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miércoles, 15 de julio de 2020

NOTICIAS VARIAS 15 de Julio de 2020



HISPANIDAD CATÓLICA

El terrorífico origen de las vacunas adulteradas modernas. Los fabricantes de vacunas son multinacionales sin control y quedan impunes


Selección por José Martí

El Concilio: ¿un mito que se desmorona? (Roberto De Mattei)



Cuando yo tenía veinte años -era el fatídico 68- ni en el colegio ni en la universidad se podía poner en tela de juicio la Revolución Francesa. Era un tabú histórico. Algo así como lo son el Italia la Reunificación y la resistencia antifascista. En aquellos años triunfaba la categoría de progreso. La historia parecía seguir un rumbo lineal de ascenso y perfeccionamiento, y la Revolución Francesa, la Reunificación Italiana y la Resistencia eran etapas irreversibles de dicho ascenso histórico.

Después del iluminismo y del idealismo de Hegel, el marxismo era la filosofía que planteaba de forma más eficaz este concepto progresista de la historia. La Revolución Rusa y el nacimiento de la Unión Soviética eran la prueba viviente del triunfo de la filosofía de la praxis sobre la del ser y la contemplación. Los marxistas, los liberales iluministas y todos los que al interior del mundo católico aceptaban este concepto de la historia se autocalificaban de progresistas.

Para los progresistas, el Concilio Vaticano II significaba lo mismo que había supuesto la Revolución Francesa en el terreno de lo laico. Todo el que se oponía a esta mitología era marginado, ridiculizado y demonizado. Más tarde, a finales de los años noventa, algo cambió. Mientras en los países del este europeo se efectuaba la Perestroika, en Occidente, con ocasión de su bicentenario, se emprendió la revisión histórica de los sucesos de 1789.

Han transcurrido treinta años, y el mito de la Revolución Francesa ha tenido el mismo destino que la Unión Soviética: se ha hecho añicos, aunque la disolución de la Unión Soviética y del mito de 1789 no ha supuesto la desaparición del comunismo ni del espíritu revolucionario, que sobreviven de otras maneras. Pero los tabúes cayeron.

Sólo sobrevive un mito, si bien comienza a mostrar los primeros síntomas de hundimiento inminente: el dogma del Concilio Vaticano II, el superconcilio que se celebró en Roma entre 1962 y 1965, el que debería haber eclipsado a todos los anteriores para inaugurar una nueva primavera de la fe. Lo compararon con una ventana que se abría en el edificio de la Iglesia para que entrara aire puro.

Actualmente la Iglesia Católica atraviesa una crisis que no tiene precedentes en la historia, y esa crisis la desencadenó el Concilio Vaticano II. En el sagrado templo de Dios no ha entrado el aire puro de una fe renovada, sino el mortífero humo de Satanás. Fue Pablo VI quien lo dijo desde los años setenta. Por eso hay que recibir con gratitud la labor de algunos eminentes prelados como el arzobispo Carlo Maria Viganò y el obispo Athanasius Schneider, que han comenzado a poner en entredicho el Concilio.

Es cierto que no han sido los primeros. Desde fines de los años setenta, o sea hace medio siglo, el arzobispo Marcel Lefevbre, había dado a conocer sus críticas a la revolución conciliar. Pero Lefevbre, al igual que los cardenales Ottaviani y Bacci, que habían protestado contra la nueva Misa de Pablo VI, eran tildados de anticuados. A todo el que criticaba el Concilio le colocaban la etiqueta de tradicionalista, presentando al tradicionalismo como un fenómeno que sería irremediablemente superado por la historia. Han pasado cincuenta años, y sin embargo la historia no ha superado al tradicionalismo sino al progresismo. Hoy en día ya no existen progresistas; mejor dicho, existen como hombres apegados al poder pero faltos de principios e ideas. En cambio, obispos como Viganò o Schneider no proceden en modo alguno del tradicionalismo; son simplemente auténticos católicos que buscan la verdad en el confuso horizonte de nuestro tiempo.

El mito del Concilio se cae, y eso es bueno porque en nombre de ese mito se han llevado a cabo algunos de los peores actos vandálicos en la teología, la liturgia y la moral en toda la historia de la Iglesia. La Iglesia necesita una reforma que llegue a su cúpula, una reforma que transforme las mentes y corazones de los hombres que la dirigen. Humanamente se trata de una empresa imposible, pero con la ayuda de Dios todo es posible. Sólo Dios puede salvar a la Iglesia, que es suya, no nuestra. Pero queremos ser instrumentos suyos en esta labor cada vez más necesaria y urgente. Que la Virgen del Carmen, cuya festividad celebramos el 16 de julio, nos ayude.

Roberto De Mattei

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Carta abierta al Arzobispo Carlo María Viganò y al Obispo Athanasius Schneider




Les ofrecemos la carta abierta al Arzobispo Carlo María Viganò y al Obispo Athanasius Schneider, avalada con la firma de distintas personalidades de relevancia pública en el panorama católico. Puede unirse todo aquel que lo desee. Les invitamos a la lectura de la carta

Carta abierta al Arzobispo Carlo María Viganò y al Obispo Athanasius Schneider

Con permiso de Maike Hickson para su publicación

Traducido por Pedro Luis Llera


9 de julio de 2020

Nosotros, los abajo firmantes, deseamos expresarles nuestra sincera gratitud por su fortaleza y su celo por las almas durante este periodo de crisis de fe de la Iglesia Católica que estamos sufriendo. Sus declaraciones públicas, que reclaman una discusión honesta y abierta sobre el Concilio Vaticano II y sobre los cambios drásticos en las creencias y las prácticas católicas que le siguieron, han sido motivo de esperanza y de consuelo para muchos fieles católicos. El acontecimiento del Concilio Vaticano II aparece ahora, más de cincuenta años después de su finalización, como algo único en la historia de la Iglesia. Nunca antes de nuestro tiempo, un concilio ecuménico ha venido seguido de un período tan prolongado de confusión, corrupción, pérdida de fe y humillación para la Iglesia de Cristo.

