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martes, 30 de junio de 2020

La razón inhibida



Después de más de cien días de pandemia, cuarentena y un sinfín de hipótesis, teorías y personajes que nacen y mueren como la hierba de verano (¿quién se acuerda hoy de la Dra. Chinda Brandolino?), aquí va otra retahíla de reflexiones.

1. Lo que más exaspera de la situación no es tanto el encierro, que en el interior del país es relativo, sino el menosprecio de la inteligencia. Los políticos y las elites científicas con la complicidad del periodismo, se burlan abiertamente de la capacidad racional de las personas, y éstas aceptan mansamente esa burla (...). Decía Aristóteles que las pasiones oscurecen, dificultan y a veces incluso impiden el ejercicio de la razón. El miedo es una pasión, y estamos viendo cómo ha sido capaz de inhibir el uso de la razón en la enorme mayoría de los habitantes del país y del mundo, que se revelan incapaces de concluir ante los datos de la realidad, que son fácilmente accesibles, y creen a pie juntillas el discurso oficial. Y aquellos que sí se dan cuenta, se callan porque es políticamente incorrecto cuestionar la pandemia, no sea que lo confundan a uno con Trump, Bolsonaro o algún otro impresentable.

2. El periodismo juega un papel fundamental en la generación del pánico social. Una vez que pase la pandemia, seguramente se harán varios estudios sobre los titulares permanentes que estamos obligados a leer. Lo curioso es que a pesar de que gran parte de ellos son evidentemente ridículos, la gente los sigue comprando y aterrándose. El fin de semana escribía un medio de prensa este alarmante título: “Rusia se acerca a los 9000 muertos por coronavirus”. Rusia tiene 150 millones de habitantes. ¿Alguien puede realmente creer que se trata de una situación desesperada? Sí, la mayoría de los lectores se espantan de lo que está sucediendo en Rusia.

3. Muchos periodistas mienten y amparan la mentira de los demás. Hace algunos días nos anunciaban la víctima más joven de Covid en Argentina: una bebé de un año que había sido contagiada. Hacia el final de la nota deslizaban que, además, tenía antecedentes de enfermedad neurológica y pulmonar, con dependencia de oxígeno. ¿De qué murió esta pobre niñita? Es claro que no murió de coronavirus sino con coronavirus. Esto me hace pensar en la veracidad de las cifras de muertos y preguntarme si no estarán infladas por difuntos que murieron de las patologías de las que habitualmente se mueren las personas pero, por las dudas, los anotan como muertos por Covid. Y no es una suposición peregrina. Curiosamente, los datos oficiales de Italia indican que durante los dos meses que duró lo más álgido de la pandemia, no murió ningún italiano por enfermedades cardiovasculares. ¿No será que a todos a los que le dio un infarto los pasaron al casillero del Covid?

4. Se ha escuchado hablar mucho en los últimos tiempos del ingeniero español radicado en Silicon Valley —lo cual es ya un pasaporte de genialidad— Tomás Pueyo quien, apenas conocido el avance de la pandemia elaboró en pocos días una estrategia que llamó del “martillo y la danza”, y publicó, como el mismo dice, “en un blog para amigos”.“Más de 40 millones de personas lo leyeron en los días siguientes, fue traducido en 40 idiomas y su difusión fue decisiva para que muchos gobiernos impusieran cuarentenas estrictas en todo el mundo”, se afirma. La pregunta que me surge es cómo fue posible que los gobiernos mundiales tomaran decisiones tan trascendentes para sus poblaciones a partir del artículo de un ignoto personaje aparecido en un blog. Es como si yo publicara en mi blog del Wanderer un artículo en el que hago elucubraciones sobre los beneficios que tendría para la religión el retorno de la misa tradicional, y en cuestión de una semana todos los episcopados mundiales adoptaran la liturgia preconciliar e impusieran, con medidas draconianas, a sus sacerdotes y fieles tal celebración. ¿Alguien creería posible tal situación? La tacharíamos de demencial y absurda. Pues bien, eso mismo, de modo análogo, ocurrió con el artículo del ingeniero español.

5. Pueyo afirmaba, entre otras cosas, que Estados Unidos tendría 10 millones de muertos por coronavirus. Hoy hay en aquel país 150.000 muertos, es decir, el 1,5% de lo predicho por el geniecillo de Silicon Valley. Y a pesar de la evidencia abrumadora de su error, Pueyo sigue siendo asesor de muchos gobiernos, incluido Argentina. 

Algo similar afirmó por esos días de marzo el prestigioso Imperial College de Londres: la pandemia dejaría 20 millones de muertos en el mundo. Hoy hay 500.000, el 2,5 % de lo anunciado. 

