Que no, que no puede ser que nos estemos acostumbrando al totalitarismo sanitario con su cascada de arbitrariedades absurdas sin que nadie proteste. Nos estamos aborregando a marchas forzadas. Ayer tuvo que ser el cardenal Omella quien se plantó ante la absurda arbitrariedad del poder sanitario (dicen que todo lo hacen por nuestro bien: por nosotros, pero sin nosotros; y si hace falta, contra nosotros); y hoy es el obispo de Salamanca el que se alza contra la cruel y absurda arbitrariedad del poder sanitario, que prohíbe a los sacerdotes asistir a los enfermos de las residencias de ancianos.
Nuestros gobernantes, tan borrachos de poder, no admiten más jerarquía de valores que la suya. ¡Cuántos de nosotros ponemos por delante el no dejar solos a nuestros ancianos padres en sus momentos más difíciles! Ponemos eso por delante de nuestra economía y de nuestra salud. Máxime cuando nuestros gobernantes no pueden alegar que se trate de exponemos a enfermedad grave de altísimo riesgo. ¡Ni mucho menos! La pandemia está en unos niveles muy bajos de morbilidad (la gran mayoría de infectados, asintomáticos o con síntomas leves) y de letalidad (infinitamente por debajo de las enfermedades más comunes que en gran parte se están desatendiendo). Pero el poder es el poder, y cuando se tiene, hay que ejercerlo per fas et nefas, a tort i a dret. Y prohíben con saña asistir a los ancianos, ya sea familiarmente, ya sea sanitariamente, ya sea espiritualmente. Ellos están por encima del bien y del mal, por encima de los sentimientos y valores, y tienen todo el poder para hacer lo que hacen.
Es ya un clásico eso de acudir a los entierros de familiares desde lejanos países, porque ése es el homenaje póstumo que se les rinde, y el reconfortante acompañamiento a los deudos. Cada uno tiene el derecho de elegir cuánto está dispuesto a sacrificar por rendir este homenaje a los suyos. Pues no, han decidido nuestros nuevos amos que eso ya no es importante, y debemos renunciar por el bien común (por el poder). ¿Pero no existen medios para limitar extraordinariamente los riesgos, igual que en la asistencia sanitaria? Sí, claro, pero ¿qué les cuenta a ellos? La decisión es de ellos, del poder sanitario, no de cada uno de nosotros. Sin opciones, sin alternativas. Totalitarismo puro y duro.
Y paso a paso, nos hemos situado en el gran símbolo del poder sanitario: las mascarillas como nuevo atuendo de la docilidad de la población. Nuevamente a tort i a dret, con tal cantidad de aberraciones y absurdos en su normativa, que nos dan sobrados motivos para temblar por nuestra seguridad sanitaria. Si toda la sanidad la rigen como rigen lo de las mascarillas, vamos dados. Y lo más probable es que así sea. Si vemos las mascarillas más la prohibición de asistir a los enfermos de las residencias, más la prohibición de los entierros y funerales con más de 10 personas, todo ello aplicado con la inteligencia que estamos viendo, vayamos haciéndonos a la idea de cómo están politizando esta gente el sistema sanitario: cómo lo están empleando como herramienta de poder: “así la gente se acostumbra a someterse a las normas”, dicen cuando se les acorrala con los absurdos de las mascarillas.
La cuestión es que con una docilidad ovejuna aceptemos que los políticos nos impongan sus “valores” (hoy el valor supremo para ellos es “la salud”; pero no la general, sino la específica del negocio del momento, hasta el punto de que les da lo mismo que la gente se le muera por las enfermedades ya instaladas). Ya hemos asumido que nos impongan sus valores de tal manera que estemos dispuestos a renunciar a los grandes valores que nos han construido. Si la familia es una fuente de desmanes e injusticias, para ellos es absurdo que alguien se arriesgue a pillar un resfriado por atender a su madre enferma. Y la mejor manera de poner a salvo el bien supremo de su salud, es prohibirle esas actividades tan peligrosas para la salud colectiva. Es que ahora, la salud es un bien colectivo: por eso ya sólo nos quedan las decisiones políticas al respecto. Es la salud del rebaño. Ningún borrego tiene derecho a hacerse cargo de su propia salud, porque eso es atentar contra el poder sanitario.
Supongo que os habréis dado cuenta de que la sanidad está siguiendo el mismo camino que la educación, la enseñanza o la instrucción, que de todas estas formas se la ha llamado. Empezó siendo un servicio a la población, para acabar convirtiéndose en la más eficaz herramienta de dominación. El poder es así, tiende a ser absoluto y totalitario; y si los ciudadanos no nos resistimos, ahí los tenemos avanzando paso a paso, hasta que se han hecho con el control absoluto de la población a través de la enseñanza como primer paso, y luego a través de la sanidad, que ya estamos. Hoy para el poder (y no sólo en España) la enseñanza privada es una grave anomalía a superar; y más grave aún si es la Iglesia la que pretende regentar centros de enseñanza con el oscuro propósito de adoctrinar a los alumnos en los valores que vienen cultivando sus padres desde muchas generaciones. ¡Intolerable! Los únicos con derecho a adoctrinar son ellos. Hoy toca ideología de género y polisexualidad: en la escuela, claro está, y como contenidos transversales de todo el currículo. Porque eso es lo esencial para el poder: imponer su ideología, no importa cuál. Lo que verdaderamente importa es que sea impuesta: que se note el poder y que la población se someta.
