El latín no es una lengua muerta en absoluto. Pensemos que la palabra más pronunciada en este 2020 es "virus", que en latín significa "veneno". Un raro ejemplo de cómo hemos impreso nuestra marca peculiar en un término definido desde muy antiguo. Y como éste, muchos otros términos de la lengua de Cicerón se usan comúnmente, como "media", plural de “médium”, medio. Y podríamos seguir y seguir. Pero para convencernos completamente y de una manera precisa sobre la importancia de este antiguo idioma, pesadilla para muchas generaciones de estudiantes de secundaria, es necesario aterrizar y explicar por qué debemos estar agradecidos a la lengua de Virgilio y Tácito, y por qué no es un tostón de otra época, sino un salvavidas que nos enseña a vivir mejor.
Con un recorrido temático por los grandes latinos, desde Horacio hasta Séneca, desde Catulo hasta Petronio, desde Lucrecio hasta Quintiliano, encontraremos la respuesta que los hombres de hace dos mil años dieron a sus problemas, desde el infeliz enamoramiento, hasta la intolerancia hacia los días santos, con toda su carga de supersticiones, desde el rechazo de los símbolos de estado hasta las penalidades escolares. Respuestas que también pueden calmar nuestras ansiedades diarias o hacernos mirar el presente con un mirada distinta.
Cayo Valerio Catulo se dedicó al ocio
En una época de modernidad líquida como la nuestra, tenemos que redescubrir no sólo un idioma, sino también una cultura, una civilización, anclada en cimientos sólidos: pero sin idealizaciones románticas. Por el contrario: básicamente tenemos que demostrar y enseñar cómo algunos problemas sociales y cómo las principales debilidades y vicios del mundo contemporáneo tienen raíces muy profundas; y raíces igual de profundas, las virtudes más bellas. Tenemos la obligación de explorar el mundo de la antigua civilización romana, de la que hemos heredado no sólo la forma de hablar, sino también la forma de pensar, la forma de juzgar y la forma de sentir.
Me doy cuenta de que, hace unas décadas, nadie hubiera tenido que pedir disculpas por el latín, ya que la oferta escolar era monolítica y estaba totalmente centrada en los estudios humanísticos. Y, sin embargo, las propuestas de reforma de las leyes educativas de los años 70 ya eran descabelladas en todo el mundo occidental. Será bueno recordar una anécdota ocurrida entonces en las Cortes, donde el ministro de Educación José Luis Villar Palasí -antiguo alumno del Instituto Luis Vives de Valencia hombre profundamente humanista por tanto- dio una aguda respuesta al ministro Solís. Se discutía en las Cortes el proyecto del nuevo Bachillerato. Durante la intervención de nuestro personaje, surgió la voz del ministro secretario general del Movimiento, José Solís Ruiz, nacido en la localidad cordobesa de Cabra, quien dijo: “Señor ministro, ¡más deporte y menos latín!” La respuesta del titular de Educación Nacional fue inmediata, rotunda y divertida: “Señor ministro, gracias al latín, los nacidos en Cabra se llaman egabrenses”. La carcajada en los escaños fue inmediata. El titular de Educación ya se daba cuenta en aquel momento de que, después de años de estudio, sólo los estudiantes muy raros podían traducir un fragmento de unas pocas líneas de un clásico latino. Lo mismo que sucede hoy en día, incluso entre los sacerdotes de las nuevas generaciones. ¡Nihil sub sole novum! Nada nuevo bajo el sol.
José L. Villar Palasí,
ministro de Educación 1968-73
Ahora la escuela ha cambiado mucho; pero, al no pertenecer yo a las filas de los laudatores temporis acti (aduladores del tiempo pasado, según dice Horario en el fragmento 174 de la Epístola a los Pisones) quisiera reiterar que "cambio" no siempre es una indicación de declive irreversible: diferente no necesariamente significa "peor", y por lo tanto es bueno reflexionar un poco sobre el estado de esta “soporífera” disciplina.
Hace unos años, escribí a un obispo con sede en Cataluña una carta encabezada con este epígrafe: “¡Viva el latín!”. Le hablaba sobre la historia y belleza de una lengua aparentemente inútil. No recibí respuesta alguna. Quizás no poseía argumentos. No hay duda de que aquellos que hemos estudiado mínimamente algo de latín, o en el Instituto o en el Seminario, tenemos más recursos: en primer lugar, nuestro acceso a las lenguas romances, a su léxico y a su estructura gramatical, suele ser más fácil y más profundo del de aquellos que nunca han tenido la suerte de estudiar latín. Además, el procedimiento mediante el cual nos sumergimos en una nueva lengua que queremos aprender, es muy similar al que aplicamos para resolver un problema matemático: manejamos no sólo la deducción, sino también la inducción (el sistema de aprendizaje infantil, es decir ex nihilo). Y el latín nos ayuda.