Frente a errores tan brutales, nadie reacciona. Y lo curioso es que la institución mundial que debería haberse involucrado en la cuestión, y me refiero a la OMS, apoyó abiertamente estas predicciones. No sólo eso, hace pocos días el director adjunto de esa organización, Ranieri Guerra, afirmó que la pandemia, que se encuentra en franco retroceso en Europa, puede volver en el otoño y provocar cincuenta millones de muertos como ocurrió con la Gripe Española. Pareciera que esta gente no tiene vergüenza, y tampoco la tienen los países que siguen considerando a la OMS como la autoridad mundial en salud. Las únicas reacciones conocidas han sido la de Trump, que retiró a Estados Unidos de la OMS, cinco diputados italianos que denunciaron penalmente a Guerra por terrorismo mediático y Javier Milei.

6. Estamos viendo en las últimas semanas el castigo que está imponiendo el mundo a los países que no obedecieron los diktate de la nomenklatura, como es el caso de Suecia. Los medios anunciaban que ese país se había convertido en el paria de Europa, y la OMS falsificó datos para perjudicarlo. Suecia tiene 5300 muertos por coronavirus. ¿Es, acaso, un número tan aterrador para infligirle tamaño castigo? ¿No es completamente irracional?

7. En este breve video se enseña una sencilla técnica de manipulación. La semana pasada, diez reconocidos científicos italianos de diversas especialidades firmaron una declaración en la que aseguran que el Covid ha perdido su agresividad inicial y se está apagando. Han sido duramente atacados y cuestionados, entre otros, por la misma OMS. Me pregunto si no será el caso de que, quien dice que la carpeta es verde en contra de la mayoría que afirma que es roja, es censurado. 

8. Espanta el cinismo de los políticos. En el discurso del viernes pasado, el presidente Fernández afirmó: “De lo que estamos enamorados es de la vida y por eso la cuidamos tanto y nos pesa tanto ese número de 1000 personas que dejaron de estar entre nosotros”. Esto lo dice una semana después de asegurar que en septiembre enviará al Congreso el proyecto de ley del aborto. Curioso enamoramiento de la vida; en todo caso debería aclarar que se trata de un enamoramiento selectivo. Y añade su lamento y pesar por los mil muertos que el coronavirus ha dejado en Argentina a lo largo de tres meses. Una vez más, me pregunto por qué su pesar por estos muertos y no por los que murieron de un infarto o de cáncer, que son muchos más de mil. ¿O es que los muertos por coronavirus tienen coronita y son más importantes que otros?

9. Según afirma Fernández, el único remedio para el coronavirus es el confinamiento, por lo tanto, tendrá encerrado a los argentinos todo el tiempo que haga falta para cuidarnos de la muerte. No entiendo por qué no aplica esa misma lógica a otros casos. En Argentina mueren 600 personas por mes debido a accidentes de tránsito, y el único remedio efectivo que se conoce es que no haya circulación de automóviles. ¿Por qué, entonces, no los prohibe? Mueren también 6100 personas por mes debido a problemas cardiovasculares. ¿Por qué no prohibe entonces la sal, las carnes grasas y el tabaco?

10. Para finalizar, el viernes nos enterábamos que investigadores de la Universidad de Barcelona han descubierto en muestras congeladas de aguas servidas de marzo de 2019, la presencia del Covid19. Si este dato se confirma, tendremos que el famoso bichito estaba circulando por Europa un año antes de que los europeos se dieran cuenta. Estimo que el año pasado era un virus domesticado y se le ocurrió volver a las salvajes costumbres de sus ancestros en 2020, justamente el año de las elecciones de Estados Unidos, donde no se decidirá solamente quién ocupará la Casa Blanca sino, en muchos sentidos, el destino del mundo. Pura coincidencia.

The Wanderer

La guillotina de la Revolución Francesa. 500 cadáveres encontrados en París



Sobre la «madre de todas las revoluciones» (la Revolución Francesa) hemos hablado ya varias veces en este sitio (ver aquí, aquí o aquí, por ejemplo).

Y hasta le hemos dedicado más de un vídeo (AQUÍ, en un claustro universitario). Pero parece que nunca es suficiente. Las divisas de «libertad, igualdad, fraternidad… o muerte», son estúpidamente enseñadas como mágicas palabras de este mundo tiránico de pensamiento único.

