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sábado, 17 de octubre de 2020

La crisis de la Iglesia y el olvido de lo sobrenatural (Carlos Esteban)



Cuando se dispone de un acervo de doctrina tan espectacular como el de la Iglesia, es perfectamente posible cambiarlo todo sin cambiar nada sustancial: basta con alterar el énfasis. Nada se niega, sencillamente se deja de hablar de ello; nada completamente nuevo se enseña, simplemente se amplían y estiran determinados aspectos de la fe.

La crisis que vive hoy la Iglesia es básicamente el silenciamiento de partes esenciales de su doctrina, su ausencia de la prédica habitual, mayor cuanto más alto se asciende en la jerarquía. No se niegan, e incluso se pueden hacer raras y ocasionales referencias a ellas, pero como de pasada y sin constituir prácticamente nunca el centro del mensaje de los pastores. Nos referimos, específicamente, a la parte sobrenatural de nuestra fe y, más específicamente aún, a lo que se refiere al destino eterno de cada alma. Por hacer un juego de palabras, la novedad es olvidar los Novísimos.

El problema que crea este vacío es doble, y lo tenemos ante nuestros ojos en forma de sangría de fieles e indiferentismo religioso. En primer lugar, esa parte tácitamente negada de nuestra fe es la que más agudamente la distingue de las filosofías y modas ideológicas mundanas. Si las ideologías tienen una obvia desventaja, un fallo fatal en su diseño, es que no cuentan ni dan razón del más universal de los fenómenos humanos: la muerte.

Al tiempo que se presentan como explicaciones multicomprensivas y globales a todos los aspectos de la vivencia humana, al dejar fuera de la ecuación lo más saliente de la experiencia del hombre, el hecho de que todos vamos a morir, dejan a sus adeptos sin respuesta para la pregunta más acuciante: ¿por qué y para qué estoy aquí?

Esa es, incluso en términos meramente humanos, la gran ventaja de la fe, que tiene una respuesta a esa pregunta. Por eso, cuando la institución eclesial pasa por alto ese aspecto esencial, tiende a convertirse en una gigantesca ONG asistencial derivativa, en cuanto a que el contenido no aportado directamente por la fe lo toman en préstamo de las ideas de moda en el siglo, añadiéndoles un leve barniz de retórica cristiana.

Naturalmente, con esto pierden su ‘ventaja comparativa’ en la batalla cultural, de las ideas, y no ganan nada, porque quien pueda sentirse atraído por sus nuevos énfasis -digamos, ecología, pauperismo o inmigracionismo- tenderá a preferir el original a la copia desleída y abrumada por una estructura jerárquica y litúrgica que al espectador se le antoja innecesaria. Es decir, la Iglesia se vuelve irrelevante al repetir el mismo mensaje que llevan décadas predicando las élites intelectuales seculares.

El segundo problema es más grave, y es que el aspecto sobrenatural, el mensaje salvífico y la llamada urgente a considerar que en cada segundo de nuestra vida sobre este mundo nos estamos jugando un eternidad de dicha inefable o un interminable tormento, es tan obviamente esencial que ignorarlo o preterirlo se concibe desde fuera como un haber dejado de creerlo.

En nuestra vida cotidiana, los hombres no sólo creemos o dejamos de creer los mensajes ajenos por su ‘valor nominal’, sino por otras muchas señales, como la insistencia. Si un conocido, por hacer una analogía, nos cuenta que ha conocido a la mujer de sus sueños y que es correspondido, acabaremos descreyendo su historia si nunca le oímos hablar de ella; no nos convenceremos de que alguien cree en un peligro terrible e inminente si le vemos ponerse en continua situación de concitarlo.

No se trata, pues, como insisten muchos de los entusiastas de la ‘renovación’, de que quienes advertimos esta crisis seamos partidarios de una ideología política contraria a la que ahora está de moda defender por la jerarquía eclesiástica del momento. Lo que denunciamos es una mundanización del mensaje cristiano que está vaciándolo de sentido sin necesidad de negarlo o alterarlo de manera visible.