El catolicismo se ha distinguido de algunas falsas religiones por su insistencia en que el hombre es una criatura racional y en que la creencia religiosa alienta, en lugar de suprimir, la reflexión crítica de los católicos. Muchos, incluido el actual Santo Padre, parecen colocar el Concilio Vaticano II —y sus textos, actos e implementación— más allá del alcance del análisis crítico y el debate. Frente a las preocupaciones y objeciones planteadas por los católicos de buena voluntad, el Concilio ha sido presentado por algunos como si se tratara de un “superconcilio”, 1 cuya mera invocación acaba con cualquier tipo de debate, en lugar de promoverlo. Vuestro llamamiento a desentrañar las raíces de la crisis actual de la Iglesia y a reclamar que se tomen medidas que corrijan cualquier posible desviación realizada en el Vaticano II y que ahora se pudiera estimar errónea, constituye un ejemplo en el cumplimiento del ministerio episcopal de transmitir la fe tal como ha sido recibida de la Iglesia.

Agradecemos sus llamamientos para que se lleve a cabo un debate abierto y honesto sobre la verdad de lo que sucedió en el Vaticano II y sobre la posibilidad de que el Concilio y su desarrollo posterior puedan contener errores o aspectos que favorezcan esos errores o que dañen la fe. Tal debate no puede partir de la conclusión de que el Concilio Vaticano II en su conjunto y en sus partes está per se en continuidad con la Tradición. Tal condición previa a un debate impide el análisis crítico y la argumentación y sólo permite la presentación de pruebas que apoyen la conclusión ya establecida. La cuestión de si el Vaticano II se ajusta o no a la Tradición debe ser debatida: no postulada ciegamente como una premisa que deba ser aceptada, aunque resulte contraria a la razón. La continuidad del Vaticano II con la Tradición es una hipótesis que hay que probar y debatir: no un hecho incontrovertible. Durante demasiadas décadas, la Iglesia ha visto a muy pocos pastores permitir, y mucho menos alentar, tal debate.

Hace once años, Mons. Brunero Gherardini ya había realizado una petición filial al Papa Benedicto XVI: “La idea (que me atrevo a someter ahora a Su Santidad) ha estado en mi cabeza durante mucho tiempo. Y consiste en que se ofrezca una extensa aclaración y, si es posible definitiva, sobre el último Concilio: sobre cada uno de sus aspectos y contenidos. En efecto, me parece lógico, y me parece urgente, que estos aspectos y contenidos se estudien en sí mismos y en contexto con todos los demás, mediante un examen minucioso de todas las fuentes y desde el punto de vista específico de la continuidad con el Magisterio de la Iglesia anterior, solemne y ordinario. Sobre la base de una obra científica y crítica —lo más vasta e irrefutable posible— en confrontación con el Magisterio tradicional de la Iglesia, será posible definir el asunto de tal modo que permita entonces una evaluación segura y objetiva del Vaticano II.”2

También agradecemos su iniciativa de identificar algunos de los temas doctrinales más importantes que deben abordarse en semejante examen crítico; y agradecemos que nos hayan aportado el modelo para un debate franco, pero cortés, que pudiera albergar la posibilidad de debatir. De sus intervenciones recientes, hemos recopilado algunos ejemplos de los temas que han indicado que se deben abordar y, que si se encuentran erróneos, deberían corregirse. Esta compilación esperamos que sirva de base para una discusión y debate más detallados. No afirmamos que esta lista sea exhaustiva, perfecta o completa. Tampoco todos estamos necesariamente de acuerdo con la naturaleza precisa de cada una de las críticas que se citan a continuación ni en la respuesta a las preguntas que plantean; sin embargo, estamos unidos en la convicción de que sus preguntas merecen respuestas honestas y no meras descalificaciones con acusaciones ad hominem de desobediencia o de ruptura con la comunión. Si lo que cada uno de ustedes afirma es falso, que los interlocutores lo demuestren; si no, la jerarquía debería considerar las demandas que ustedes formulan.
La libertad religiosa para todas las religiones como un derecho natural que Dios quiere
Obispo Schneider: “Algunas expresiones del Concilio no pueden ser tan fácilmente reconciliables con la constante tradición doctrinal de la Iglesia, como por ejemplo las expresiones del Concilio sobre el tema de la libertad religiosa (en el sentido de un derecho natural y por lo tanto positivamente querido por Dios, de practicar y difundir una religión falsa, que puede abarcar también idolatrías o cosas peores)3.”

Obispo Schneider: “Desgraciadamente, pocas frases más abajo, el Concilio socava esta verdad proponiendo una teoría que jamás ha sido enseñada por el Magisterio constante de la Iglesia: que el hombre tiene un derecho fundamentado en su propia naturaleza por el que no se debe obligar «a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos» (ut in re religiosa neque impediatur, quominus iuxta suam conscientiam agat privatim et publice, vel solus vel aliis consociatus, intra debitos limites, n. 2). Apoyado en esta afirmación, el hombre tendría el derecho, fundado en la propia naturaleza (y por tanto positivamente querido por Dios) de elegir, practicar y divulgar, incluso colectivamente, el culto a un ídolo y hasta el culto a Satanás, por ejemplo en la conocida como Iglesia de Satán. De hecho, en algunos países la Iglesia de Satán está jurídicamente equiparada a otras religiones.”4

La identificación de la Iglesia de Cristo con la Iglesia Católica y el Nuevo Ecumenismo

