Gracias a Dios hemos de felicitarnos de algo verdaderamente sorprendente: y es que el pensamiento crítico abunda muchísimo más entre los católicos y en general entre los cristianos, que entre todos aquellos que combaten a la religión (a toda religión) y entre los que viven ajenos o de espaldas a toda creencia. Es decir que el borreguismo está en el bando de los hijos de las tinieblas, que dice el arzobispo Viganó en su carta a Donald Trump, que se ha hecho viral.
Curiosamente somos la gente de fe, los más preparados para distinguir entre la realidad y las apariencias; los más conscientes de que cada vez nos enfrentamos a más realidades que no son lo que parecen: y no sólo eso, sino que hemos afianzado la conciencia de que nos han ido metiendo paso a paso en una realidad virtual (una mentira cuidadosamente construida) totalmente ajena a la realidad. La fe, y sobre todo la necesidad de defenderla y preservarla, nos ha hecho críticos y ha acentuado nuestra capacidad de discernimiento.
Y frente a la gente de fe, está el gran circo montado con los pérfidos (los absolutamente creyentes, pero engañados), que son llevados los pobres de aquí para allá como rebaño de borregos por los hijos de las tinieblas, que tiran de sus hilos manejándolos como marionetas. Y quieren hacernos creer a todos, que ese circo al que se da tanto bombo, es la realidad en que vivimos. Así, les vemos hoy por todo el mundo arrodillándose como borregos a una señal de sus domesticadores. ¡Quién nos dijera que hasta los veríamos de rodillas! Lo suyo sí que es fe de carbonero. Si sus doctores les dicen que se prosternen de rodillas o que comulguen con ruedas de molino como las de género, pues ellos como perritos amaestrados y como papagayos bien entrenados.
Y mientras eso pasa entre los hijos de las tinieblas, la descendencia de la Serpiente, donde cantan todos a una sola voz y obedecen a un solo amo, el Enemigo Invisible de toda la humanidad, que dice Viganó; mientras eso ocurre en el lado oscuro, entre los hijos de la luz crece la capacidad crítica ante unos “medios de comunicación sistémicos que no quieren difundir la verdad, sino silenciarla y distorsionarla”; y cada vez son más los que en ese martilleo insistente de mentiras bellísimas y de maldades enternecedoras, saben distinguir el bien del mal y la verdad de la mentira. Incluso en el mismo seno de la Iglesia, denuncia Viganó en su carta a Trump, hay “pastores aliados de los hijos de las tinieblas”, porque “al igual que existe un Deep state (Estado profundo), existe una Deep church que traiciona sus obligaciones y abjura de sus compromisos con Dios”.
Sabe Viganó mejor que nadie, que la obediencia ciega (que no deja de ser un caso grave de ceguera) es el peor peligro que nos acecha a los creyentes: como fue terrible para los nazis, que los ejecutores del terrorismo de Estado se parapetasen tras la obediencia debida. Y sabe perfectamente Viganó que esa lacra de “la obediencia debida”, ciega y acrítica -sometida a los protocolos-, es una actitud tremendamente peligrosa, sobre todo en medio de la vorágine de la corrupción. Bien lo sabe él, que cargó sobre sus hombros la responsabilidad moral de denunciar a todo un cardenal, McCarrick, de una vida de depravación y abusos, y que no se amilanó por verlo en el círculo más íntimo de consejeros del papa Francisco, sino que insistió en pasarle directamente los informes y hacer público que obraban en poder del papa sin que, aparentemente, hubiesen surtido ningún efecto a pesar del largo tiempo transcurrido.
Cuando el nivel de instrucción y de lectura entre los católicos era ciertamente bajo, bien estuvo recurrir a la fe del carbonero (“doctores tiene la Iglesia”); pero hoy esa fe ciega está en la otra trinchera. Los católicos sabemos que ser creyente es ser obediente: claro que, a la Iglesia, como depositaria de la ley de Dios y de la doctrina revelada: obediente por tanto a los mandamientos divinos, tan claros y tan fáciles de interpretar, que ya no necesitamos ir diciendo a cada paso, como nuestros antepasados, que “doctores tiene la Iglesia”. Afirma Mons. Viganò, que hay una deep church, una “iglesia profunda” capaz de articular teologías peregrinas como la homosexual, “obispos que están al servicio del deep state, del globalismo, del pensamiento único, del Nuevo Orden Mundial al que invocan cada vez con más frecuencia en nombre de una fraternidad universal que no tiene nada de cristiano, sino que evoca los ideales masónicos de quienes pretenden dominar el mundo expulsando a Dios de los tribunales, de las escuelas, de las familias, quizá incluso de las iglesias”. Obispos a los que, explica Viganó, recientemente él mismo ha denunciado.
