Humilde, sereno y alegre, Mons. Schneider nos recibe durante una visita de apenas tres o cuatro días por Buenos Aires. Regala su tiempo y, como las almas grandes, no tiene prisa.
P. Javier Olivera Ravasi: ¿Algún tema que desee obviar? –le digo antes de comenzar la entrevista.
Mons. Schneider: “Nada hay oculto que no sea develado”; pregunte lo que quiera –responde en un correcto italiano.
P. Javier Olivera Ravasi:: Bueno –le digo– pero antes una pregunta medio incómoda: ud. es obispo auxiliar de Astaná, Kazajistán… “pero se la pasa viajando” –dicen por ahí…
Mons. Schneider: Es verdad: es que eso mismo me ha pedido mi arzobispo,
Mons. Tomasz Peta, de quien dependo. Sucede que, especialmente en estos tiempos de confusión, es importante que los obispos hablemos, máxime cuando la grey de la cual soy auxiliar es tan pequeña y está bien cuidada (apenas el 0.5 % de su diócesis se declara católico).
P. Javier Olivera Ravasi: Pues comencemos entonces. Ud. proviene de un país donde hay gran cantidad de población musulmana ¿cuáles cree que deberían ser, en un continente como Europa, los criterios de aceptación de inmigrantes no cristianos?
Mons. Schneider: Lo primero que debemos tener en cuenta es el fenómeno acerca de esta denominada “inmigración” (que no es una inmigración, sino una supuesta inmigración), porque los hechos demuestran que estos denominados inmigrantes son fruto de una política de los poderes globales, una inmigración artificial hecha para transportar a una gran cantidad de musulmanes, especialmente musulmanes, a los países cristianos de Europa.
Es evidente, para aquellos que aún usan su inteligencia y ven con realismo este fenómeno, que se trata de una acción política regional y global hecha por los grandes poderes mundiales para, en una ulterior etapa, descristianizar Europa. Se trata de mezclar los pueblos para que Europa pierda su identidad, que no es otra que la identidad cristiana. Esta guerra en Medio Oriente, por ejemplo, ha sido hecha por el denominado Estado Islámico, que ha sido financiado y apoyado por EE.UU y la Unión Europa, por medio de algunos países árabes. Se ha realizado este fenómeno migratorio y la cosa más natural era que estos inmigrantes deberían haber sido recibidos por los países musulmanes vecinos, que son ricos –Arabia Saudita y otros, por ejemplo. Esto sería lo más lógico y lo más humano, porque desde el punto de vista moral, en toda inmigración, se debe evitar sacar a las personas de sus ambientes naturales, de su mentalidad, de su historia, etc., y este es un gran error en que los políticos están incurriendo, evidentemente en base a un programa.
Ciertamente, entre estos inmigrantes hay también personas inocentes que deben sufrir y están siendo usadas como instrumentos, pero la mayoría son hombres jóvenes, que han dejado sus familias. ¿Qué refugiado huye de su país dejando a su mujer y a sus hijos? Ningún hombre haría esto. El hombre debe permanecer allí donde está su familia para defenderla. Esta es una nueva demostración de que este fenómeno de la denominada “inmigración” es una acción política programada.
P. Javier Olivera Ravasi: Nos encontramos ante el centenario de las apariciones de la Virgen de Fátima. Nuestra Señora dijo entonces que, si Rusia, con todos sus errores doctrinales, ideológicos, etc., no se convertía, los dispersaría por todo el mundo: ¿cree Ud. que la ideología de género, avalada por el marxismo cultural y hasta el progresismo en la Iglesia, podrían ser consecuencias de lo que la Virgen profetizó en 1917?
Mons. Schneider: Como sabemos, la Virgen ha dicho que Rusia difundiría sus errores por todo el mundo y, de entre los primeros errores, se encontraba el de intentar convertir en atea a la sociedad. Es una cosa única en la historia de la humanidad. Jamás hubo en la historia, un pueblo o una cultura atea; incluso entre las más primitivas.
El segundo, aparte del grandísimo error el de querer fundar una sociedad sin religión, atea es el materialismo, es decir, que toda la vida de la sociedad consista en la cosa temporal. Se trata de una radical exclusión de la trascendencia, de la sobrenaturalidad.
El tercer error que la Unión Soviética implantó fue el aborto. Como sabemos, la URSS fue el primer país del mundo que impuso, en 1920, el aborto: la destrucción de la vida.
