabéis quién soy? Soy Atila, rey de los hunos, llamado el azote de Dios”. “Entonces
sea bienvenido el flagelo de Dios, porque merecemos los flagelos
divinos, por nuestros pecados. Pero si fuera posible, asesta tus golpes
solo en mi persona y no en toda la ciudad.» Los
hunos entraron en la ciudad de Troyes, pero por voluntad divina fueron
cegados y la cruzaron sin darse cuenta y sin lastimar a nadie.
Hoy
los Obispos no solo no hablan de flagelos divinos, sino que tampoco
invitan a los fieles a orar a Dios para que los libere de la epidemia.
Existe una coherencia en ello. De hecho, quien reza pide a Dios que
intervenga en su propia vida y, por lo tanto, en las cosas del mundo,
para ser protegido del mal y obtener bienes espirituales y materiales.
Pero, ¿por qué Dios escucharía nuestras oraciones si no está interesado
en el universo creado por él?
Si,
por el contrario, Dios puede, con milagros, cambiar las leyes de la
naturaleza, evitando el sufrimiento y la muerte de un hombre, o la
hecatombe de una ciudad, Él también puede decidir el castigo de una
ciudad o de un pueblo, porque los pecados colectivos atraen castigos
colectivos. «Por los pecados– dice San Carlos Borromeo- Dios permitió que el incendio de la peste se difundiera en cada sector de Milán«. Y Santo Tomás de Aquino explica: “Cuando
todo el pueblo peca, se debe tomar venganza de él, totalmente, como en
el caso de los Egipcios que persiguiendo a los hijos de Israel, quedaron
sumergidos en el Mar Rojo, y también en el de los Sodomitas, que
perecieron todos- lo cual se lee en las Sagradas Escrituras. O, en gran
parte del pueblo, como en el caso de quienes adoraron el becerro".
En
vísperas de la segunda sesión del Concilio Vaticano I, el 6 de enero de
1870, San Juan Bosco tuvo una visión en la que se le reveló que «la guerra, la peste, el hambre son los azotes con los que el orgullo y la malicia de los hombres serán alcanzados.» Así dice el Señor: “Pero
vosotros sacerdotes, ¿por qué no corréis a llorar entre el vestíbulo y
el altar, pidiendo que cesen los castigos? ¿Por qué no tomáis el escudo
de la fe y no vais por los tejados, por las casas, por las calles, por
las plazas y por todo lugar, incluso al inaccesible a llevar la semilla
de mi palabra? ¿Ignoráis que es terrible la espada de dos filos que
abate a mis enemigos y que rompe la ira de Dios y de los hombres?».
Hoy los sacerdotes están callados, los obispos están callados, el Papa está callado.
Estamos
acercándonos a Semana Santa y a Pascua. Y por primera vez, quizás en
muchos siglos en Italia, las iglesias están cerradas, las Misas están
suspendidas, incluso la Basílica de San Pedro está cerrada. Las
ceremonias religiosos de la Pascua urbe et orbi
no reunirán peregrinos de todo el mundo. Dios también castiga por
«sustracción», dice San Bernardino de Siena, y hoy Dios parece haber
casi substraído a las iglesias, a la Madre de todas las iglesias, de la
mano del supremo Pastor, mientras el pueblo católico anda confundido en
la oscuridad, desprovisto de esa verdad clara que la Basílica de San
Pedro debe iluminar el mundo. ¿Cómo no ver, en lo que el coronavirus
está produciendo, un resultado simbólico de la auto-demolición de la
Iglesia?
Judicia Dei abyssus multa. Debemos
tener certeza de que lo que sucede no prefigura el éxito de los hijos
de las tinieblas, sino su derrota, porque, como explica el P. Carlo
Ambrogio Cattaneo de la Compañía de Jesús (1645-1705), el número de
pecados, de un hombre o de un pueblo es contado. Venit dies iniquitate praefinita dice el profeta Ezequiel (21, 2): Dios es misericordioso pero hay un último pecado que Dios no tolera y que provoca su castigo. Además,
según un principio de la teología de la historia cristiana, el centro
de la historia no son los enemigos de la Iglesia, sino los santos. Omnia sustineo propter electos (II Tim. 2, 10) dice San Pablo. La historia gira en torno a los elegidos. Y la historia depende de los designios impenetrables de la Divina Providencia.
En
la historia actúan hombres, grupos, sociedades organizadas, públicas o
secretas, que se oponen a la Ley de Dios, que se esfuerzan para destruir
todo lo que está ordena según Dios. Pueden lograr éxitos aparentes,
pero siempre serán derrotados. El escenario que tenemos ante nosotros es apocalíptico, pero Pío XII nos recuerda que en el Apocalipsis (6, 2), San Juan «no
apuntó solo a las ruinas causadas por el pecado, la guerra, el hambre y
la muerte; también vio por primera vez la victoria de Cristo. Y, de
hecho, el camino de la Iglesia a través de los siglos no es más que un
via crucis, pero también es una marcha triunfante en todo momento. La
Iglesia de Cristo, de los hombres de fe y de amor cristianos, son
siempre aquellos que traen luz, redención y paz a la humanidad sin
esperanza. Iesus Christus heri et hodie, ipse et in saecula (Hebr.13, 8). Cristo es vuestro guía, de victoria en victoria. Síguelo"
Nuestra
Señora de Fátima profetizó el escenario de nuestro tiempo y nos aseguró
su triunfo Con la humildad de quien siente que nada puede con sus
propias fuerzas, pero también con la confianza de quien sabe que todo
puede con la ayuda de Dios, no retrocedemos y nos consagramos a María en
la hora trágica de los acontecimientos anunciados por el mensaje de
Fátima.
Roberto de Mattei