La
última carta de Viganò ha provocado una mayor controversia que la generada por sus comunicaciones más recientes, especialmente por cuanto tiene lugar días después de la ampliamente divulgada carta al Presidente Trump y a la cual este respondió favorablemente en un tweet. Sorprendentemente, al menos un miembro de la “corriente dominante” del episcopado ha hecho una declaración en la que no se dedica simplemente a vilipendiar a Viganò. Desde el principio, ad hominem attacks (ataques a la persona), calumnias, y violentos ensayos han sido las respuestas emitidas por la “Iglesia de acompañamiento” a las acusaciones cuidadosamente documentadas de Viganò. En pocas palabras, todo menos diálogo. Ciertamente, los papas y obispos conciliares han buscado y dialogado con heréticos, judíos, musulmanes, e incluso brujas, pero han rechazado, en su gran mayoría, dialogar con su propio rebaño acerca de los tópicos más resaltantes que afectan esta crisis total: los documentos del Vaticano II. Ésta es una discusión que debe tener lugar y hay que agradecerle a Su Excelencia el haberla colocado en el primer plano del debate.
Por décadas ha habido dos partes enfrentadas dominando el episcopado: la supuesta “Liberal” y la “Conservadora”, las cuales conformaron una parte victoriosa en el Concilio. La primera está representada por la revista Concilium y la escuela de pensamiento de Boloña, en tanto que la segunda estuvo representada por la revista Communio e incluyó luminarias y Papas tales como Juan Pablo II y Benedicto XVI. Pero la curiosa unidad entre ambas consiste en esto: las dos defienden el Concilio de manera cuasi incondicional. Efectivamente, los prelados liberales fueron todos promovidos de rango por los Conservadores -como es el caso del infame Cardinal Martini quien se enfrentó duramente contra Humanae Vitae y promovió las mujeres “sacerdote”, convirtiéndose en el modelo de su devoto, Jorge Bergoglio (quien lo citó favorablemente en su último discurso de Navidad).
Estas partes están en desacuerdo acerca de la naturaleza del Vaticano II,
pero se mantienen unidas en condenar al ostracismo y denigrar de una tercera parte en el episcopado: los tradicionalistas. Este grupo era conocido como el Coetus Internationalis Patrum en el Concilio, y tuvo como figuras destacadas al Arzobispo Lefebvre y al Obispo De Castro Mayer. Entretanto, se ha ido creando un grupo creciente de estudiosos por laicos preocupados por el Vaticano II y la Nueva Misa, quienes han sido también ignorados por la academia católica prevaleciente.
Todavía busco en vano una defensa extensa del Vaticano II proveniente del lado Conservador de una erudición comparable a la de Sire, De Mattei, o Ferrara.
Y es así como una de las amargas ironías del Concilio, el intento por “democratizar” la Iglesia contra el “clericalismo, ha causado el abandono del arca de salvación por millones; otros han permanecido, pero se les ha despojado de su herencia como católicos, y unos más han sido dejados abandonados en la búsqueda de un diálogo real. Esta es la razón por la que las palabras del Arzobispo Viganò en su última carta aportan un alivio calurosamente acogido por tantos que han sido silenciados en su búsqueda de respuestas. Como Skojec bien señala: los “tradicionalistas han lamentado con frecuencia que incluso nuestros “héroes” dentro de la Iglesia son apologetas conciliares, sin excepción.´´ En cierto modo, podemos tolerar que haya un apologeta para una cosa, en tanto cuanto sea capaz de conducir un debate honesto acerca de esa cosa. Pero el Vaticano II es algo acerca de lo cual las dos partes dominantes, antes mencionadas, han intentado silenciar todo debate.
Nos queda solo esperar y orar–al tiempo que hacemos nuestra parte con verdad y caridad –de que este debate será finalmente abierto por Viganò de una manera que era prácticamente imposible en los días de Lefebvre contra Pablo VI y Juan Pablo II. En aquellos días, el movimiento tradicional había sido casi totalmente excluido y la reputación de la Iglesia oficial era grandemente admirada. En nuestros días, la crítica tradicional ha crecido únicamente gracias a una exoneración oficial del propio pontífice (quien observó la juventud del movimiento), en tanto que la reputación de la Iglesia ha sido destrozada por las revelaciones de las obras del maligno en el Vaticano y en el episcopado. En este contexto, ofrezco mi propia contribución al debate en una de las áreas fundamentales que Viganò aborda.