Estos errores se difundieron también en los países de tradición cristiana: el aborto, el materialismo radical, la exclusión de la trascendencia, de lo sobrenatural, la inmersión en el mundo meramente material y, como Ud. ha dicho, el marxismo cultural, que ha sido creado en Europa, en el tiempo de la Guerra Fría; incluso aquí en América Latina, la teología de la liberación fue una creación y un error de la URSS, que se dio aquí, con consecuencias desastrosas de la destrucción de la vida espiritual verdaderamente católica en los países latinoamericanos. También la denominada “teoría del género” que es la última consecuencia del marxismo cultural.
En el ámbito de la Iglesia, también los errores de Rusia, del comunismo, del marxismo, han entrado de un modo siempre más evidente y con más fuerza en la vida de la Iglesia. Comenzando con el Concilio Vaticano II, y especialmente después del Concilio, se han dado en el ámbito de la disminución del aspecto sobrenatural de la vida de la Iglesia, del acercamiento, de la pastoral, en el fondo una concentración en los aspectos puramente temporales y materiales. Hoy constatamos casi el culmen de esta actitud naturalista, materialista en la pastoral y en la actividad de la Iglesia, con gran difusión, comprobando que estos errores han entrado también en la vida de la Iglesia.
P. Javier Olivera Ravasi: Hace unas semanas ha sido publicado el Motu proprio “Magnum Principium”, que otorga a las Conferencias episcopales nacionales la facultad de realizar las traducciones de los libros litúrgicos a las lenguas vernáculas. ¿Esta posibilidad no podría llegar a atentar, si las traducciones no estuviesen bien hechas, contra la unidadde la Iglesia? En el mismo sentido ¿cuál cree Ud. que sería la solución frente al caos desatado luego de la última reforma litúrgica?
Mons. Schneider: Ud. ha hablado justamente del caos litúrgico. Vivimos hace ya más de cincuenta años en una anarquía litúrgica de la Iglesia. Esto contradice, justamente, la nota de la unidad de la Iglesia porque no solamente tenemos la unidad en la Fe, que es la lex credendi, sino que la Iglesia debe también una unidad en la lex orandi, en la liturgia. Ciertamente existen, como ha existido siempre en la Iglesia, varios ritos litúrgicos; esto es hermoso y es la riqueza de la Iglesia, pero el peligro que tenemos hoy y que ya hemos experimentado, es que las traducciones a las lenguas vernáculas, en algunas regiones lingüísticas, han producido un daño que han tocado incluso la Fe. Las traducciones, por ejemplo, eran tan defectuosas en algunos países que el Papa Juan Pablo II debió intervenir publicando el documento Liturgiam authenticam donde la Santa Sede precisaba con mucha claridad cómo se deben traducir ciertos conceptos teológico-dogmáticos en la liturgia. Porque en la liturgia proclamamos nuestra Fe con fórmulas dogmáticas. Un gran trabajo, en este sentido, es la traducción anglófona del Misal romano, según las indicaciones del Papa Juan Pablo II, a la lengua inglesa, que, desde hace unos años, demuestra ser un óptimo ejemplo de fidelidad en la traducción. Pero ahora, en mi opinión, este nuevo documento parecería ser un paso hacia atrás, de nuevo, dentro de la confusión, viendo un peligro real contra la unidad en las cosas esenciales que tenemos en la liturgia, al momento en que cada Conferencia episcopal decida cómo traducir sus propios libros, especialmente en las expresiones dogmáticas. Pienso que la Iglesia, la Santa Sede, debería, al contrario, ser más vigilante, y dar a las Conferencias episcopales, normas concretas, como sucedió con Liturgiam authenticam de Juan Pablo II. Según mi convicción, entonces, no veo la necesidad de realizar este nuevo documento, porque bastaba con el de Juan Pablo II.
P. Javier Olivera Ravasi: El Sínodo de las familias trajo algunas dificultades y divisiones dentro de los mismos obispos intervinientes. Por otra parte la exhortación post-sinodal Amoris laetitia, con la interpretación del mismo Papa Francisco (según la Carta enviada a los obispos de Buenos Aires) parecería ser un cambio en la doctrina de la Iglesia, respecto a la recepción de la comunión por parte de aquellas personas que se encuentran en una situación objetiva de pecado. Algunos cardenales han planteado algunas dudas (dubbia) al Papa sobre el tema; incluso varios teólogos, obispos y distinguidos académicos, realizaron una corrección filial (Correctio filialis). A muchos laicos les cuesta entender que la Iglesia esté dando estos cambios tan abruptos, y, al mismo tiempo, se preguntan si es lícito y legítimo para un obispo, para un cardenal o para un simple laico, preguntar o hasta corregir al Santo Padre sobre estos temas. ¿Cuál es su opinión al respecto?