Carlos Esteban

NOTICIAS VARIAS 17 de octubre de 2020



MARCHANDO RELIGIÓN

Selección por José Martí

“Fratelli tutti no sólo está falta de Fe; carece igualmente de Esperanza y de Caridad” (Monseñor Viganò)



TRES PREGUNTAS DE JOHN HENRY WESTEN A CARLO MARIA VIGANÒ

¿Qué opina de Fratelli tutti, en particular con respecto al silencio de la encíclica en torno a lo que ésta califica de «mayores preocupaciones» de los políticos?

Al hablar de las preocupaciones que más deberían promover la acción de los políticos, Fratelli tutti menciona «el fenómeno de la exclusión social y económica, con sus tristes consecuencias de trata de seres humanos, comercio de órganos y tejidos humanos, explotación sexual de niños y niñas, trabajo esclavo, incluyendo la prostitución, tráfico de drogas y de armas, terrorismo y crimen internacional organizado». Todas estas cosas son plagas que se deben denunciar, pero creo que todo el mundo las reconoce como tales. El punto focal, y mucho más importante desde el punto de vista moral, sobre el que calla la encíclica, es el aborto, que por desgracia hoy se reivindica como un derecho2.

Este silencio atronador sobre el crimen más odioso a los ojos de Dios –dado que se comete contra una criatura inocente e indefensa privándola de la vida– delata la cortedad de miras de ese manifiesto ideológico al servicio del Nuevo Orden Mundial. Estrabismo que contempla los planteamientos del pensamiento único con total sumisión ideológica y a las enseñanzas del Evangelio con la mirada miope y avergonzada de quien lo considera inviable y desfasado.

Se pasa totalmente por alto la dimensión espiritual y trascendente, así como la moral natural y católica. Ahora bien, ¿qué fraternidad podrá haber entre los seres humanos cuando no se da importancia al hecho de matar a un inocente? ¿Cómo se puede condenar la exclusión social mientras se calla la más criminal de las exclusiones sociales, la de un hijo que tiene derecho a vivir, a crecer, a amar y ser amado, a adorar y servir a Dios y a alcanzar la vida eterna? ¿De qué sirve ocuparse del tráfico de armas si se puede declarar hermanos a quienes desmiembran a un niño en el vientre materno, a quien aspira un cerebro un instante antes del parto? ¿Cómo es posible anteponer la fraternidad al horror de envenenar al enfermo o al anciano privándolo de la posibilidad de unirse a la Pasión del Señor en el sufrimiento? ¿Qué respeto a la naturaleza cabe invocar cuando se acepta que es posible modificar el sexo de la persona inscrito en nuestros cromosomas, o que se pueda considerar familia a la estéril unión de dos hombres o dos mujeres? La furia destructora de la madre tierra no vale para quienes, manipulando la obra admirable del Creador, se arrogan el derecho de modificar el ADN de plantas, animales y seres humanos.

La encíclica Fratelli tutti no sólo está falta de Fe; carece igualmente de Esperanza y de Caridad. En su texto no se percibe el eco de la voz del Divino Pastor y Médico de las almas, sino el gruñido del lobo rapaz o el silencio del mercenario (Jn. 10,10). No hay el menor atisbo de amor ni a Dios ni al prójimo, porque para desear verdaderamente el bien del hombre actual es necesario despertarlo de la hipnosis buenista, ecologista, pacifista, ecumenista y mundialista. Para amar al hombre pecador y rebelde, es preciso hacerle entender que lejos de su Creador y Señor terminará por ser esclavo de Satanás y de sí mismo, así como que su fraternidad con otros condenados no remediará la inevitable enemistad con Dios; que no serán el mundo y la filantropía quienes lo juzguen, sino Nuestro Señor, que también murió por él en la Cruz.

Creo que esta lamentabilísima Fratelli tutti representa en cierto modo el vacío de un corazón marchito, de un ciego privado de la visión sobrenatural que a tientas trata de responder a quien –empezando por él mismo– desconoce. Sé bien que es una afirmación dolorosa y grave, pero creo que más que preguntarnos por la ortodoxia de este documento tendremos que preguntarnos cuál es el estado de un alma incapaz de experimentar un arranque de Caridad, de dejarse abrazar por un rayo divino en la gris monotonía de un sueño utópico, caduco y cerrado a la gracia de Dios.