Pero cada tanto a alguno se le escapa la liebre y las verdades van surgiendo. Como ahora, que dos siglos después, los diarios comienzan a dar noticia de ese romántico, silencioso y económico instrumento inventado por José Ignacio Guillotin, como señala hoy, entre otros el diario ABC al decir que, tras varios años de investigaciones, se han descubierto, ocultos en la Capilla Expiatoria de París, los huesos de más de 500 franceses guillotinados en la antigua Plaza de la Revolución, la actual Plaza de la Concordia.

¡Toda una revelación! Claro, al menos para el vulgo que se ha «tragado» lo de la «democrática» y «popular» revolución de los franceses. Tan democrática y popular que según sus estadísticas dejó el siguiente saldo de guillotinados: 31 % eran obreros o artesanos; el 28% campesinos; el 20% mercaderes o comerciantes; el 9% nobles y el 7% eclesiásticos…[1]


La silenciosa máquina se estrenó el 27 de abril de 1792. El 16 de agosto se la colocó en la Plaza del Carrousel, frente a las Tullerías aunque, más adelante, en la época de Robespierre, se la trasladase frente a la antigua Bastilla, en la plaza de San Antonio. Las crónicas narran que, el hedor de la sangre coagulada era tan insoportable que apenas si uno podía pasar a varios metros de la plaza contaminada y llena de moscas.

Hoy, al menos para el gran público, estas cosas comienzan a hacerse conocidas (un muy buen libro es el del Padre Alfredo Sáenz, aquí).

Porque es así nomás: si uno no piensa, puede perder la virilidad; pero si piensa, puede perder la cabeza…

Que no te la cuenten…

P. Javier Olivera Ravasi, SE 

[1] Para quien quiera desayunarse con más datos y estadísticas, basta con consultar el trabajo en conjunto sobre los crímenes de la Revolución cfr. AA.VV, Le livre noir de la Révolution Française, Cerf, Paris 2008, Pág. 882.

Algunos somos más iguales que otros. La igualdad de la Revolución Francesa (Padre Javier Olivera Ravasi)



2. La Igualdad

Aunque Rousseau era un depravado (desde su juventud se paseaba desnudo por las calles) a veces se hacía preguntas inteligentes: “¿Cómo una multitud ciega que a menudo no sabe lo que quiere, puesto que raramente sabe lo que es bueno, llevaría a cabo una empresa tan grande, tan difícil como un sistema de legislación?”[1] –decía planteando que algunos son más iguales que otros. La respuesta que él mismo se daba era aun más inteligente: hay que manejar a la población, “es necesario hacerle ver los objetivos… algunas veces tales como deben parecerles”[2], y de paso hay que transformar nada menos que la naturaleza del hombre, pues “percibía una secreta oposición entre la constitución del hombre y la de nuestras sociedades”[3], en síntesis, como no somos iguales, hay que socializar al hombre y adaptarlo al nuevo régimen. En la misma línea hay que embaucarlo fabricándole “la ilusión de la libertad” para que el pobre bobo siempre se crea el maestro aunque no lo sea jamás, como explica en su libro Emilio: “No hay dominio tan perfecto como el que conserva la apariencia de la libertad; uno cautiva así la libertad misma… Sin duda (en este caso hablaba de los alumnos del colegio) no debe hacer lo que quiere; pero no debe querer sino lo que tú quieres que haga”.

En realidad, como señala Martin:
“1789 derriba una sociedad fundamental­mente desigualitaria, y ampliamente fundada sobre privilegios de naci­miento. Pero al parecer dicha operación no se realiza sino en provecho de la burguesía, que hasta entonces se siente humillada por encontrase amalgamada al campesinado en lo bajo de la escala social, en el orden llamado “del Tercer Estado”. 
La desigualdad nueva será, pues, la de la fortuna (y aun así, en cierta manera, la del nacimiento), desigualdad que la revolución consagra y consolida. La consagra por un modo electoral severamente censatario, que reservará a los más ricos el derecho de voto y elegibilidad, y ello casi continuamente desde 1791 a 1848. En la constitución de 1791, para alrededor de 6.500.000 hombres en edad de votar (25 años), la designación de los diputados, en último análisis, se reserva a unos 50.000 de entre ellos, elegidos entre los más ricos, y en razón misma de dicha opulencia (es decir, menos del 1% eran iguales)”[4].

Había que tolerar todo menos a los “distintos”; como dirían hoy algunos, “no había respeto por las minorías”. “Hay pues una profesión de fe puramente civil, cuyos artículos corresponde fijar al soberano, no precisamente como dogmas de religión, sino como sentimientos de sociabilidad, sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni súbdito fiel. Sin poder obligar a nadie a creerlos, puede desterrar del Estado a cualquiera que no los crea. Puede desterrarlo, no como impío, sino como insociable, como incapaz de amar sinceramente las leyes, la justicia, y de inmolar su vida, si es necesario, a su deber. Si alguien, después de haber reconocido públicamente estos mismos dogmas, se conduce como no creyéndolos, sea castigado de muerte: ha cometido el mayor de los crímenes”[5].