Obispo Schneider: “Algunas expresiones del Concilio no pueden ser tan fácilmente reconciliables con la constante tradición doctrinal de la Iglesia, como por ejemplo […] una distinción entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica (el problema del “subsistit in” que da la impresión de la existencia de dos realidades: por una parte la Iglesia de Cristo y por otra la Iglesia Católica), de la conducta ante la confrontación de las religiones no cristianas y de la conducta frente a las confrontaciones del mundo contemporáneo.”5

Obispo Schneider: “Pero afirmar que los musulmanes adoran junto con nosotros al único Dios (“nobiscum Deum adorant“), como lo hizo el Concilio Vaticano II en Lumen Gentium 16, es teológicamente una afirmación altamente ambigua. Que los católicos adoramos con los musulmanes al único Dios no es cierto. No adoramos con ellos. En el acto de adoración, siempre adoramos a la Santísima Trinidad, no adoramos simplemente al “único Dios” sino, más bien, a la Santísima Trinidad conscientemente: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Islam rechaza la Santísima Trinidad. Cuando los musulmanes adoran, no adoran en el nivel sobrenatural de la fe. Incluso nuestro acto de adoración es radicalmente diferente. Es esencialmente diferente. Precisamente porque nos volvemos a Dios y lo adoramos como hijos que están constituidos dentro de la inefable dignidad de la adopción filial divina, y lo hacemos con fe sobrenatural. Sin embargo, los musulmanes no tienen una fe sobrenatural.” 6

Arzobispo Viganò: “Sabemos muy bien que, invocando la palabra de la Escritura Littera enim occidit, spiritus autem vivificat [“La letra mata, el espíritu da vida” (2 Cor 3, 6)], los progresistas y modernistas astutamente encontraron cómo esconder expresiones equívocas en los textos conciliares, que en su tiempo parecieron inofensivos pero que, hoy, revelan su valor subversivo. Es el método usado en la frase subsistit in: decir una medio-verdad como para no ofender al interlocutor (suponiendo que es lícito silenciar la verdad de Dios por respeto a sus criaturas), pero con la intención de poder usar un medio-error que sería instantáneamente refutado si se proclamara la verdad entera. Así, “Ecclesia Christi subsistit in Ecclesia Catholica” no especifica la identidad de ambas, pero sí la subsistencia de una en la otra y, en pro de la coherencia, también en otras iglesias: he aquí la apertura a celebraciones interconfesionales, a oraciones ecuménicas, y al inevitable fin de la necesidad de la Iglesia para la salvación, en su unicidad y en su naturaleza misionera.”7

Primacía papal y la nueva colegialidad

• Obispo Schneider: “El hecho en sí de la necesidad, por ejemplo, de la “Nota explicativa previa” al documento Lumen Gentium demuestra que el mismo texto de la Lumen Gentium en el nº 22 es ambiguo respecto al tema de las relaciones entre el primado y la colegialidad episcopal. Los Documentos esclarecedores del Magisterio en la época post-conciliar, como por ejemplo las encíclicas Mysterium Fidei, Humanae Vitae, El Credo del Pueblo de Dios de Pablo VI, fueron de gran valor y ayuda, pero los mismos no aclararon las afirmaciones ambiguas del Concilio Vaticano II antes mencionadas.”8

El Concilio y sus textos son la causa de muchos escándalos y errores actuales

Arzobispo Viganò: “El que la Pachamama haya sido adorada en una iglesia se lo debemos a Dignitatis Humanae. El que tengamos una liturgia protestantizada y a veces incluso paganizada, se lo debemos a la revolucionaria acción de monseñor Annibale Bugnini y a las reformas postconciliares. La firma de la Declaración de Abu Dabhi, se la debemos a Nostra Aetate. Y si hemos llegado hasta delegar decisiones en las Conferencias Episcopales -incluso con grave violación del Concordato, como es el caso en Italia-, se lo debemos a la colegialidad y a su versión puesta al día, la sinodalidad. Gracias a la sinodalidad nos encontramos con Amoris Laetitia y teniendo que ver el modo de impedir que aparezca lo que era obvio para todos: este documento, preparado por una impresionante máquina organizacional, pretendió legitimar la comunión a los divorciados y convivientes, tal como Querida Amazonia va a ser usada para legitimar a la mujeres sacerdotes (como en el caso reciente de una “vicaria episcopal” en Friburgo de Brisgovia) y la abolición del Sagrado Celibato.”9

Arzobispo Viganò: “Pero si en aquel momento pudiera resultar difícil pensar que una libertad religiosa condenada por Pío XI (Mortalium Animos) pudiera ser promulgada por Dignitatis Humanae; o que el Romano Pontífice pudiera ver su autoridad usurpada por un colegio episcopalfantasma, actualmente entendemos que lo que se ocultó inteligentemente en el Vaticano II, se promueve abiertamente hoy endocumentos papales precisamente en nombre de la aplicación coherente del Concilio”.10

Arzobispo Viganò: “Podemos, por tanto, afirmar que el espíritu del Concilio es el Concilio mismo, que los errores del postconcilio se contienen in nuce en las actas del Concilio, del mismo modo que se dice con toda razón que el Novus Ordo es la Misa del Concilio, aunque en presencia de los Padres se celebrara la Misa que los progresistas califican significativamente de preconciliar.”11

Obispo Schneider: “Para cualquier persona honesta intelectualmente que no trate de hacer la cuadratura del círculo está claro que la afirmación de Dignitatis humanae de que todo hombre tiene derecho por su propia naturaleza (y por lo tanto sería un derecho positivamente querido por Dios) a practicar y difundir una religión según su conciencia no difiere sustancialmente de lo que afirma la Declaración de Abu Dabi, que dice: «El pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina, con la que Dios creó a los seres humanos. Esta Sabiduría Divina es la fuente de la que proviene el derecho a la libertad de credo y a la libertad de ser diferente».”12

