Imágenes simbólicas vinculadas a una Iglesia cada vez más afectada por una crisis no sólo doctrinal sino resultante de la creciente insatisfacción de estratos cada vez más amplios de la opinión pública católica y, más aún, están impresas en la mente de todos: el rayo que golpeó la cúpula de San Pedro en la tarde del 11 de febrero de 2013, cuando Benedicto XVI anunció su renuncia; la catedral de Notre-Dame de París en llamas la noche del 15 de abril de 2019; la oración solitaria del Papa Francisco en una desolada plaza de San Pedro, enmudecida por la pandemia, en la noche de Cuaresma del 27 de marzo, cuando dio su bendición en presencia del crucifijo milagroso de la iglesia romana de San Marcello al Corso, con la cara y el cuerpo mojados por una lluvia torrencial.
Para quienes tienen fe, leer las señales es algo normal, dado que el católico sabe que lo sobrenatural se relaciona con lo natural en unidad, sin divisiones; ha habido diferentes advertencias marianas, desde Nuestra Señora del Laus hasta La Salette y Fátima como también diversos avisos en nuestra época exhortando a un auténtico retorno, a través de la conversión al Cristo auténtico y a las leyes del Señor, leyes que son guías seguras para la existencia terrena y eterna de los hombres. La pandemia causada por el Coronavirus no es más que otra llamada de atención…
El hombre de fe cree en Dios y no en los hombres, por eso no vive de ilusiones, como, en cambio, desafortunadamente, les ha sucedido a muchos pastores de la Iglesia, desde hace cincuenta años, que creen en un diálogo fructífero con el mundo, el cual en su esencia desde siempre se ha opuesto a los principios divinos.
Autocensurada, en las últimas décadas, la Iglesia se ha despojado de su identidad, como defensora de la Verdad traída por Jesucristo, para alinearse con los fuertes poderes e ideologías del sistema imperante. La Iglesia del Papa Bergoglio se sorprende, en estos días, de no haber sido tomada en cuenta por el Gobierno Conte a propósito de las nuevas directivas para la reapertura en Italia de la llamada fase dos. Como un ardid llegó a la alta jerarquía eclesiástica pro-gobierno, el anuncio del decreto del Poder Ejecutivo y entonces, con una comunicación ya no más servil, atacó las decisiones de la autoridad civil como puede verse en el comunicado de la Conferencia Episcopal italiana elaborada después de la conferencia del Presidente del Consejo el 26 de abril pasado.:
«Los obispos italianos no podemos aceptar ver comprometido el ejercicio de la libertad de culto […] Después de semanas de negociaciones en las que la CEI presentó las Directrices y Protocolos para enfrentar una fase transitoria en el pleno respeto de todas las normas sanitarias, el Decreto del Presidente del Consejo de Ministros publicado esta tarde excluye arbitrariamente la posibilidad de celebrar la Misa con el pueblo. Recordamos a la Presidencia del Consejo y al Comité Técnico Científico el deber de distinguir entre su responsabilidad, dando indicaciones precisas de carácter sanitario, y la de la Iglesia, llamada a organizar la vida de la comunidad cristiana, de conformidad con las medidas dispuestas, pero en la plenitud de su propia autonomía».La autoridad y la credibilidad de la Iglesia, con connotaciones cada vez más relativistas y sociológicas, ha perdido consistencia, tanto respecto a los fieles como en las relaciones con el mundo mismo. Abandonando los derechos divinos por los supuestos derechos humanos, los hombres, autores de leyes contra el hombre y contra Dios, como el aborto, y de virus ideológicos contagiosos, miran hacia abajo y no hacia el Cielo, por lo que muchos pastores ya no pueden discernir entre lo que es malo y lo que es bueno. Desconcentrados y perdidos, gran parte de los ministros de cosas sagradas han perdido la sobrenaturalidad de la fe y, por lo tanto, se convierten en escrupulosos examinadores de la crónica terrenal, huyendo del admirable horizonte de lo sobrenatural, el único capaz de resolver problemas, contradicciones, falacias y desacuerdos terrenales. De esta manera es olvidado lo esencial de la Religión revelada por el Salvador para volver la mirada hacia el mismo pecado, el enemigo por excelencia de las almas.
La Iglesia tiene una gran necesidad de volver sobre sus pasos y de desintoxicarse; y las almas, cada vez más cansadas de las palabras de la vida terrenal, lo reclaman a grandes voces. Al respecto nos parece escuchar el mensaje profético que San Juan Bosco comunicó al Papa León XIII en 1878, transcripto en el texto «Exordio de las cosas más necesarias para la Iglesia»:
«Era una noche oscura, los hombres ya no podían discernir cuál era el camino […] cuando una luz espléndida apareció en el cielo iluminando los pasos de los viajeros como al mediodía. En ese momento, se vio una multitud de hombres, mujeres, ancianos, niños, monjes, monjas y sacerdotes, con el Pontífice a la cabeza, dejando al Vaticano como en una procesión. Pero he aquí que se desata un furioso temporal; oscureciendo un poco esa luz parecía desatar una batalla entre la luz y la tinieblas. Mientras tanto, se llegó a una pequeña plaza cubierta de muertos y heridos, muchos de los cuales muchos pedían consuelo en alta voz. […] todos se dieron cuenta que ya no estaban en Roma. […] fueron vistos dos ángeles llevando un estandarte e iban a presentarlo al Pontífice diciendo: ‘Recibe el estandarte de Aquella que lucha y disipa a los ejércitos más fuertes de la tierra. Tus enemigos han desaparecido, tus hijos con lágrimas y suspiros invocan tu regreso’. Luego, llevando la mirada al estandarte, vi escrito en un lado: Regina sine labe Concepta; y en el otro: Auxilium Christianorum. El Pontífice tomó la pancarta con alegría, pero contemplando el pequeño número de quienes permanecieron a su alrededor se puso afligidísimo. Los dos ángeles añadieron: “Ve pronto a consolar a tus hijos. Escribe a tus hermanos, dispersos en varias partes del mundo, que es necesaria una reforma en las costumbres de los hombres. Esto no puede lograrse sino partiendo el pan de la Palabra Divina para los pueblos. Catequiza a los niños, predica el desapego de las cosas de la tierra […] Los levitas [sacerdotes, n. d. r.] serán buscados entre la azada, la pala y el martillo, para que se cumplan las palabras de David: Dios levantó a los pobres de la tierra para colocarlos en el trono de los príncipes de su pueblo». La tierra «estaba pisoteada como por un huracán» y muchas personas habían perecido.
El Papa, dice Don Bosco, regresó a Roma con nuevas y fervientes palabras y se echó a llorar por la desolación en la que se encontraban los pocos ciudadanos restantes.
El Papa, dice Don Bosco, regresó a Roma con nuevas y fervientes palabras y se echó a llorar por la desolación en la que se encontraban los pocos ciudadanos restantes.
Ya en San Pedro, entonó el Te Deum, al que un coro de ángeles que cantaban respondió: «Gloria in Excelsis Deo, et in terra pax hominibus bonæ voluntatis».
Corrispondenza Romana