Pero la igualdad era difícil de conseguir aunque a veces, cuando se lograba, daba gusto, como por ejemplo cuando en 1797 el diario del progreso (Décade Philosophique) creía poder regocijarse en que la República había mejorado físicamente a la raza francesa, y que hasta las mujeres de Francia “tenían formas más bellas y rasgos más hermosos que antes”[6] (pobres, entonces, de las fuera de forma…). Sobre el antifeminismo revolucionario habría muchísimo que decir, pero solo recordemos que la idea de la inferioridad biológica e intelectual de la mujer estará al borde de ser un dogma científico durante los últimos años de la Revolución[7].

Sucede que la raza había que mejorarla tanto física como intelectualmente, mal que le pese a Voltaire, para quien “el hombre vulgar no merece que se piense en ilustrarlo (pues) la multitud de las bestias brutas llamadas hombres, comparadas con el pequeño número de los que piensan, es al menos en la proporción de cien a uno en muchas naciones”[8].

“Igualdad”, “igualdad”, ¡qué hermoso tesoro!


[1] Jean-Jacques Rousseau, Contrato Social, L. II, cap. 6. Las citas al respecto serían interminables.

[2] Jean-Jacques Rousseau, op. cit. cap. 6.

[3] Ídem.

[4] Xavier Martin, “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, en Gladius 44 (1999), 90.

[5] Jean-Jacques Rousseau, citado por Chevallier, Los grandes textos políticos, 157.

[6] Xavier Martin Libertad, Igualdad, Fraternidad, 94.

[7] A quien le interese el tema, el autor al que estamos siguiendo le ha dedicado un libro: Xavier Martin, L’homme des droits de l’homme et sa compagne, Dominique Martin Morin, Paris 2007, pp. 279.

[8] Voltaire, Dictionnaire philosophique, Paris 1764, artículo «Homme ».

«¡Te obligo a que seas libre!» La «libertad» de la Revolución Francesa (padre Javier Olivera Ravasi)




La Revolución Francesa y sus ideas (I): La liberté

Pero como todos intuimos, ni ésta ni ninguna revolución ha surgido jamás de un zapallo. Se nos ha hablado hasta el cansancio del “Siglo de las Luces”, de las “ideas” de la Revolución, de la “tolerancia”, la “igualdad”, la “fraternidad”, etc. Las revueltas no nacen solas, sino que han tenido padre y madre con nombre y apellido.

Fue el gran influjo de la Masonería­[1], esa secta impía y condenada por los Papas, la que desde 1717 tenía en mente la destrucción del orden establecido y la batalla final contra la Iglesia y los valores de la tradición; de allí, varios de sus integrantes obrarían como verdaderos conjurados en un fin específico: “destruir a la Infame”, es decir, a la Iglesia.

Fue el ya citado Voltaire uno de los más grandes ideólogos de la Revolución; éste, aunque no llegó a verla en la práctica, dejó sentados los cimientos prácticos de la conjuración: “es necesario obrar como conjurados (…). Que los filósofos verdaderos hagan una cofradía como los francmasones (…). Golpeen y oculten su mano”[2].

Como vimos, un grupo selecto de intelectuales fue quien llevó adelante los ideales con gran paciencia y laboriosidad; sus gritos de “libertad”, “igualdad” y “fraternidad” quedarían esculpidos hasta el día de hoy en cuanto edificio público existiese en Francia; pero ¿qué significaban para ellos, sus mentores, estas palabras?[3]

1. La Libertad

Si alguien con seriedad intelectual se dispusiese a estudiar las teorías de los ideólogos de la revolución quedaría pasmado al ver lo difícil que es encontrar en ellos algún razonamiento favorable al hombre. Así por ejemplo, el famoso barón D’Holbach, principal sostén financiero de la gran Enciclopedia[4], afirmaba que los errores del hombre son “errores de física” y que no existe la intelección hablando estrictamente pues nuestros pensamientos “se producen sin que lo sepamos en todas nuestras acciones” (una especie de determinismo mecanicista, así como el girasol se mueve sin que lo quiera).