Hemos tomado nota de las diferencias que han quedado de manifiesto entre las soluciones que cada uno de ustedes ha propuesto para hacer frente a la crisis promovida durante y después del Concilio Vaticano II. Por ejemplo, el Arzobispo Viganò ha argüido que sería mejor “olvidar” por completo el Concilio, mientras que el Obispo Schneider, en desacuerdo con él sobre este punto específico, propone corregir oficialmente solo aquellas partes de los documentos del Concilio que contengan errores o que resulten ambiguos. Su amable y respetuoso intercambio de opiniones debe servir de modelo para un debate más profundo que ustedes y nosotros deseamos. Con demasiada frecuencia, durante estos últimos cincuenta años, las discrepancias sobre el Vaticano II han sido combatidas meramente mediante descalificaciones ad hominem, en lugar de aportando argumentos con tranquilidad. Instamos a todos los que se unan a este debate a que sigan nuestro ejemplo.

Oramos para que Nuestra Santísima Madre; San Pedro, Príncipe de los Apóstoles; San Atanasio y Santo Tomás de Aquino protejan y preserven a sus Excelencias. Que les recompensen por su fidelidad a la Iglesia y les confirmen en su defensa de la Fe y de la Iglesia.

In Christo Rege, (firmado)

In Christo Rege, (firmantes)

Donna F. Bethell, J.D.

Prof. Dr Brian McCall

Paul A. Byrne, M.D.

Edgardo J. Cruz-Ramos, President Una Voce Puerto Rico

Dr Massimo de Leonardis, Professor (ret.) of History of International Relations

Prof. Roberto de Mattei, President of the Lepanto Foundation

Fr Jerome W. Fasano

Mauro Faverzani, journalist

Timothy S. Flanders, author and founder of a lay apostolate

Matt Gaspers, Managing Editor, Catholic Family News

Corrado Gnerre, leader of the Italian movement “Il Cammino dei Tre Sentieri”

Dr Maria Guarini STB, editor of the website Chiesa e postconcilio

Kennedy Hall, book author

Prof. Dr em. Robert D. Hickson

Prof. Dr.rer.nat. Dr.rer.pol. Rudolf Hilfer, Stuttgart, Germany

Rev. John Hunwicke, Senior Research Fellow Emeritus, Pusey House, Oxford

Prof. Dr Peter Kwasniewski

Leila M. Lawler, writer

Pedro L. Llera Vázquez, school headmaster and author at InfoCatólica

James P. Lucier PhD

Massimo Magliaro, journalist, Editor of “Nova Historica“

Antonio Marcantonio, MA

Dr Taylor Marshall, author of Infiltration: The Plot to Destroy the Church from Within

The Reverend Deacon, Eugene G. McGuirk

Fr Michael McMahon Prior St. Dennis Calgary

Fr Cor Mennen

Fr Michael Menner

Dr Stéphane Mercier, Ph.D., S.T.B.

Hon. Andrew P. Napolitano, Senior Judicial Analyst, Fox News; Visiting Professor of Law, Hofstra University

Fr Dave Nix, Diocesan Hermit

Prof. Paolo Pasqualucci

Fr Dean Perri

Dr Carlo Regazzoni, Philosopher of Culture, Therwill, Switzerland

Fr Luis Eduardo Rodríguez Rodríguez

Don Tullio Rotondo

John F. Salza, Esq., Catholic Attorney and Apologist

Wolfram Schrems, Wien, Mag. theol., Mag. Phil., catechist

Henry Sire, historian and book author

Robert Siscoe, author

Jeanne Smits, journalist

Dr. sc. Zlatko Šram, Croatian Center for Applied Social Research

Fr Glen Tattersall, Parish Priest, Parish of St John Henry Newman (Melbourne, Australia)

Marco Tosatti, journalist

Jose Antonio Ureta

Aldo Maria Valli, journalist

Dr Thomas Ward, President of the National Association of Catholic Families

John-Henry Westen, co-founder and editor-in-chief LifeSiteNews.com

Willy Wimmer, Secretary of State, Ministry of Defense (ret.)

M. Virginia O. de Gristelli, Director del C. F. S.Bernardo de Claraval , Argentina

Jorge Esteban Gristelli, editor.(Argentina)

Giovanni Turco, Adjunct Professor of Philosophy of Public Law at the University of Udine (Italy)



Si alguien quiere sumar su firma a esta carta, puede dirigirse por correo electrónico a: Openlettercouncil@gmail.com



1 Cardenal Joseph Ratzinger 13 de julio de 1988, en Santiago de Chile.

2 Concilio Vaticano II: Un discorso da fare (Frigento: Casa Maria Editrice, 2009), posteriormente publicado en inglés como The Ecumenical Vatican Council II: A Much Needed Discussion. El extracto se toma de https://fsspx.news/en/vatican-iicouncil-much-needed-discussion.










América, la bien donada. Los derechos de conquista de España en América (Padre Javier Olivera Ravasi)


Duración 15:34 minutos



(Extractos del libro «Que no te la cuenten I», disponible en Amazon, aquí)


“Mientras exista un confín

de tierra sin alabar 

al que nos vino a salvar,

la tierra no tiene fin”

José María Pemán


“¿Qué derecho tenían los españoles para irrumpir en la paz de los ‘pueblos originarios’? ¿Qué derecho poseían para tomar sus tierras y desparramar sus ideas, su cultura y su religión?”.

Hemos escuchado esta frase una y mil veces, como si fuera un caballito de batalla permanente; detengámonos entonces un poco en ello.

Existe hoy una corriente ideológica que ha logrado instalar en algunos medios lo que sería el “justo reclamo” de las tierras aborígenes “usurpadas” por los descubridores al momento de la conquista.