Además, traigo una paradoja a la atención de los lectores: el latín nunca murió porque tal vez ni siquiera nació. Permítanme explicarme mejor: el latín literario, en el que están formados el 99% de los estudiantes de latín, es una construcción intelectual muy refinada, pero que ciertamente no coincide con el latín hablado por la gran masa de ciudadanos de Roma y el Imperio, el llamado sermo cotidiano, del que por cierto derivan nuestras lenguas. Para reconstruir aquella lengua popular, tenemos muy pocos elementos: algunas inscripciones en las paredes escaparon a la acción destructiva de la época (pienso en Pompeya); algunos epígrafes abren una brecha a favor de esta tesis cuando, a veces, con sus "errores", nos confirman la discrasia que existía entre el latín oficial y el cotidiano. Nos ayudan algunos pasajes de autores conocidos (pienso en la charla de los libertos en el Banquete de Trimalción en el “Satiricón” de Petronio) que a pesar de ser reelaboraciones artísticas del discurso, ciertamente nos hacen comprender cómo aquellos libertos vernáculos tenían que hacer inmersión lingüística en el latín que se utilizaba diariamente en el foro. En resumen, creo que si absurdamente hoy pudiéramos conocer a Cicerón, realmente creo que nos sorprendería la forma en que se dirige a su esposa Terencia o su hija Tullia, muy diferente del latín solemne que estamos acostumbrados a leer en sus discursos y obras filosóficas.
Sí, de alguna manera los romanos tenían una mirada muy lúcida, que había identificado y anticipado algunos problemas ya en su tiempo, aunque quizás sólo en forma incipiente. Problemas que hoy nos afectan de manera generalizada. Pienso, por ejemplo, en el tema de la contaminación ambiental que se experimentó sobre todo en las metrópolis de la época, Roma, Alejandría y algunas otras (el saneamiento de estas ciudades fue una epopeya). Pienso también en necesidades aparentemente más frívolas, como el anhelo de un poco de ayuda para algunos retoques estéticos: un problema, evidentemente, que sólo unas pocas mujeres de condición media-alta sentían como apremiante y sobre las cuales Ovidio se detiene en varios puntos de su obra, tanto en “Medicamina faciei femineae” así como en el tercer libro de su “Ars amatoria”.
Pero sobre todo, si el latín es realmente, como alguien dijo, el "código genético de Occidente", me parece que más que un rival que está "frente a nosotros", es un amigo que está "dentro de nosotros", y eso yo lo noto paradójicamente en mí, habiéndolo descubierto desde que en 2007 empecé a celebrar la Santa Misa según el modo extraordinario, que me obliga a entender y percibir de nuevo en latín. Os lo puedo asegurar de corazón.
La antigua de Baia, en el golfo de Nápoles
Además, ya que en el campo de la medicina estamos descubriendo cómo la genética es la rama decisiva para resolver muchos tipos de problemas, tengamos en cuenta este particular. Eso de andar añadiendo o quitando tramos de la secuencia genética ni que sea en los virus, nos está trayendo más problemas que soluciones. Lo mismo nos pasa en el plano histórico, cultural y moral: estamos procediendo con temeraria irresponsabilidad a la eliminación masiva de secuencias enteras de nuestro ADN. de lo genético. Pero no podemos desembarazarnos y echar por la borda nuestros orígenes sin que esto nos pase factura. Nadie que no sepa quién es y de qué historia proviene puede saber a dónde ir.
Hace ya dos mil años, aunque esa época y esa civilización eran muy diferentes a las nuestras, nos estábamos preguntando acerca de problemas y dramas similares a los presentes. Un poco porque creo (en la línea de una autora que no tenía nada que ver con el latín, Agatha Christie con su señorita Marple) que la naturaleza humana siempre es similar a sí misma.