Los documentos y sus frutos
Viganò plantea una serie de observaciones que se deben considerar seriamente (de manera crítica incluso) como puntos fundamentales del debate. Una importante observación general se refiere a los frutos del Concilio como algo totalmente distinto a los de cualquier concilio precedente:
Si lo examinamos más de cerca, nunca en la historia de la Iglesia se presentó un Concilio a sí mismo como un evento histórico de magnitud tal que lo hacía diferente a cualquier otro concilio: nunca se habló de un “espíritu del Concilio de Nicea” o del “espíritu del Concilio de Trento”, así como tampoco nunca hubo una era “posconciliar” después del Letrán IV o del Vaticano I.
Si por “espíritu” de un concilio entendemos lo que señala la escuela de pensamiento de Boloña, que ve al concilio como meramente un paso hacia adelante en dirección a una mayor evolución del dogma, podemos ciertamente darle la razón en este punto. Incluso, podemos observar que Juan Pablo II creía en una cierta versión de este “espíritu” al afirmar en su primer sermón como pontífice:
[Como] el Concilio no está circunscrito únicamente a los documentos, ni tampoco ha sido completado por las formas de aplicarlo desarrolladas en estos años posconciliares. En consecuencia, es correcto considerar que estamos obligados por el deber primario de profundizar de manera diligente la implementación de los decretos y normas directrices de ese mismo Sínodo Universal. Esto indudablemente lo haremos de un modo que sea a la vez prudente y estimulante. Nos abocaremos, en particular, que florezca, ante todo, una mentalidad adecuada. Es decir, es necesario más que nada que las actitudes estén al unísono con el Concilio, de modo que en la práctica se hagan aquellas cosas que fueron ordenadas por él, y que aquellas otras que yacen ocultas en él o -como usualmente se dice- están “implícitas” se hagan explícitas a la luz de los experimentos realizados desde entonces y las exigencias de las circunstancias cambiantes. Dicho en breves palabras, es necesario que las semillas fértiles de los Padres del Sínodo Ecuménico, nutridas por la palabra de Dios, sembradas en tierra buena (cf. Mt 13: 8, 23) — es decir, las enseñanzas y deliberaciones pastorales importantes sean llevadas a su madurez del modo que es característico al movimiento y a la vida.[1]
Sin lugar a dudas, Juan Pablo II afirmaba que la oración interreligiosa de Asís era la expresión visible del Vaticano II.
[2] Esto concuerda precisamente con la crítica que hace Viganò quien conecta los puntos entre sí hacia adelante con el ídolo de la Pachamama y la blasfemia de Abu Dhabi: “Si la pachamama se puede adorar en una iglesia, se lo debemos a Dignitatis Humanae[.] … Si la Declaración de Abu Dhabi fue firmada se lo debemos a Nostra Aetate.” El propio Juan Pablo II vio su labor en términos de llevar adelante lo que estaba “implícito” en los mismos documentos, lo que socava las aseveraciones de Benedicto XVI al criticar los malos frutos del Concilio como provenientes de los medios de comunicación o de una equivocada hermenéutica, y no del propio Concilio.
De aquí surge la crítica primordial de Viganò a los frutos del Concilio a nivel dogmático:
Entre otras cosas, este Concilio ha demostrado ser el único que ha causado tantos problemas de interpretación y tantas contradicciones con respecto al Magisterio precedente, pues no existe ningún otro concilio –desde el Concilio de Jerusalén hasta el Vaticano I– que no haya estado en perfecta armonía con la totalidad del Magisterio o que necesite de tanta interpretación.
Los defensores Conservadores del Concilio aseveran (correctamente) que cada concilio es seguido de un periodo de caos y turbulencia y, en tal sentido, podemos citar el tan famoso Concilio de Nicea como una excelente muestra de ello. Pero note la diferencia: cada uno de los concilios anteriores articulaba una clara doctrina contra la herejía, y el caos que surgía era instigado por aquellos heréticos que eran condenados o por los poderes políticos que buscaban obstruir el concilio o llegar a un acuerdo con los heréticos. Es claro que la causa de este caos se podía atribuir no a las palabras mismas del concilio, sino más bien a la desobediencia de los fieles a los decretos definitivos.