Diderot, por su parte decía en su “Correspondencia”: “mirad de cerca, y veréis que la palabra libertad es una palabra vacía de sentido, que no hay y no puede haber seres libres; que no somos sino lo que conviene al orden general, a la organización, a la educación y, a la cadena de acontecimientos. He aquí lo que dispone de nosotros invenciblemente”[5].

¿Pero entonces? ¿Cuál es la libertad de la que nos hablan? Quizás sea la libertad sindical…: “Uno de logros mayores de la obra revolucionaria fue la liberación económica, especialmente con la ley Le Chapelier (1791), que, después de la muerte de las corporaciones, rige las relaciones de trabajo, prohibiendo tanto la huelga como el sindicalismo obrero, como que amenazan la libertad del contrato de trabajo, es decir, la libertad del patrón. Trátase de una lógica muy particular de la libertad, hay que reconocerlo, la misma de 1789, la que hace que se prohíba la huelga y los sindicatos. Será esta misma lógica la que, durante la mayor parte del siglo XIX, favorecerá consiguientemente la cruel proletarización obrera”[6].

Más divertido y hasta más franco resultaba de nuevo Voltaire al declarar que “el bien de la sociedad exige que el hombre se crea libre”[7] (sin serlo, obvio). Somos, en su concepción, una simple máquina “que tiene, no sé cómo, la facultad de estornudar por la nariz y pensar por el cerebro” y un grupo de “autómatas pensantes donde la libertad es apenas una bella quimera”[8]. Siguiendo al gran estudioso del pensamiento revolucionario, el profesor Xavier Martin, podríamos decir que tanto Voltaire como el resto de los que prepararon la Revolución “llegan a practicar, sobre los otros y no menos sobre él mismo, un resuelto desprecio por la humanidad, cuya obsesión y agudeza toca a veces lo alucinante, y sobre lo cual no es muy raro que los conocedores arrojen el manto de Noé, lo que muestra una encantadora piedad intelectual, pero perjudica nuestra curiosidad”[9].

Rousseau, otro adalid y puntero intelectual, se las tomaba contra la libertad del ciudadano común y declaraba que “el ciudadano pasivo, estandarizado, mecánicamente dócil, es el más apropiado para satisfacer los imperativos de un ‘programa’ tan bien intencionado en su imprecisión, “porque el cristianismo –decía– enerva la fuerza del resorte político y complica los movimientos de la máquina”[10]. Y no conviene que nadie piense y menos un católico porque “el estado de reflexión es un estado contra-natura y el hombre que medita, un animal depravado”[11]. La libertad, la verdadera libertad, como dirá Rousseau, estará en obedecer al que suplanta al rey y no en seguir la monarquía: “eso es ser verdaderamente libre”[12].

Todo era permitido para quien estuviera con la Revolución y en contra del Rey y de la Iglesia, como decía Voltaire, incluso mentir:

Hay que criticar a los autores que no piensan como nosotros –escribía sin empacho–, hay que envenenar hábilmente su conducta (…), hay que presentar sus acciones bajo una luz odiosa (…). Si los hechos nos faltan, hay que exponerlos, fingiendo callar una parte de sus faltas. Todo está permitido contra ellos (…). Mostrémoslos ante el gobierno como enemigos de la religión y de la autoridad; impulsemos a los magistrados a castigarlos. Golpeen y escondan la mano –les decía a sus adictos (…). A la menor crítica, a la menor respuesta, aun la más moderada y cortés, hay que gritar ‘calumnia, injuria, sátira atroz’, tratando a los adversarios de bribones, fugitivos de la cárcel, hipócritas, locos”[13].

La hipocresía no tenía límites. Una verdadera libertad habría exigido la abolición de todo tipo de “totalitarismo”, incluido el de la esclavitud. Pues bien, no hubo nada de esto. Recién cinco años después, cuando la Francia revolucionaria había perdido el control de sus tierras en ultramar, comenzó a promover la “libertad” para los esclavos; es decir, cuando no tenía más la posibilidad de conseguir nuevos esclavos, decretaba la libertad… Sin embargo, “el innoble tráfico fue discretamente retomado desde el Directorio y, para acabar, esta detestable institución fue oficialmente restablecida en 1802, sin oposición, por una clase política poblada de ex-revolucionarios”[14].

(continuará…)

[1] La Masonería proclama como principio básico la independencia absoluta de la razón humana frente a cualquier autoridad o enseñanza. El naturalismo y el racionalismo son su punto de partida. Consecuencia de esta radical decisión es la negación de la mayor parte de deberes con Dios y el indiferentismo Todas las enseñanzas de la Iglesia no son más que mitos de los que el hombre moderno y culto debe librarse. En la recepción de los grados supremos es obligatoria la apostasía, en el caso de ser cristiano, mediante la realización de acciones sacrílegas. Su gran enemiga es la Iglesia Católica, por lo que no es de extrañar que una de las metas más codiciadas de la secta haya sido la de “suprimir la sagrada potestad del Romano Pontífice y destruir por entero el Pontificado, instituido por derecho divino”, como enseñaba el Papa León XIII (Encíclica Humanum genus).