Desde que el Estado ha entrado en la enseñanza a ejercer poder y no a ofrecer servicio, el descalabro de la enseñanza ha sido épico. Y otro tanto está ocurriendo con la sanidad desde que descubrieron el enorme potencial del poder sanitario. El descalabro sanitario (bien lo hemos visto y seguimos viéndolo) es sencillamente apocalíptico. Eso de que el sistema expulse por decreto al 90% de sus usuarios para dejarlos morir desasistidos, es algo que supera toda fantasía. Y a continuación, una lista muy larga de despropósitos, tanto de carácter médico-científico como de gestión y logística. Puras aberraciones que sólo se sustentan en la firmeza y la incuestionabilidad del poder. Pero eso sí, los dos grandes remedios son el confinamiento lo más severo posible y la mascarilla también lo más generalizada posible.
Lo esencial es tener sometida a toda la población al poder sanitario. No hace falta estar enfermos para estar sometidos a él: simplemente hemos de estar todos controlados por el poder sanitario: las mujeres, por ser mujeres sometidas al servicio casi obligatorio de ginecología. Y mucho más las embarazadas. Luego, los bebés por ser bebés, y los niños por ser niños, bajo el servicio de pediatría. Es la maravillosa filosofía de la “prevención médica” frente a la filosofía tradicional pero ya obsoleta de “vivir sano” y hacerse cada uno responsable de su propia salud. Es que en la “medicina” (y medicación) preventiva entra de lleno el poder sanitario conquistando una plaza tras otra; la segunda en cambio es cosa de cada cual: sin la menor intervención del poder sanitario, que casualmente está sostenido por la industria sanitaria. ¿Libertad de enseñanza? ¡Qué horror! ¿Libertad de culto? ¡Menudo atraso! ¿Libertad en la gestión de tu salud? ¡Menuda aberración!
Y como se trata de un poder absoluto (desligado de toda otra consideración, necesidad u obligación), resulta que el sometimiento a ese nuevo poder sanitario nos hace renunciar a obligaciones tan sagradas como atender a nuestros ancianos padres en sus momentos de mayor necesidad; o al deber que tenemos los sacerdotes de dar asistencia espiritual a los enfermos, y mucho más a los moribundos.
Las relaciones sociales, la novedosísima “distancia social”, la liquidación de nuestra habitual forma de vivir, la enseñanza que ni se sabe, porque donde mande el Ministerio de Sanidad, que se calle el de Educación, la economía por los suelos (porque la salud es lo primero, aunque no haya con qué pagarla), y mientras tengamos medicamentos fabricados en China no es cuestión de ocuparnos de una minucia como los alimentos. Y, sobre todo, nada de visitar a tus ancianos padres, que el Ministerio de la Sanidad lo prohíbe taxativamente.
Pues resulta que es el poder sanitario el que establece la escala de valores y determina el orden de prioridades y de riesgos que se han de asumir ante cada necesidad. El sistema sanitario condena como actos contra la “salud pública”, la asistencia a muy ancianos y a muy enfermos, sobre todo si median misteriosos PCRs positivos. Ante el veredicto inapelable del PCR no hay derechos ni personales, ni religiosos ni de ningún otro orden que invocar, ni medidas profilácticas que adoptar: la razón sanitaria es soberana, porque la salud pública es novísima soberana a la que hay que someter todos los derechos y que nos dispensa de todos los deberes.
Y para afianzar todo eso, las estadísticas, el invento con que nos machacan 24 horas al día por todos los medios. Unas estadísticas con las que pronostican no sé qué catástrofes si no nos sometemos al poder sanitario. Conforme a esas estadísticas, hubiesen tenido que enfermar gravísimamente y morir más de la mitad de los sanitarios en lo más recio de la pandemia, y sin protección. ¡Pero qué más da! Lo suyo es cabalgar contradicciones, que no pasa nada. Porque la gente no está para hacerse preguntas. Ni menos para hacérselas a los que gobiernan. Los periodistas por lo menos, no. Al fin y al cabo, son los representantes y moduladores de la docilidad de las masas.
Gracias a Dios, el ejemplo de resistencia del cardenal Omella empieza a cundir. Hoy es el obispo de Salamanca el que se alza contra la arbitrariedad del absolutismo sanitario. Y en adelante seguro que serán cada vez más los que se planten al totalitarismo que se nos está comiendo por las patas.
Sin embargo, esa casual -dicen- pero no menos misteriosa entrevista en la cafetería del Hotel Villa de Cretas entre D. Juan José Omella y Salvador Illa, el incompetentísimo ministro de Sanidad, ¿será el comienzo del deshielo? ¿Limar asperezas y tender puentes? El tiempo lo dirá. Pero la historia nos enseña que la colaboración con el totalitarismo estatal, aunque sea a cuenta de la salud pública, trae siempre oscuras y terribles consecuencias.
Custodio Ballester Bielsa, Pbro.
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