En la víspera del centésimo tercer aniversario de las apariciones de Fátima, se ha sabido que la Guardia Nacional Republicana portuguesa inició el pasado 9 de mayo la operación «Fátima en casa» al objeto de impedir que los peregrinos accedan al santuario este 13 de mayo. La noticia la ha dado Vítor Rodriguez, jefe de operaciones, que ha elogiado la «fantástica actitud de colaboración» de los miembros de la Iglesia Católica con los que la GNR ha cooperado «durante muchas semanas» ). A raíz de esta operación de «confinamiento», el santuario de Fátima ha sido colocado bajo la vigilancia de 3500 efectivos de la Guardia Nacional, con la misión de evitar que se acerquen fieles sin una justificación razonable (https://diariodistrito.pt/fatima-cercada-por-3500-gnr/amp/). Está claro que para las autoridades rezar no es una justificación razonable. En la práctica, no sólo se han acordonado todas las vías de acceso, sino también otros centros de devoción como Aljustrel, pueblo natal de Lucía, Francisco y Jacinta; Valinhos, lugar de la aparición de agosto, y el propio Vía Crucis.
Parece que hubiéramos vuelto a las vísperas de la Revolución Francesa, cuando el jansenismo, el galicanismo, el iluminismo y el catolicismo iluminado –fuerzas dispares y heterogéneas pero con el común denominador del odio a la Iglesia Roma– se entremezclaban y redoblaban esfuerzos a la sombra de las logias masónicas con miras a la destrucción definitiva del orden religioso y social que se cimentaba en la Cristiandad.
La limitación de las actividades de la Iglesia al terreno de la conciencia se basaba en la idea de que sólo el Estado tenía autoridad sobre la sociedad. Pero despojar a la Iglesia de su misión pública significa condenarla a una lenta asfixia y posteriormente a la muerte. El representante de esa política anticatólica en Portugal fue José de Carvalho e Melo, marqués de Pombal, destacado exponente de la Masonería y jefe del Gobierno entre 1750 y 1777 bajo el reinado de José I de Braganza. En el Imperio de Austria, José II de Habsburgo-Lorena aplicó una política similar entre 1765 y 1790, por lo que se conoció como josefinismo. El soberano nombraba obispos y abades, intervenía en la vida de las órdenes religiosas y se presentaba como reformador de la disciplina eclesiástica. Derechos tradicionalmente atribuidos a la Iglesia, como la educación y la institución misma del matrimonio, fueron absorbidos por el Estado. Las confiscaciones del patrimonio eclesiástico, el cierre de los conventos y seminarios, una nueva distribución de las diócesis, una reglamentación minuciosa del culto y la influencia doctrinal del Estado en la formación del clero priorizando las corrientes heterodoxas llevaron al colmo el proceso de secularización de la casa real de Habsburgo. «Con este gobierno filosófico –señalará el filósofo suizo Carl Ludwig von Haller en un célebre texto–, ya nada era sagrado: ni propiedad, ni ley natural, ni promesas, ni contratos ni derecho privado» (La restaurazione della scienza politica, tr.it., Turín, Utet 1963, vol. I, p. 280).
La diferencia que va de entonces a hoy es que en aquella época la política laicista la llevaron a cabo gobiernos fuertes, a veces con la colaboración de los obispos, pero siempre contra la Cátedra de Roma. Los papas condenaron enérgicamente dicha política. Hoy en día, por el contrario, gobiernos débiles e incompetentes ejercen una política análoga, en muchos casos con la colaboración de los obispos, y siempre con la tácita aprobación de la autoridad de Roma. Bastaría ciertamente una palabra clara del papa Francisco para desbaratar esta maniobra anticlerical y dar nuevamente voz al pueblo de Dios, que después del coronavirus se muestra, no sumiso, sino más vivo y dispuesto a la resistencia de lo que había estado hasta ahora.
En un ambiente de creciente confusión, el acordonamiento del santuario de Fátima por parte de la Guardia Nacional portuguesa resulta igual de escandaloso que la clausura de las piscinas de Lourdes el pasado 1 de marzo. Ahora bien, la mayor responsabilidad del escándalo no recae sobre las autoridades militares portuguesas, sino sobre las eclesiásticas, empezando por el cardenal Marto, obispo de Leiría-Fátima. Dichas autoridades ofrecieron, o quizás solicitaron, colaboración a las autoridades civiles para prohibir las peregrinaciones en el aniversario de las apariciones de Fátima.
El actual espíritu de sumisión al mundo y a sus autoridades por parte de los prelados lusos y del propio papa Francisco deja entrever que en un futuro a estos clérigos no les importará someterse al islam aceptando convivir en régimen de sharía –es decir, total subordinación– a quienes desean convertir a Europa en tierra de Mahoma. El caso de Silvia Romano, la voluntaria italiana secuestrada en Kenya el 20 de noviembre de 2018 y liberada en Somalia el pasado 9 de mayo, resulta emblemático. Esta muchacha, que trabajaba en una ONG en Kenya, al cabo de dieciocho meses prisionera reapareció como una convencida seguidora del Corán. La iglesia de su barrio la recibió echando las campanas al vuelo. Está claro que para su párroco la apostasía es un mal menor en comparación con el bien de la recuperada libertad. Actualmente, junto con la salud, la libertad contra toda restricción parece ser el bien supremo para todos. En el caso de Silvia Romano se ha hablado de síndrome de Estocolmo, ese estado particular de dependencia psicológica que se manifiesta en muchas víctimas de violencia. Pero se diría que hoy en día el síndrome de Estocolmo es el estado psicológico y moral del Vaticano y de buena parte de las conferencias episcopales para con los poderles laico-masónicos de Occidente y con el islam que avanza.
La cosa adquiere más gravedad si se tiene en cuenta que precisamente en Fátima la Santísima Virgen pidió oración y penitencia, tanto privada como pública, para evitar los castigos que se ciernen sobre el mundo. Pero este 13 de mayo el santuario de Fátima está inmerso en un vacío fantasmal, como Lourdes y como la Basílica de San Pedro en Semana Santa. Cuesta no ver en tan simbólicos sucesos la proximidad de los grandes castigos que anunció la propia Virgen en Fátima. La prohibición para los fieles católicos de manifestar públicamente su devoción a la Virgen en su santuario acerca la hora de los mencionados castigos, que tal vez se hayan iniciado ya con el coronavirus. Olvidar la inminencia de estos castigos para perseguir a los propagadores de la peste puede conducirnos a un peligroso laberinto.
Quien no recuerda la presencia de la mano de Dios en las calamidades a lo largo de la historia demuestra que no ama la justicia divina. Y quien no ama la justicia de Dios, corre el riesgo de no merecer su misericordia. El aislamiento del santuario de Fátima, más que la clausura de un lugar, parece el silencio impuesto a un mensaje.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)
Roberto de Mattei