Empero, podemos notar dos muy importantes excepciones a esta aseveración general de Vigano: Constanza y Vaticano I. Ambos concilios fueron concilios de emergencia que intentaron resolver el problema de los papas cismáticos (en el caso de Constanza) y la designación de obispos por el Estado y las revoluciones republicanas (en el caso del Vaticano I). Como consecuencia de muchos factores históricos, estos concilios fueron o bien parcialmente abrogados (como fue el caso de Constanza) o incompletos (como ocurrió con Vaticano I).
Particularmente, en lo que concierne al Vaticano I, podemos limitar la aseveración de Viganò acerca de los concilios previos. Aquí podemos observar que un cierto “espíritu de Vaticano I” emergió bajo la forma de un positivismo papal absoluto –contrario, sin embargo, al texto de Pastor Aeternus –-el cual se convirtió en el precursor del
positivismo extremo de Pablo VI. A pesar de
los esfuerzos oficiales en contrario, el Vaticano I dejó sin respuesta muchas cuestiones acerca de la naturaleza de la Tradición en relación con el poder del papa. Estas debilidades de ese periodo posconciliar fueron explotadas por los herejes del Vaticano II para crear la situación que tenemos hoy en día, en donde papas y obispos esperan una obediencia ciega ante declaraciones contradictorias. Cuando los fieles buscan respuestas y diálogo, y una articulación de la hermenéutica de continuidad, la única respuesta de los obispos es ordenar obediencia. Y esto es el sumun del clericalismo porque se niega a explicar y a enseñar -lo que constituye el significado mismo del término “Magisterio”- y esperan una fe ciega ante la aseveración de “continuidad”.
Esta es la realidad que Viganò dice haberse dado cuenta finalmente:
Confieso con serenidad y sin ánimo de controversia: yo fui uno de los tantos quien, a pesar de las muchas perplejidades y temores que han probado ser, hoy en día, absolutamente legítimas, confió en la autoridad de la Jerarquía con obediencia incondicional. En realidad, pienso que mucha gente, yo mismo incluido, no consideró inicialmente la posibilidad de que podía haber un conflicto entre la obediencia a una orden de la Jerarquía y la fidelidad a la Iglesia misma. Lo que hizo tangible esta antinatural, e incluso diría perversa, separación entre la Jerarquía y la Iglesia, entre la obediencia y la fidelidad, ha sido ciertamente este reciente Pontificado
Este es el lado esperanzador del pontificado de Francisco: ha provocado un despertar entre todos los defensores Conservadores del Vaticano II – el mismo Viganò inclusive. Ha forzado a los pocos obispos ortodoxos y valientes a articular y condenar plenamente las verdades y errores de nuestro tiempo. Sobre todo, ha sacado a relucir el reconocimiento de la verdadera doctrina del Concilio Vaticano Primero que el Venerable Pío IX intentó sin éxito generar durante ese periodo posconciliar, al darle su aprobación a la siguiente clara interpretación del Vaticano I:
En modo alguno depende del capricho del Papa y de su buen gusto, hacer de tal o cual doctrina el objeto de una definición dogmática: está atado y limitado por la revelación divina y por las verdades que esa revelación contiene; está atado y limitado por los Credos que ya existen, y por las definiciones precedentes de la Iglesia; está atado y limitado por la ley divina y por la constitución de la Iglesia.[3]
Los esfuerzos del movimiento tradicionalista se pueden reducir a estas palabras. Ellas simplemente afirman que incluso el Papa e incluso un concilio ecuménico están “limitados” por lo que los ha precedido: la Tradición y las tradiciones. En síntesis, es la frase de Ripperger: la Tradición retiene una fuerza vinculante, obligatoria.
Timothy Flanders
[2] Al presentar a la iglesia católica llevando de la mano a los hermanos cristianos y a todos estos que se unen de la mano con los hermanos de otras religiones, la Jornada en Asís fue como una expresión visible de estas afirmaciones del Concilio Vaticano II. Juan Pablo II,
Discurso ante la Curia Romana, dic. 22, 1986
[3] Esta fue la Instrucción Pastoral Conjunta emitida por los obispos suizos y aprobada y elogiada por Pío IX. Dom. Cuthbert Butler, El Concilio Vaticano (Newman Press, 1962), 464