Mons. Schneider: La primera cosa que debemos decir es que es evidente e innegable que el documento Amoris laetitia ha causado una gran confusión. Hay Conferencias episcopales que, de hecho, permiten el acceso a la comunión a los divorciados no arrepentidos, es decir, que quieren continuar viviendo en adulterio. ¡Porque esto es adulterio! Debemos llamar a las cosas por su nombre. Otras Conferencias episcopales lo niegan. Unos obispos diocesanos lo hacen y otros no. Y así tenemos una situación evidente, una contradicción diametral, frontal, entre una Conferencia episcopal y otra, entre un obispo y otro, y esto no es la Iglesia Católica, porque acerca de estas cosas, que se refieren a la sacralidad e indisolubilidad del matrimonio, la Iglesia debe hablar con una sola voz y actuar coherentemente con la Fe. Si creemos en el dogma divino de la indisolubilidad matrimonial, la Iglesia debe obrar conforme y coherentemente con esta Fe; lo contrario va contra el mismo espíritu del Evangelio.
La Iglesia jamás tuvo esta actitud que implica decir una cosa y hacer otra y esto es evidente hoy; no podemos continuar así, porque la pastoral -la disciplina, en este caso- toca las cosas más santas de la Iglesia, empezando por la Eucaristía, evidentemente y el sacramento, la sacralidad y la indisolubilidad del matrimonio. Y así, con estas normas ya introducidas como la aplicación de la Amoris laetitia, con un lenguaje a veces sofístico, permite de hecho vivir en adulterio y reconocer, no en teoría pero sí de hecho, el divorcio. Y esto es una cosa peligrosa y un gran daño y, ante esto, ningún obispo que aún tenga conciencia de su responsabilidad, no sólo respecto de su diócesis, sino de toda la Iglesia (porque los obispos son ordenados, según la fórmula de la consagración, no sólo para su diócesis, como dice el Vaticano II) debe dejar de velar por el bien de la Iglesia toda, como miembro del Colegio Episcopal. Incluso los mismos fieles, que son miembros de la Iglesia, como miembros de un mismo Cuerpo (porque obispos, papas, jerarquía y fieles, son una sola familia), como en una familia, si observan cosas peligrosas o daños sustanciales para la vida de esta familia o de este Cuerpo, los miembros que lo ven, deben decirlo, exteriorizarlos, y hasta preguntar. Y esto es una cosa completamente legítima y hasta conforme al espíritu del Concilio Vaticano II, que ha alentado a los obispos a obrar junto con el Papa, conforme a un espíritu colegial. Y esto es colegialidad: si los obispos ven que esto es un peligro y que algunas expresiones de Amoris laetitiae son objetivamente ambiguas, y que han sido la causa de estas interpretaciones y aplicaciones contrarias que dañan la Fe, deben en este espíritu de colegialidad, alzar la voz y decir al Santo Padre estas cosas. Esto respecto de las dubbia.
Pero lo mismo han hecho los fieles laicos. Si los hijos ya grandes de una familia ven un riesgo para ésta mientras que su propio padre no lo ve, ellos deben indicar, con reverencia y respeto, los peligros para el conjunto. Por ello, estas formulaciones –tanto las dubbia como la Correctio filialis- deben ser hechas siempre con respeto por el oficio del Papa, que es la cabeza visible de la Iglesia, como ha sucedido tanto en una como en otra y por esto dichos actos no sólo son legítimos sino, a mi entender, meritorios y alabables. Ciertamente, los historiadores de la Iglesia, después de nosotros, aplaudirán esta acción de los laicos. Es más, a mi juicio, los fieles han actuado según el espíritu del Concilio Vaticano II que los alienta a participar activamente, con sus propias contribuciones, en la vida de la Iglesia; y este es un hermoso ejemplo de cómo se está aplicando el espíritu del Concilio Vaticano II, acerca de la conciencia de los laicos que también tienen cierta responsabilidad en el bien de la Iglesia.