El introito de la Misa de este domingo nos suena a modo de advertencia:

Salus populi ego sum, dicit Dominus: de quacumque tribulatione clamaverint ad me, exaudiam eos: et ero illorum Dominus in perpetuum. Attendite, popule meus, legem meam: inclinate aure vestram in verba oris mei.3

El Señor es la salvación de su pueblo, que será escuchado en la tribulación a condición de que opte por la ley de Él. Nos lo dice Nuestro Señor sin medias tintas: «Separados de Mí no podéis hacer nada» (Jn15, 5). La utopía de la Torre de Babel, por mucho que se actualice y se muestre bajo las novedosas apariencias de las Naciones Unidas o el Nuevo Orden Mundial, está destinada a desmoronarse y a que no quede piedra sobre piedra porque no está fundada sobre la piedra angular que es Cristo:

«He aquí que son un solo pueblo y tienen todos una misma lengua. ¡Y esto es sólo el comienzo de sus obras! Ahora, nada les impedirá realizar sus propósitos. Ea, pues, descendamos, y confundamos allí mismo su lengua, de modo que no entienda uno el habla del otro» (Gn. 11,6-7).

El pacifismo mundialista y ecuménico de Fratelli tutti contempla un paraíso en la Tierra que no se funda en el deseo de reconocer la realeza de Cristo sobre la sociedad y sobre todo el mundo, sino en ocultar el escándalo de la Cruz, considerada factor de división, en vez de única esperanza de salvación para la humanidad; en olvidar que las injusticias sociales y los males que afligen al mundo son consecuencia del pecado, y que sólo conformándonos a la voluntad de Dios podremos esperar la paz y la concordia entre los hombres. Hombres que únicamente pueden ser hermanos en Cristo reconociendo la paternidad de Dios.

En la encíclica brilla la Esperanza por su ausencia, esperanza entendida como una virtud teologal infundida por Dios en el alma, por la cual aspiramos al Reino de los Cielos y la vida eterna, cifrando nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos en la Gracia del Espíritu Santo4 en lugar de en nuestras propias fuerzas. Esperar que una fraternidad horizontal garantice la paz y la justicia no tiene nada de sobrenatural, porque no tiene la vista en el Reino de los Cielos, no se apoya en las promesas de Cristo ni considera necesaria la Gracia divina, confiando por el contrario en el hombre corrompido por el pecado original e inclinado por tanto al mal. Quien nutre estas falsas esperanzas –afirmando entre otras cosas que no es necesario creer en Dios para ir al paraíso5— ni realiza un acto de caridad, sino que por el contrario estimula a los pecadores a seguir por el camino del pecado y la perdición y haciéndose con ello cómplice de su condenación y desesperación. Contradice además las propias palabras del Salvador: «Os dije que moriréis en vuestros pecados. Sí, si no creéis que Yo soy (el Cristo), moriréis en vuestros pecados» (Jn. 8, 24).

Añadiré con gran pesar que últimamente no aparece la respuesta de la Iglesia al mal, la muerte, la enfermedad, el sufrimiento y las injusticias del mundo, más bien brilla por su ausencia. Como si el Evangelio no tuviera nada que decir al hombre de hoy, o si lo que le dice estuviera desfasado o careciera de actualidad. «No quiero ofrecer recetas que no sirven; ésta es la realidad ».6 La sangre se hiela al leer estas palabras: «¿Es Dios injusto? Sí, fue injusto con su Hijo: lo mandó a la Cruz ».7 No hace falta refutar esta afirmación; basta con señalar que si se niega que el pecado sea la causa del dolor y la muerte que afligen a la humanidad, se termina inevitablemente por echar la culpa a Dios tildándolo de injusto y excluyéndolo por tanto del propio horizonte. Se entiende, pues que la búsqueda de la fraternidad humana esté compendiada en las palabras del salmista: «Os dije que moriréis en vuestros pecados. Sí, si no creéis que Yo soy (el Cristo), moriréis en vuestros pecados» (Sal 2, 2).

De este modo la Iglesia –mejor dicho, la falsificación que la eclipsa casi del todo– no brinda la menor respuesta católica al hombre desesperado y sediento de verdad, sino que contribuye a aumentar el escándalo del dolor y del sufrimiento cuya causa es el pecado, achacándole la responsabilidad a Dios y blasfemando al llamarlo injusto.