A estas preguntas intentaremos darle respuesta tratando de resumir al máximo la cuestión y basándonos en los autores más autorizados a nuestro alcance. Sin embargo, digámoslo de una vez, hemos llegado tarde, ya que hace 500 años hubo un grupo de hombres que ya se había planteado el problema de la posible ilegitimidad de la conquista: los mismos españoles…

– ¿Cómo?

Sí, los mismos españoles tuvieron dudas de sus derechos de conquista.

Un rey escrupuloso como Carlos V, el mismo pueblo español y los teólogos más eximios de la corona española comenzaron casi desde el principio, a dudar de la licitud de lo que estaban haciendo (en el curso de la historia, España fue el único país en que se planteó la legitimidad o ilegitimidad de una conquista y que incluso llegó a suspender momentáneamente la empresa hasta tanto no se definiera el asunto)[1].

Fue la inteligencia cristiana la que, de este modo, elaboró un cuerpo de doctrina sólido que se dio en llamarse “la cuestión de los justos títulos”, es decir, la legitimidad o no de los derechos sobre las tierras descubiertas en las “Indias” occidentales.

Pero… ¿qué derechos se invocaban para conquistar? Digamos sucintamente que dos eran los títulos que se invocaban al momento de arrogarse la potestad: la donación papal y el derecho natural.

La donación papal de las tierras

Apenas siete meses después del primer viaje de Colón, Alejandro VI –el Papa reinante– decidía realizar la donación de gran parte del Nuevo Mundo a la Corona de Castilla y León. Para ello redactó la famosísima bula Inter coetera, donde donaba a dicha corona las tierras e islas halladas y por hallar en el occidente, con el cargo de evangelizarlas.

Leamos partes de la misma resaltando algunos párrafos:

“Nos hemos enterado en efecto que desde hace algún tiempo os habíais propuesto buscar y encontrar unas tierras e islas remotas y desconocidas y hasta ahora no descubiertas por otros, a fin de reducir a sus pobladores a la aceptación de nuestro Redentor y a la profesión de la fe católica, pero, grandemente ocupados como estabais en la recuperación del mismo reino de Granada, no habíais podido llevar a cabo tan santo y laudable propósito; pero como quiera que habiendo recuperado dicho reino por voluntad divina y queriendo cumplir vuestro deseo, habéis enviado al amado hijo Cristóbal Colón (…). Estos, navegando por el mar océano con extrema diligencia y con el auxilio divino hacia occidente, o hacia los indios, como se suele decir, encontraron ciertas islas lejanísimas y también tierras firmes que hasta ahora no habían sido encontradas por ningún otro, en las cuales vive una inmensa cantidad de gente que según se afirma van desnudos y no comen carne y que –según pueden opinar vuestros enviados– creen que en los cielos existe un solo Dios creador, y parecen suficientemente aptos para abrazar la fe católica y para ser imbuidos en las buenas costumbres, y se tiene la esperanza de que si se los instruye se introduciría fácilmente en dichas islas y tierras el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo (…).Nos pues encomendando grandemente en el Señor vuestro santo y laudable propósito, y deseando que el mismo alcance el fin debido y que en aquellas regiones sea introducido el nombre de nuestro Salvador, os exhortamos (…) y os requerimos atentamente a que prosigáis de este modo esta expedición y que con el ánimo embargado de celo por la fe ortodoxa queráis y debáis persuadir al pueblo que habita en dichas islas a abrazar la profesión cristiana sin que os espanten en ningún tiempo ni los trabajos ni los peligros (…). Y para que (…) asumáis más libre y audazmente una actividad tan importante (…) haciendo uso de la plenitud de la potestad apostólica y con la autoridad de Dios omnipotente que detentamos en la tierra y que fue concedida al bienaventurado Pedro y como Vicario de Jesucristo, a tenor de las presentes, os donamos, concedemos y asignamos perpetuamente, a vosotros y a vuestros herederos y sucesores en los reinos de Castilla y León, todas y cada una de las islas y tierras predichas y desconocidas que hasta el momento han sido halladas por vuestros enviados y las que se encontrasen en el futuro y que en la actualidad no se encuentren bajo el dominio de ningún otro señor cristiano, junto con todos sus dominios, ciudades, fortalezas, lugares y villas, con todos sus derechos, jurisdicciones correspondientes y con todas sus pertenencias; y a vosotros y a vuestros herederos y sucesores os investimos (…). Y además os mandamos en virtud de santa obediencia que haciendo todas las debidas diligencias del caso, destinéis a dichas tierras e islas varones probos y temerosos de Dios, peritos y expertos para instruir en la fe católica e imbuir en las buenas costumbres a sus pobladores y habitantes”[2].

He aquí el justo título que se ha invocado siempre por parte de España: la donación pontificia de las tierras por descubrir.

Dicha “donación” de las tierras tiene su fundamento en el derecho divino, es decir, en el mismo derecho que posee el Sumo Pontífice de hacer uso de los bienes temporales en orden a lo espiritual. Tal acto jurídico de parte del Papa, no solo no fue discutido en su tiempo, sino que fue aceptado completamente por Europa.

Desde el punto de vista de la Teología el hecho podría explicarse así; antes de subir al Padre, Jesucristo dijo: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28, 18-20).

Al ser investido Pedro como Vicario (representante) de Cristo en el mundo, también tiene él todo poder en el Cielo y en la Tierra, de aquí que pueda utilizar (como dice la Bula) “la plenitud de la potestad apostólica”, haciendo uso de su potestad patrimonial en vistas del bien común espiritual de las almas. Vale la pena recordar esto: el poder temporal del Papa es siempre en orden a un fin espiritual, de allí que esta donación de América a la corona española tenga el fin principal de llevar el Evangelio a este Nuevo Mundo, sin violarles el derecho que poseen por naturaleza a que se les predique el Evangelio. Dicha donación sin embargo, es “con cargo”, es decir con una cierta obligación de que los reyes (y sus sucesores) deban evangelizar e “instruir en la fe católica e imbuir en las buenas costumbres a sus pobladores y habitantes”, de ahí que, incumplido el cargo, podría perfectamente revocarse[3].