P. Javier Olivera Ravasi: El cardenal Ratzinger, en el año 2005, antes de su asunción como Benedicto XVI, dijo que la Iglesia parecía un barco que hacía “agua portodas partes”.El Papa Francisco, por su lado, apenas asumido, dijo que su pontificado no iba a ser muy largo. Ante esta división que parece haber ahora en la Iglesia en su esfera jerárquica, ¿qué puede esperarse de los próximos años de la Iglesia?
Mons. Schneider: Hay una cosa que es cierta y es que la Iglesia siempre se encuentra en las manos seguras de Cristo. Él es el verdadero jefe, el verdadero capitán de este barco donde ya ha entrado tanta agua; no el Papa. El Papa es un capitán vicario, vicarius Christi, pero el verdadero capitán, el capitán oficial y verdadero de este ejército, de esto barco, es Nuestro Señor Jesucristo quien siempre cuidará y defenderá a Su Iglesia. Y Cristo permite a veces –de hecho lo ha permitido otras veces– grandes crisis en la Iglesia, grandes peligros, para intervenir luego. Y así se encargará de nuestro tiempo ante esta gran confusión y oscuridad que vivimos en esta época. Esto es una cosa cierta. Además, la Virgen, nuestra Madre del Cielo, es la Madre de la Iglesia y se preocupa por Ella.
Esta es la primera cosa.
La otra cosa es que, en los momentos más difíciles y confusos de la Iglesia, debemos intentar tener una visión sobrenatural. Porque la Iglesia es algo sobrenatural.
Debemos siempre mantenernos firmes y fuertes en la Fe inmutable de la Iglesia. Y esta Fe la conocemos: es la Fe y la práctica inmutable de la Iglesia (puntualmente, en este caso de los divorciados, por ejemplo). Y sabemos que estamos seguros en la Fe, leyendo los textos de los Papas, de los concilios, etc., que se encontraban siempre en el mismo espíritu. No había antes una ruptura en la práctica sustancial de la Iglesia respecto de los sacramentos. Y todo esto fue sintetizado en el Catecismo, tanto en los anteriores al Concilio Vaticano II como en el posterior a éste, en lo que concierne a estas cosas más sustanciales. Todas estas cosas las sabemos y a ellas debemos atenernos y, si en algún momento algunos sacerdotes, obispos o cardenales contradicen estas cosas que la Iglesia siempre ha enseñado y practicado, no debemos escucharlos. Debemos escuchar la voz de la Iglesia; porque la Iglesia no es el Papa. En efecto, el Papa no puede decir: “Yo soy la Iglesia”, como dijo, en Francia, el rey Luis XIV: L’état c’est moi, “el Estado soy yo”. El Papa es también un miembro de la Iglesia; aunque sea la cabeza visible, es un miembro. Y él es el primero que debe obedecer las doctrinas transmitidas hasta él. Su obligación es la de ser un fiel administrador, no un inventor de cosas nuevas. Este es su oficio y el de todos los obispos: fieles administradores, como dijo Nuestro Señor en el Evangelio, “¿quién es el fiel administrador?” (Lc 12,41). Estos son los obispos, el Papa y, en modo subordinado, los sacerdotes.
Si en algunos momentos, lamentablemente, representantes de la jerarquía contradicen lo que la Iglesia siempre ha hecho o ha dicho de modo continuo, nosotros como sacerdotes, obispos o laicos, debemos decir con respeto y reverencia: “Eminencia o Excelencia: esto que Ud. está haciendo o diciendo, contradice la voz de la Iglesia de siempre”.
Y este es el peso más grande: la voz y la práctica de la Iglesia durante dos mil años tiene más peso que una nueva voz, abrupta y de ruptura, o una práctica efímera como hoy tantas veces observamos. Y así debemos decir con total humildad y seguridad interna: “yo sé a Quién he creído”, scio cui credidi (2 Tim 1,12); en esto se da la firmeza y la paz interior en medio de la confusión.
Por último quiero decir, aunque sea en realidad lo primero en cuanto al valor, que debemos en estos tiempos de crisis tener nuestro refugio en la oración y el sacrificio. Esta es nuestra fuerza más grande. La Iglesia se renueva, en el fondo, con la oración y los sacrificios de tantos de sus miembros, especialmente los más pequeños. Y esto sucede hoy y es nuestro consuelo: que la Providencia divina use, en medio de esta tremenda confusión que está pasando en la Iglesia, de los pequeños, de las almas víctimas y sacrificadas que renueven la Iglesia por medio del trabajo que hace el Espíritu Santo.
Por esto debemos tener confianza en el futuro de la Iglesia.
FIN