Excelencia, supongo que habrá visto a los dirigentes pro vida de los EE.UU. implorar a los obispos que declaren abiertamente que el aborto es la cuestión preeminente en estas elecciones presidenciales. Varios obispos han afirmado todo lo contrario, y se están aprovechando de puntos de la encíclica para respaldar sus ideas. ¿Qué propone a sus hermanos en el episcopado y a los fieles?

El silencio en torno al aborto es una señal terrible del extravío espiritual y moral de un sector de la Jerarquía que reniega de su misión porque ha renegado de Cristo. Y así como en el aborto la madre mata al hijo al que debería amar, proteger y generar para la vida terrena, en el fraude actual la Iglesia, que Dios quiso instrumento para llevar las almas a la vida eterna, las está matando espiritualmente en su propio seno por la traición de sus propios ministros. De la enemistad de los adversarios de Cristo no se libra ni su Santísima Madre, cuya maternidad odia Satanás, porque por medio de Ella la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se hizo hombre para redimirnos. Si somos amigos de la Santísima Virgen, sus enemigos son nuestros enemigos, según estableció el Señor en el Protoevangelio: «Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje» (Gén. 3,15).

A mis hermanos en el episcopado les recuerdo que fueron ungidos con el crisma para ser atletas de la Fe, no espectadores neutrales del enfrentamiento entre Dios y el adversario. Ruego que a los pocos pastores valerosos que alzan la voz para defender los principios sagrados y no negociables establecidos por el Señor en la ley natural se unan todos cuantos hoy vacilan por temor o por un falso sentido de prudencia. Tened la gracia de estado para que os escuche la grey que reconoce en vosotros la voz del verdadero Pastor (Jn. 10,2-3). No tengáis miedo de proclamar el Evangelio de Cristo, como tampoco lo tuvieron los Apóstoles ni los obispos que les sucedieron para afrontar el martirio.

A los fieles desorientador por el silencio de tantos pusilánimes les pido que eleven sus oraciones al Cielo invocando al Paráclito las gracias que sólo el Espíritu Santo puede infundir en los corazones endurecidos y rebeldes: Lava quod est sordidum, riga quod est aridum, sana quod est saucium. Flecte quod est rigidum, fove quod est frigidum, rege quod est devium. Ofreced sacrificios, penitencias y los dolores de la enfermedad por la Iglesia y por vuestros pastores.

Hace poco entrevisté a la mujer del ex candidato al Tribunal Supremo Robert Bork, que habló de la falta de apoyo a la Iglesia por parte de su marido durante sus escandalosas audiencias; también mencionó brevemente que el ataque fue organizado por el católico republicano Teddy Kennedy. ¿Qué opinión le merecen los ataques de que está siendo objeto la jueza Barret, en particular a causa de su fe?

El odio del mundo, cuyo príncipe es Satanás (Jn.12,31), es la más evidente retractación del sueño utópico de Fratelli tutti. No puede haber fraternidad entre los hombres si se prescinde de la paternidad común del único Dios verdadero, uno y trino. Quienes predican la igualdad y equivalencia de los derechos hasta llegar a dar carta de naturaleza al error y el vicio se vuelven intolerantes en cuanto ven que está en peligro el poder usurpado, en cuanto un político católico, en nombre de esa igualdad de derechos, quiere dar testimonio de su fe al legislar y gobernar. Así, la tan deseada fraternidad sólo se da entre los hijos de las tinieblas, excluyendo necesariamente a los hijos de la luz u obligándoles a renegar de su identidad. Es además significativo que la única declaración de dicha fraternidad esté al parecer fundada en el rechazo a Cristo, en tanto que se considera imposible una verdadera y santa fraternidad en el vínculo de la Caridad «en la justicia y santidad de la verdad» (Ef. 4, 24).

Al recibir la Confirmación el católico se convierte en soldado de Cristo: el soldado que no combate por su Rey y decide aliarse al enemigo es un traidor, un renegado, un desertor. Den, pues, los políticos y todos cuantos ejercen cargos públicos testimonio de Aquel que derramó su sangre por ellos; no sólo obtendrán las gracias necesarias para cumplir su función pública, sino que darán ejemplo a sus hermanos y se harán acreedores al premio eterno, que es lo único que verdaderamente importa. «Te nationum praesides honore tollant publico; colant magistri, judices, leges et artes exprimant»8.

11 de octubre de 2020

Fiesta de la Divina Maternidad de María Santísima, domingo XIX después de Pentecostés

(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)