Gracias a Dios, esa fe ciega y acrítica del carbonero ya no está en el campo de batalla (¡y cuán dura es la batalla que nos espera!) de los hijos de la luz, sino en el de los hijos de las tinieblas. Llevamos demasiado tiempo en retirada, pero ha empezado el rearme. Y sin la menor duda, nuestras armas aventajan en mucho a las armas del Enemigo Invisible de la humanidad. Es ciertamente alentador ver cómo el arzobispo Viganó y junto a él gran número de católicos de todo nivel, desde cardenales a simples laicos, se atreven a denunciar.
Aparte de los escritos de Viganó (hoy, la carta a Trump; y el 8 de mayo, el “Llamamiento para la Iglesia y para el mundo a los fieles católicos y a los hombres de buena voluntad”, iniciado con el Véritas liberabit vos de Jn 8,32, firmado por gran número de fieles, sacerdotes, obispos y hasta cardenales), escritos que son claro indicio de que muchos en la Iglesia está despertando de la modorra (“es importante -dice- que los buenos despierten de su modorra”), y se están poniendo en pie para hacer frente con valentía no sólo al deep state, sino también a la deep church que tanto se esmera en mantenernos amodorrados en íntima colaboración con el deep state.
Ahí tenemos como síntoma muy esperanzador, el movimiento de muchos católicos en defensa de las iglesias abiertas al culto durante la pandemia, en valiente oposición tanto a las autoridades que las cerraron, como a la gente de iglesia que las secundaron y que últimamente se han cargado las procesiones del Corpus en toda la cristiandad, no así las manifestaciones contra el racismo y la desindustrialización inminente. Extraña, cuando menos, ha sido la prohibición del culto fuera del templo (cuando están abiertos ya los bares, los restaurantes y hasta las discotecas y las playas) decretada por las autoridades civiles con el obsequioso silencio de las eclesiales.
La verdad es que los hijos de la luz somos muchísimos más que los hijos de Satanás, pero tan discretos, que hemos mantenido un silencio excesivamente largo. En ocasiones por cobardía. Pero Dios ha mantenido la llama encendida y ha hecho resonar la voz de los más humildes. Nunca olvidaré la fuerza de la Marcha por la Vida, de Washington, a la que fui invitado dos años por priests for life. Ése era el potente fermento del resurgir de la Iglesia y de su santa doctrina sobre la sacralidad de la vida. Empezando por la de los no nacidos. Una defensa de la vida a la que después de casi medio siglo, -dice el arzobispo en su carta a Trump, “por primera vez, Estados Unidos tiene en usted un presidente que defiende valientemente el derecho a la vida, que no se avergüenza de denunciar la persecución de los cristianos en todo el mundo, que habla de Jesucristo y del derecho de los ciudadanos a la libertad de culto. Su participación en la Marcha por la Vida, y más recientemente su proclamación del mes de abril como el Mes Nacional de Prevención del Abuso Infantil, son acciones que confirman en qué bando desea usted luchar. Y me atrevo a creer que ambos libramos esta batalla en el mismo bando, aunque con diferentes armas”.
Cuando la vida de los más ancianos se descarta como inútil y las autoridades firman protocolos para desecharlos con el mismo estilo del programa nazi para la eutanasia, cuando la existencia de los no nacidos ha perdido el valor sagrado que le ha dado el buen Dios y se violenta la inocencia de los niños en las escuelas con programas de depravación sexual, el silencio de los “buenos” resulta atronador. Si los que tenéis que ser luz, no sois luz. ¡Qué grande es la oscuridad! (Mateo 6, 23). ¿Somos los perros mudos y los centinelas silenciosos de los que habla San Bonifacio? No seré yo quien juzgue ni conteste a esa pregunta. Otro más grande un día lo hará.
Y entretanto sigue adelante nuestro entrenamiento para defender la Verdad.
Custodio Ballester Bielsa, Pbro.