Con el aprendizaje y el uso del latín tenemos a nuestro alcance figuras de grandes maestros. A uno sobre todo: Séneca. Él era un hombre con una inteligencia muy aguda, pero que nos conquista porque era muy humano, lleno de contradicciones, de las cuales a menudo se justifica: pienso, por ejemplo, en cómo responde como filósofo a las críticas de quienes le reprocharon que aprovechase su posición en el más alto nivel en la corte (tutor de Nerón y luego, de hecho colíder del Imperio) para acumular una riqueza fabulosa. Bueno, pues responde así: primero dice que un filósofo no necesariamente tiene que ser pobre: debe aprender que los bienes materiales son caducos y fugaces, y debe saber prescindir de ellos ocasionalmente; pero no se le puede atribuir la culpa de tener un vasto patrimonio (Séneca nos explica que sólo los aretes de su esposa valían tanto como el patrimonio de alguna rica familia). Vemos también cómo después de condenar la ligereza de las vestimentas en los centros turísticos de moda como Baia, en el golfo de Nápoles que era el Montecarlo de la época, también frecuentado por Nerón y otros millonarios de aquel tiempo, describe los pasatiempos de la élite de vacaciones con tanta precisión como para hacernos deducir que si los describe tan bien es que los frecuentó. ¡Él también estuvo allí! El propio Séneca dice que si la filosofía es la medicina del alma, él no es más que un enfermo como otros tantos, pacientes de un mismo hospital, capaz de aplicar remedios paliativos, pero no terapias decisivas, a su enfermedad.
Séneca también conocía bien los males del espíritu, las que hoy llamaríamos “distonías neurovegetativas” y los ataques de ansiedad. De hecho, varias veces en las Cartas a Lucilio, nos describe precisamente un ataque de este mal que tuvo que sufrir a menudo. Francamente parece ser un contemporáneo nuestro, en muchos sentidos, incluso al presentar los argumentos reconfortantes, muy modernos y a veces paradójicos, que sabe elaborar.
Leer a este autor también resulta útil si queremos reflexionar sobre el fracaso educativo: en la última conversación del filósofo con su alumno el joven Nerón (que nos es relatada por Tácito en los Anales), el joven emperador demuestra haber entendido muy bien las enseñanzas del maestro: de hecho, muy bien; y se presenta como un interlocutor retóricamente versado, temeroso y muy insidioso.
Séneca y Nerón (E. Barrón)
Sobre el tema del fracaso educativo, pero también político y familiar, nos resulta muy útil Cicerón: por desgracia estamos acostumbrados a pensar en los clásicos como personajes ejemplares, cuya grandeza está esculpida en lápidas de mármol, rodeado de gloria, que pasaron a la historia por el valor paradigmático de lo que escribieron y por sus acciones. Pero olvidamos que también eran hombres: por lo tanto, no exentos de caídas y fracasos, a veces espectacularmente sensacionales.
Queridos amigos y lectores: al latín no se le reconoce el mérito que merece en nuestra cultura, porque estudiarlo y dominarlo requiere tiempo, aplicación y no poco esfuerzo. Sin embargo no más que para otras asignaturas: pienso en las matemáticas, la química, la física, todas las disciplinas que en el currículum escolar incluso son asignaturas troncales para las que se requiere un cierto grado de profundidad: en todas hay picos de insuficiencia, y no por ello se suprimen. El hecho es que vivimos en una época en que todo lo que es mínimamente difícil, que requiere tiempo, esfuerzo, concentración no episódica (en estudios como en las relaciones humanas) es relegado por la moda dominante. No es tendencia. Todo debe ser fácil e inmediatamente inteligible: y de hecho estamos viendo los resultados.
Para concluir, ¿cómo pueden ayudarnos la lengua y la cultura latinas a sobrevivir en esta era oscura de posmodernidad líquida? En primer lugar, nos ayuda a trabajar con una complejidad sintáctica cuya técnica es aplicable a cualquier análisis de la realidad.
Espero que después de esta disquisición, surja un poco de inquietud y deseo de aprender lengua y cultura latinas. Creo que son cruciales. Y nos facilitan las claves para vivir mejor: saber relativizar y saber mirar más allá de nuestro estrecho horizonte personal. Aquellos que viven ahogados en problemas cotidianos, esos pequeños problemas que envenenan la vida, pueden ver que el amor infeliz, la traición, los desacuerdos familiares, las decepciones escolares, no sólo son males que nos afligen hoy en día, sino que son problemas que ya tenía el ciudadano romano de hace dos mil años y quizás de manera más generalizada. Y sus recursos tan “latinos” para afrontar los problemas, no desmerecían en absoluto de los tan tecnificados que manejamos hoy. Creo sinceramente que relativizar un poco es la clave si no para vivir mejor y exentos de problemas, sí al menos para no ahogarnos en ellos.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
Párroco del Fondo de Santa Coloma de Gramenet