[2] Alfredo Sáenz, La Nave y las tempestades. La revolución francesa (primera parte), Gladius, Buenos Aires 2007, 117. Todo este libro del P. Sáenz y las fuentes que cita puede servir para ampliar la preparación de la Revolución Francesa.

[3] Para lo que sigue resumimos aquí lo mejor del estudioso francés Xavier Martin, Nature humaine et révolution française, DDM, Dominique Martin Morin, Bouère, Francia 1994, 277 pp.

[4] La “Enciclopedia” fue una publicación de varios tomos redactada por los pensadores revolucionarios por medio de la cual se intentó dar un nuevo significado a un sinfín de términos acuñados durante siglos de cristianismo.

[5] Ídem.

[6] Xavier Martin, “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, en Gladius 44 (1999), 90.

[7] Voltaire, Correspondance, Pléiade, Paris 1977-1993, t. 9, 873.

[8] Ibídem, 347.

[9] Xavier Martin, Nature humaine et révolution française, 39.

[10] Ibídem, 65.

[11] Ibídem, 54.

[12] Cfr. Jean-Jacques Chevallier, Los grandes textos políticos, Aguilar, Madrid 1954, 135.

[13] Citado por Alfredo Sáenz, La nave y las tempestades. La Revolución Francesa (La revolución cultural), 291-292.

[14] Xavier Martin, “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, op. cit., 89-90.

La Revolución Francesa: ¿un levantamiento popular? (Padre Javier Olivera Ravasi)




«Si es verdad que las conjuraciones

son tramadas a veces por gentes de talento,

son siempre ejecutadas por bestias feroces»

(Antoine de Rivarol)


Muchos, muchísimos son los libros acerca de la Revolución Francesa. Ella, al decir del “sentir común”, ha sido la “culminación del proceso de liberación”, de la liberación de los reyes, de la Iglesia y de sus creencias, donde el hombre “se dio cuenta de que era libre”: libre de las jerarquías, libre de los dogmas, de la moral, de la tradición… Ni trono, ni Dios, ni culpa, ni guerras, ni cárceles, “prohibido prohibir”, jauja, paz y felicidad universal y veinte etcéteras más.

Se trata de un “dogma” conocido y repetido por los divulgadores de la historia oficial. Y si no, hagamos la prueba…; preguntémosle a un universitario medianamente “cultivado”, cuáles son las ideas que le vienen a la cabeza cuando escucha decir las palabras “Revolución Francesa”; muy seguramente responderá:

– “Democracia”.

– “Siglo de las luces”.

– “Libertad, igualdad, fraternidad”.

– “Revolución y soberanía popular”.

– “Tolerancia”.

– “Lucha por los derechos humanos”.

Etc., etc., etc…

Y no se equivoca en la repetición. Es lo que se viene explicando hace 200 años en nuestros colegios y centros de estudios.

Con el objeto de dar un pantallazo general acerca de la “gloriosa revolución” desmenuzaremos brevemente tres temas: los hechos, la ideología encarnada y la respuesta del pueblo ante “el glorioso acontecimiento”.
Rondaba el año 1789. Francia se encontraba en una situación financiera desastrosa; era, al decir de algunos historiadores, un país rico en un estado pobre, con un rey debilitado moralmente y una deuda externa demasiado grande; todo hacía pensar que la bomba de tiempo estallaría rápidamente.

Como si fuese poco, los ministros que rodeaban al monarca eran, en mayor o menor medida, contrarios a la monarquía y a la religión católica… Frente a todo ello el rey se veía en una disyuntiva y, haciéndose violencia, aumentaba los impuestos. La decisión no era fácil, lo sabía, pero no quedaba otra salida; la medida traería inmediatamente un gran descontento en la burguesía y los altos mandos militares (todavía se debían sueldos de la campañas realizadas). Por último y como cereza del postre, las malas cosechas y sequías de 1788-1789 terminarían de secar las pocas reservas del tesoro real.

