INFOVATICANA
La policía australiana acaba de anunciar que ha iniciado una nueva investigación de abusos sexuales a menores en torno al cardenal George Pell, recién liberado.
El Cardenal Pell ha sido hallado “no culpable” y liberado tras haber pasado trece meses y diez días en la cárcel, condenado en dos sentencias sucesivas por un delito especialmente repugnante de asalto sexual a dos menores cuando era Arzobispo de Melbourne. Tuvo, para comparecer ante los tribunales australianos, que interrumpir su tarea en Roma, donde ocupaba un puesto en el estratégico Consejo de Cardenales que asesora al Papa y, sobre todo, acababa de descubrir, como responsable de las finanzas vaticanas, un colosal agujero en las cuentas de la Santa Sede.
En estos momentos, George Pell es un hombre extraordinariamente peligroso, y sin duda odiado por muchos que verán con extrema preocupación su puesta en libertad.
En primer lugar, para las autoridades australianas. La Justicia australiana ha quedado a la altura del betún, sometiendo al cardenal a un juicio con las garantías y la imparcialidad de un tribunal soviético de la era de Stalin. Fue condenado por un hecho acaecido hace décadas, con la sola palabra del denunciante y contra el testimonio -rechazado por el tribunal- de más de una docena de personas. Incluso la reconstrucción de los hechos, teniendo en cuenta el escenario -la catedral de Melbourne- y el momento -al finalizar una celebración eucarística celebrada por él mismo- destruía la verosimilitud del delito, que hubiera sido casi milagroso de haberlo cometido efectivamente.
En un caso penal, se supone que el jurado debe quedar convencido de la culpabilidad del reo más allá de toda duda razonable, y lo que se hizo fue condenar más allá de toda duda razonable. No fue un error casual, ni Pell era un reo aleatorio: se trataba de una sentencia obtenida bajo una intensísima presión de determinados medios de comunicación australianos en plena psicosis del escándalo mundial de la pederastia clerical. Ha sido, en definitiva, un chivo expiatorio, al que solo el cúmulo de absurdos procesales ha conseguido salvar in extremis. Pero la imagen del imperio de la ley, del Estado de Derecho en Australia ha quedado irreparablemente dañada.
Si la acusación y el devenir del juicio tienen o no que ver con su actuación como responsable de las turbias finanzas vaticanas -como cree nuestro Specola- es algo que, en este momento, ignoramos en absoluto, aunque la frialdad de algunas ‘felicitaciones’ -o silencios- curiales no reflejan precisamente entusiasmo. En cualquier caso, Pell anunció un multimillonario agujero contable que tendrá sus responsables y que tendrá que aclararse en algún momento.
Vivo y en libertad, Pell es un peligro para muchos. Pell puede, con toda probabilidad, dar nombres o, en el mejor de los casos, reavivar la investigación que tuvo que dejar a medias. Basta que un periodista vuelva a preguntarle por lo que encontró en las cuentas de la Santa Sede para que fuerce la reapertura de un proceso que, estamos seguros, algunos querrán enterrado y olvidado.
El Cardenal Pell ha sido hallado “no culpable” y liberado tras haber pasado trece meses y diez días en la cárcel, condenado en dos sentencias sucesivas por un delito especialmente repugnante de asalto sexual a dos menores cuando era Arzobispo de Melbourne. Tuvo, para comparecer ante los tribunales australianos, que interrumpir su tarea en Roma, donde ocupaba un puesto en el estratégico Consejo de Cardenales que asesora al Papa y, sobre todo, acababa de descubrir, como responsable de las finanzas vaticanas, un colosal agujero en las cuentas de la Santa Sede.
En estos momentos, George Pell es un hombre extraordinariamente peligroso, y sin duda odiado por muchos que verán con extrema preocupación su puesta en libertad.
En primer lugar, para las autoridades australianas. La Justicia australiana ha quedado a la altura del betún, sometiendo al cardenal a un juicio con las garantías y la imparcialidad de un tribunal soviético de la era de Stalin. Fue condenado por un hecho acaecido hace décadas, con la sola palabra del denunciante y contra el testimonio -rechazado por el tribunal- de más de una docena de personas. Incluso la reconstrucción de los hechos, teniendo en cuenta el escenario -la catedral de Melbourne- y el momento -al finalizar una celebración eucarística celebrada por él mismo- destruía la verosimilitud del delito, que hubiera sido casi milagroso de haberlo cometido efectivamente.
En un caso penal, se supone que el jurado debe quedar convencido de la culpabilidad del reo más allá de toda duda razonable, y lo que se hizo fue condenar más allá de toda duda razonable. No fue un error casual, ni Pell era un reo aleatorio: se trataba de una sentencia obtenida bajo una intensísima presión de determinados medios de comunicación australianos en plena psicosis del escándalo mundial de la pederastia clerical. Ha sido, en definitiva, un chivo expiatorio, al que solo el cúmulo de absurdos procesales ha conseguido salvar in extremis. Pero la imagen del imperio de la ley, del Estado de Derecho en Australia ha quedado irreparablemente dañada.
Si la acusación y el devenir del juicio tienen o no que ver con su actuación como responsable de las turbias finanzas vaticanas -como cree nuestro Specola- es algo que, en este momento, ignoramos en absoluto, aunque la frialdad de algunas ‘felicitaciones’ -o silencios- curiales no reflejan precisamente entusiasmo. En cualquier caso, Pell anunció un multimillonario agujero contable que tendrá sus responsables y que tendrá que aclararse en algún momento.
Vivo y en libertad, Pell es un peligro para muchos. Pell puede, con toda probabilidad, dar nombres o, en el mejor de los casos, reavivar la investigación que tuvo que dejar a medias. Basta que un periodista vuelva a preguntarle por lo que encontró en las cuentas de la Santa Sede para que fuerce la reapertura de un proceso que, estamos seguros, algunos querrán enterrado y olvidado.
Carlos Esteban