Por último, una cosa que no debe dejar de considerarse es que la donación pontificia otorgaba la propiedad de estas tierras a la “Corona”, no al “Estado Español” (es decir, el gobierno de turno), por esto la autonomía primero y la independencia después de los países americanos, comenzada a inicios del siglo XIX fue legítima. Se adujo que los justos títulos habían caducado al abdicar la Corona en manos de Bonaparte y que no se quería servir sino a la corona española que estaba siendo atacada por los enemigos de la Madre Patria y de la Religión.

Ahora bien; al parecer, dicha “donación” podía ser aceptada por los europeos siguiendo su costumbre jurídica, pero… ¿no era un atropello frente al derecho de dominio de los habitantes precolombinos que no conocían a Cristo ni sabían que la tierra le pertenecía? ¿Qué derecho tenía el Papa de “donar” lo que era “de otros?”.

La conquista frente al derecho natural, según Francisco de Vitoria

Pudiendo quedarse en la respuesta teológica (que no por ello deja de ser cierta)[4], la Cristiandad también intentó preguntarse acerca de los justos títulos en base al orden natural. Es decir, en el caso de que alguien no aceptara la gloriosa donación papal a la corona española: ¿había derecho a asentarse en las tierras americanas? España será, lo repetimos, la única nación en la historia que hizo un examen de conciencia político sobre el tema; no lo hizo Inglaterra con Estados Unidos; no lo hizo la URSS con la infinidad de tierras robadas a diversos países durante el comunismo; no lo hizo Israel con los palestinos. Fue España la que puso un “parate” y se preguntó acerca de lo que estaba haciendo. Es acertada, entonces, la frase de Caturelli cuando dice que “es conveniente volver a señalar que no se conoce, en la historia de la humanidad, una actitud semejante: un doctor, Vitoria, muchos doctores españoles, un rey y un pueblo, por propia decisión, plantean de modo permanente, la legitimidad y moralidad de sus actos; una nación tiene el propósito de no soslayar el drama, nunca resuelto del todo en el tiempo finito de la historia, de la conciencia cristiana”[5].

Fue, como decíamos, Francisco de Vitoria quien encabezó el planteo acerca de los “justos títulos”. Bastaba, ciertamente, con la donación; sin embargo quiso desmenuzar la madeja para volver a armarla luego. Para ello recurrió al derecho natural e internacional[6].

Veámoslo poco a poco según su propia visión[7]:

La sociedad y comunicación natural

“Los españoles tienen derecho a recorrer los territorios de los Indios y a permanecer allí, mientras no causen daños a los bárbaros, y estos no pueden prohibírselo”.

Es de derecho natural o más bien, está ínsito en la naturaleza humana el que seamos animales sociales (“animal político” llamaba Aristóteles al hombre), de aquí que era legítimo al español el visitar Las Indias y ofrecer un intercambio de bienes sin causarles daño alguno. Por el mismo motivo les sería lícito comerciar con ellos y participar de los bienes que no son de nadie (res nullius) como por ejemplo, recoger el oro de los campos, las perlas o los peces del mar, etc.; el principio es: “las cosas que no son de ninguno son de quien las ocupa o posee”.

La propagación de la religión cristiana

Se pasa ahora del precedente motivo de derecho natural al derecho divino positivo, derecho y deber al mismo tiempo (existencialmente prioritario) de poder predicar y comunicar la salvación cristiana por parte de la Iglesia y sus miembros.

Así lo declara:

“Los cristianos tienen derecho de predicar y anunciar el Evange­lio en las provincias de los bárbaros y aunque esto es de derecho común y está permitido a todos, pudo, sin embargo, el Papa enco­mendar esta misión a los españoles y prohibírsela a los demás. Si los indios se oponen es lícito llevarles guerra” –afirmaba nuestro autor.

Está el derecho (y la obligación) de los cristianos de propagar el Evangelio y esto no solo se deriva de las palabras de Cristo (“id y ense­ñad a toda creatura…”), sino también surge a partir del derecho de recorrer el territorio libremente y comerciar con sus gentes, enseñando también “la verdad a los que quieran oír”; además, porque quedarían fuera del estado de salvación si no se les predicara y también los indios tenían derecho a ser instruidos en la Fe. ¿O acaso no es también un “derecho humano” el poder acceder a un culto? ¿Con qué derecho se les denegaría esa facultad a los aborígenes que aun no habían conocido el mensaje del Evangelio? ¿Qué ley se invocaría para impedirles la posibilidad de religarse con el Dios Verdadero?

La religión cristiana nunca ha sido impuesta por la fuerza y si en algunas ocasiones lo fue, se trató de un exceso reprochable por parte de la autoridad; el abrazar la Fe implica una aceptación libre de la voluntad (“non ad imponendam, sed disuadendam”, decía San Agustín, es decir, disuadiendo, no imponiendo).

El Papa Alejandro VI, en este caso, podía encomendar esta misión a determinado grupo de personas (las coronas de Castilla y León y sus vasallos) y prohibírselo a los demás para unificar los criterios; ¿con qué derecho? Con el de ser la cabeza de la Iglesia y pastor supremo.

Defensa de los indios convertidos

“Si algunos bárbaros se convierten al cristianismo, y sus prín­cipes quieren por la fuerza o por medio del terror volverlos a la idolatría, los españoles por esta razón, si no hay otra forma, pueden también hacer la guerra, hasta destituir a veces a sus gobernantes”.