Algo olía mal en Francia…
Las de arriba eran solo las causas próximas de lo que se vendría; ya desde años atrás la revolución había comenzado en las mentes de ciertos escritores, actores y propagandistas autodenominados “iluminados” que –como formadores de opinión– transmitían lo que les dictaba la “luz” de la razón, según decían. Sobre esto afirmaba el escritor francés Rivarol: “Los filósofos enseñaron al pueblo a burlarse de los sacerdotes, y los sacerdotes no estaban en condiciones de hacer respetar al rey, causa palmaria de debilitamiento de poderes. La imprenta es la artillería del pensamiento. No es lícito hablar en público, pero es lícito escribir cualquier cosa. Y si no se puede tener un ejército de oyentes, es posible tener un ejército de lectores”[1].

El fermento estaba preparado. Ante la conmoción nacional que se vivía, el rey, a petición del Parlamento, convocó a los Estados Generales en el palacio de Versalles. Esta institución era un órgano consultivo (de consejo) representado por los tres estamentos principales de la sociedad: la nobleza, el clero y el “tercer estado” o burguesía que actuaba en representación del pueblo con un voto único por estamento. En esta oportunidad la convocatoria hizo que se distribuyeran del siguiente modo: 291 por parte del clero, 270 por la nobleza y 578 por la burguesía o pueblo llano[2].

En este sentido, hay que resaltar que el pueblo no participó nunca de modo directo en las deliberaciones. La falta de educación y la poca instrucción para los asuntos públicos hacían que “delegaran” su representación en los burgueses y abogados de Francia, quienes eran los que se veían directamente afectados por la crisis y por los nuevos impuestos. De hecho, como veremos más adelante, el pueblo francés siempre había guardado un gran cariño por el rey y la monarquía.

Como señala Sévillia[3], el Tercer Estado bajo la presión de una minoría activista se declaró rápidamente mandatario de toda la población y el 17 de junio de 1789 hizo declarar la Asamblea Nacional (una especie de gobierno provisorio), jurando no separarse hasta haber dado una nueva Constitución a Francia. A partir de ese momento –decían– la soberanía ya no residiría en el monarca sino en el pueblo y sus representantes (sobre todo en sus “representantes”). La revolución política era un hecho[4].

Los opositores al régimen monárquico, aprovechando la debilidad del rey y lo caldeado de los ánimos vieron oportuno levantar a la población parisina y dirigirla hacia la antigua cárcel de la Bastilla donde se encarcelaban a los presos políticos, signo de la “tiranía monárquica y de la intolerancia feudal” –según decían.

Era el 14 de julio de 1789.
Una carta citada por Hipólito Taine que circuló por aquellos tiempos, explica cómo se propagó la rebelión e indica de dónde provenía el golpe: “¿Quieren conocer a los autores de los disturbios? Los encontrarán entre los diputados del Tercer Estado y particularmente entre los procuradores y abogados (…). Se leen sus cartas en voz alta en la plaza principal, y se envían copias a todas las aldeas. En esas aldeas, si alguien, además del cura y del señor, sabe leer, ese alguien es el abogado, enemigo nato del señor, cuyo lugar quiere ocupar”[5].

El 12 de julio se propagó la noticia de que Necker (Ministro de Economía de la corona Francesa) había sido echado. Un joven, pistola en mano, en medio de una plaza comenzó a gritar: “¡Esta noche todos los batallones de suizos y alemanes –soldados– extranjeros voluntarios al servicio de la Corona, saldrán del Campo de Marte y entrarán en la ciudad para degollarnos! ¡A las armas!”.

En la mañana del 14 de julio París se levantó agitada. Una multitud había invadido la Plaza de la Grève y todos esperaban un grito que no tardó en llegar: ¡A los Inválidos! En dicha institución se resguardaban por aquel entonces un gran número de armas. Al llegar, los manifestantes confiscaron de un saque unos 28.000 fusiles… Muchos de ellos eran alborotadores profesionales a quien el duque de Orleans, contrario a la corona, había apelado para efectuar sus golpes de mano. Ya con las armas en alto se dirigieron a La Bastilla, un lugar emblemático. Hacía tiempo que sobre ella se venían narrando las peores atrocidades: que sus celdas eran oscuras, húmedas, llenas de sapos y ratas y que hasta habría estado el famoso “hombre de la máscara de hierro”, inmortalizado por el actor Leonardo Di Caprio en un film no muy lejano. Gracias a los panfletos que circulaban se había hecho creer que existía allí otro gran arsenal para “reprimir el movimiento popular”. La verdad era muy distinta; como narra el padre Sáenz, “se trataba de una prisión de Estado para personas de clase alta, casi un hotel de tres estrellas”[6].

El populacho se volcó hacia La Bastilla y, luego de asaltarla por la fuerza y matar a su director, encontró algo muy distinto de lo que pensaba: solo habían allí cuatro presos de los cuales dos eran dementes, otro era falsificador de letras de cambio y el último un joven pervertido…

Sin embargo el acontecimiento tan minúsculo pero simbólico, adquirió una relevancia protagónica en el imaginario colectivo, al punto tal que, hasta el día de hoy, cada año Francia lo festeja como una fiesta nacional. Muy lejos está de haber sido “popular” y “espontánea”, como tres años después del suceso afirmaría el revolucionario Camille Desmoulins en el Club de los Jacobinos: “no es una paradoja decir que esta revolución –por la Bastilla–, el pueblo no la pedía, que no ha ido delante de la libertad, sino que ha sido conducido (…). El pueblo de París no ha sido sino un instrumento de la Revolución (…). Nosotros hemos sido los maquinistas”[7].

A partir de la toma de control por parte de la burguesía todo estaba dicho. Los Estados Generales convertidos ya en Asamblea Nacional comenzaron a legislar ante la mirada atónita del rey. Los revolucionarios se habían dividido en dos partidos: los jacobinos (más extremistas) y los girondinos (liberales).

Pero repasemos algunas de las medidas tomadas en esos dos o tres años posteriores a 1789:

– El poder real pasó de manos del rey a un grupo de burgueses.

– Para evitar futuras restauraciones se ejecutó en “nombre de la libertad” al rey y a su familia.

– Se introdujo el matrimonio civil.

– Se facilitó el divorcio.

– Se equipararon los hijos legítimos a los naturales.

– Se logró la subvención de las prostitutas para mantener a la plebe ocupada.

– Se procedió al asesinato liso y llano de todos los detenidos por “sospecha” contra la República.


– Se ejecutó a miles de sacerdotes, religiosos y religiosas por el solo hecho de profesar la Fe y se profanaron las tumbas y los lugares sagrados.


En contra de lo que el pueblo quería, la Asamblea Nacional, con un odio visceral contra todo lo que denotara un sesgo de tradición (Iglesia, rey o monarquía) postulaba arrasar con todo y comenzar de cero, al punto tal que llegó a sustituir el calendario gregoriano por otro republicano (pues Cristo ya no existía); los meses fueron rebautizados y las semanas se transformaron de jornadas de 7 días a jornadas de 10 días; ¡todo para suprimir el día domingo! Las fiestas se trocaron en fiestas nacionales, “Día de la Juventud”, “De la Agricultura”, “De la Naturaleza”[8] e incluso se llegó a cambiar la oración del Padre nuestro: donde decía “adveniat regnum tuum” (“venga a nosotros tu reino”) debía decirse “adveniat republicam tuam” (“venga a nosotros tu república”)…

En la Catedral de París, Notre Dame, se proclamó el culto a “la diosa razón” y, profanando el templo, se llevó a una conocida prostituta que bailó semidesnuda sobre el altar para que le rindieran culto. De las 300 iglesias que existían en París solo quedaron 37 después de pocos años, el resto fueron convertidas en cabarets, lugares de baile o simplemente destruidas (el estado francés pagaría por cada piedra proveniente de las iglesias). 

En un acto de salvajismo se abolió solemnemente la Religión Católica creando para ello un nuevo culto oficial al Ser Supremo, del cual el militar Robespierre sería el sumo sacerdote.


[1] Antoine De Rivarol, Escritos políticos (1789-1800), Dictio, Bs.As. 1980, 78-79


[2] Cfr. Sáenz, Alfredo, La Nave y las tempestades. La revolución francesa desatada, Gladius, Buenos Aires 2007, 30. De todos los pertenecientes al “tercer estado” la mayoría eran abogados y burgueses.


[3] Jean Sévillia, Historiquement correct, Perrin, París 2004, 179.


[4] Cfr. Jean Tulard, Jean-François Fayard et Alfred Fierro, Histoire et dictionnaire de la Révolution française, Robert Laffont, « Bouquins », 1987.


[5] Citado por Alfredo Sáenz, La Nave y las tempestades. La revolución francesa desatada., Gladius, Buenos Aires 2007, 26.


[6] Alfredo Sáenz, La Nave y las tempestades. La revolución francesa desatada, 50.


[7] Ídem.


[8] Note el lector que hoy ocurre algo similar: entre el Día de la Mujer y el Día de los Enamorados, la gente se ha olvidado de San Juan de Dios y de San Valentín, presbítero y mártir (que, por cierto, nada tiene que ver con la festividad que se le adjudica).

El comunismo ha hecho y está haciendo mucho daño (Padre Santiago Martín)



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