Es decir, si los indios, aun permitiendo la predicación la impidieran después la conversión de algunos, matando o castigando a los convertidos (como ocurrió en diversas ocasiones y como sucede en Medio Oriente con los musulmanes que se convierten al cristianismo), los españoles tendrían el derecho de defender a esos terceros contra la persecución declarándoles la guerra y hasta destituyendo a sus jefes como se hace en la guerra justa.

Entra aquí en juego la legítima defensa del tercero, como sucede incluso en la moral individual. ¿Qué derecho tiene un hombre de entrometerse en el caso de una joven que desea hacerse un aborto aludiendo que “puede hacer lo que quiera ‘con su cuerpo’”? El derecho (y la obligación) que tiene quien interviene es el derecho que le da la defensa de un tercero indefenso (el hijo).

El cambio o suplantación del príncipe

“Si una buena parte de los bárbaros se hubiera convertido a la fe de Cristo…, mientras sean cristianos de verdad puede el Papa con causa justa, pídanlo ellos o no, darles un príncipe cristiano y quitarles los otros príncipes infieles”.

Dicha frase se desprende del poder temporal que posee el Papa en orden a lo espiritual. Si el gobernante que posee un grupo de cristianos es mediocre o bien contrario al bien común espiritual, aquel –como jefe de los cristianos– puede sugerir un dirigente más adecuado para sus súbditos.

Tiranía de los gobernantes

En el ámbito del derecho natural, el daño de los terceros inocentes legitima también en favor de estos a los conquistadores –como dice Vitoria; los españoles pueden intervenir en su favor “ante el daño de los inocentes, como cuando se ordena el sacrificio de hombres o la matanza de hombres libres de culpa con el fin de devorarlos”.

Así comenta el propio pa­dre Vitoria: “Aun sin la autoridad del Pontífice, los príncipes españoles pueden prohibir a los bárbaros tan nefastas costumbres y ritos, porque tienen derecho a defender a los inocentes de una muer­te injusta (…). Se puede intimar a los bárbaros a que desistan de semejantes ritos; si se niegan, existe ya una causa para hacerles guerra y emplear contra ellos todos los derechos de guerra. Y si tan sacrílega costumbre no puede abolirse de otro modo, se puede cambiar a sus jefes e instituir nuevos gobiernos”.

Ya hemos señalado que la estructura de la sociedad precolombina podía caracterizarse como una sociedad de dominadores y de esclavos. La enorme bibliografía actual así lo muestra tanto la referida a Mesoamérica cuanto a la América andina, de allí que semejante tiranía terminara en la alianza de grupos indígenas con los conquistadores españoles para luchar contra caciques y vecinos tiránicos.

Dicha existencia de “leyes inhumanas que perjudi­can a los inocentes” da el derecho de intervención; es el caso –como se vio– de los sacrificios humanos y la antropofagia que, aunque practicados en diversísimos lugares de América, alcanzaron su culmen entre los aztecas. El derecho natural exige la defensa del inocente y por ello se puede obligar a los indios a aban­donar esas prácticas; si se niegan, entonces podría declarárseles la guerra.

La verdadera y libre elección

“Si los bárbaros mismos, comprendiendo la prudente administra­ción de los españoles, libremente quisieran –tanto los príncipes como los súbditos– tener y recibir como soberano al rey de España, este podría ser y sería título legítimo y aun de derecho natural”.

Este es el caso de las reducciones jesuíticas y franciscanas, en donde los indios optaban libremente por pertenecer a la Corona de España al entender el beneficio enorme que les traía en el ámbito material y espiritual. 

En razón de aliados y amigos

“A veces los mismos bárbaros guerrean entre sí legítimamente, y la parte que padeció injusticia y tiene derecho a declarar la guerra, puede llamar en su auxilio a los españoles y repartir con ellos el botín de la victoria”.

Este último fue el caso (el mismo Vitoria lo recuerda), de la alianza de los tlaxcaltecas con Cortés y sus españoles para derrocar la tiranía del imperio azteca.

Reflexiones finales

Como dice Caponnetto, “la verdad es que los indios ejercieron entre ellos, con toda naturalidad, las prácticas comunes del saqueo, la invasión armada, la expansión violenta, el reparto de bienes y tierras como botín de guerra y el despojo más absoluto de las tribus vencidas. Impuestos, cargas, retribuciones forzadas, exacciones y pesados tributos, fueron moneda corriente en las relaciones indígenas previas a la llegada de los españoles. Y la noción jurídica de propiedad era tan inexistente como la de igualdad. El más fuerte sometía al más débil, las tierras eran propiedad arbitraria de los jefes vencedores, el trabajo forzado para un Estado despótico y divinizado resultaba la norma, y quienquiera que hubiese osado plantear –como lo hicie­ron los españoles– cuáles eran los justos títulos de las tribus domi­nantes para enseñorearse sobre las dominadas, no hubiese pasado del balbuceo inicial”[8].

Hay una cosa que es muy cierta: los principales dueños de la tierra que encontraron los españoles (aztecas, incas y mayas), lo eran a expensas de otros dueños. Y no faltaron los casos en que, gracias a la Conquista, diversos pueblos sojuzgados pudieron reencontrarse con una situación más benigna que les había sido negada. También es cierto que no todos los bienes ni todas las propie­dades de las que se apoderaron los españoles tenían dueño conoci­do; además, existían enormes regiones y riquezas sin ex­plorar ni descubrir ni trabajar (¡solo el 5% de América estaba poblada!).

No somos nosotros, hombres “desarrollados” del siglo XXI los que nos preguntamos acerca de los “derechos” de propiedad de España en América. Ya en aquellas épocas otros lo hicieron antes, y hasta podríamos invertir la carga de la prueba preguntándonos: “¿eran justos los títulos que tenían los indios antes de que llegaran los españoles?”.

En efecto, fue en el Perú que el Virrey Don Francisco de Tole­do, se propuso indagar la real dimensión de la injusticia del siste­ma incaico y, consiguientemente, el grado de justificación que en­contraba la acción española. Para ello se sumió en la investigación de las célebres Informaciones y dispuso la preparación de una ‘historia verdadera’ a cargo de Pedro Sarmiento de Gamboa. Tanto allí como en la Historia Índica, se contienen argumentos más que suficientes para enten­der que la tan mentada “propiedad indígena” de los grupos dominan­tes se asentaba en razones de fuerza y de despojo.

Además, como ya se ha dicho, España no instaló “colonias”, sino “encomiendas” y “reparticiones” y “virreinatos”. Se “encomendaba” lo inhóspito y se “repartía” lo habitado para poder evangelizarlo y civilizarlo. Es distinto fundar una ciudad en el desierto y hacerla “propia”, que saquear una casa particular llena de bienes.

Lo cierto es que España se desangró fundando ciudades en lugares inhóspitos (como por ejemplo, Santiago del Estero en Argentina, donde el calor llega a los 50° y donde hay que recorrer casi 1000 kilómetros para poder llegar al mar). Podría haber elegido primero lugares más “redituables” para ello, como Buenos Aires (que tiene zona costera), pero quiso privilegiar la evangelización antes que la comercialización.

Como bien dice Caponnetto: “Los fabricantes de leyendas negras que vuelven y revuelven constantemente sobre la mantra por el oro como única razón de la Conquista, deberían explicar también por qué España llega, perma­nece y se instala no solo en zonas de explotación minera sino en territorios inhóspitos y agrestes, que las espadas tuvieron que abrir a su paso para qué luego pudiera fecundarse el surco e izarse la Cruz de Cristo. Por qué no se abandonó la empresa conquistadora si recién en la segunda mitad del siglo XVI se descubren las minas más ricas, como las de Potosí, Zacatecas o Guanajuato. Por­ qué, en resumen, si sólo contaba el oro, no es sólo un mercado ne­grero y esclavista, un vulgar lupanar financiero, lo que ha quedado como testimonio de la acción de España en América, sino un con­glomerado de naciones ricas de Fe y de Cultura”[9].

En fin, España quiso servir a Dios antes que a Mamón.

Que no te la cuenten…

P. Javier Olivera Ravasi, SE

[1] Véase al respecto el precioso libro de Jean Dumont, El amanecer de los derechos del hombre: la controversia de Valladolid, Encuentro, Madrid 1997, pp. 280.

[2]«Inter coetera» (1era.) de Alejandro VI, del 3 de mayo de 1493; traducción extraída de America Pontificia primi saeculi evangelizationis, 1493-1592, J. Metzler, I, Vaticano 1991, 71-75. Existe también, al día siguiente de esta, una reedición sustancialmente igual a la presente pero con la inclusión de la línea imaginaria que establecía el límite entre los territorios castellanos y portugueses por conquistar.

[3] Para quien quiera ampliar dicha tesis, vea Enrique Díaz Araujo, Propiedad indígena, UCALP, La Plata 2009, 111 pp. y América, la bien donada, UAG, Guadalajara 2005, tº 1, del mismo autor. A quien interese el tema sobre la facultad de donar tierras por parte del Papa, puede consultar también al gran santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II IIae, q. 10, a. 10: “Se debe considerar que el dominio y autoridad han sido introducidos por el derecho humano, mientras que es de derecho divino la distinción entre fiel e infiel. Ahora bien, el derecho divino, que procede de la gracia, no abroga el derecho humano, que se funda en la razón natural. Por lo tanto, la distinción entre fiel e infiel, en sí misma, no abroga el dominio y jurisdicción de los infieles sobre los fieles. Puede, no obstante, ser derogado, en justicia, ese derecho de dominio o prelacía por sentencia u ordenación de la Iglesia, investida de la autoridad de Dios. Efectivamente, los infieles, debido a su infidelidad, merecen perder su autoridad sobre los fieles, que han sido elevados a hijos de Dios. La Iglesia, sin embargo, unas veces lo hace y otras no. (…) Mas en el caso de los infieles no sometidos temporalmente a la Iglesia o a sus miembros, no estableció esta ese derecho, aunque pudiera jurídicamente establecerlo. La Iglesia adopta esa postura para evitar el escándalo. También el Señor manifestó que podía excusarse del tributo porque los hijos son libres (Mt 17,24). Sin embargo, mandó pagar el tributo para evitar el escándalo”.

[4] Seguimos aquí las consideraciones hechas por Ramón Menéndez Pidal, Vitoria y las Casas, Espasa-Calpe, Madrid 1958, 20-30 y en Alberto Caturelli, El nuevo mundo, UPAEP, México 1991, 177-182.

[5] Alberto Caturelli, op cit., 178.

[6] Hay, sin embargo, quienes ven en el teólogo salmantino una ayuda similar a un salvavidas de plomo…. Esta es la posición de Enrique Díaz Araujo. Según el historiador argentino, Vitoria, alejándose del legítimo derecho papal de donación, atacó indirectamente a la corona española con sus “razones naturales”, dando pie a un futuro ataque de la intelectualidad liberal y masónica. Para este autor, el verdadero derecho español sobre América es la donación papal del Vicario de Cristo y, el resto, macanas. Cfr. Enrique Díaz Araujo, América, la bien donada, UAG, Guadalajara 2005.

[7] Véase aquí los extractos traídos por Cayetano Bruno, La España misionera, Didascalia, Rosario 1990, 82-84.

[8] Antonio Caponnetto, Hispanidad y leyendas negras, Ediciones Cruzamante, Buenos Aires 1989, 97.

[9] Antonio Caponnetto, op. cit., 107.