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sábado, 24 de octubre de 2020

Epístola a un amigo (Antonio Caponnetto)



Querido amigo:

Me sugieres que te mande alguna reflexión sobre los últimos episodios bergoglianos que ya son por todos conocidos. A cálamo currente y con cierto desgano –que no es tu culpa- déjame pensar en voz alta:

Lo substancial de cuanto tomó estado público el miércoles 21 de octubre, sobre la legitimidad de la unión de los homosexuales, y su política general favorable a la justificación benevolente de la sodomía, ya lo pensaba y lo expresaba Bergoglio públicamente cuando estaba en la Argentina. Lo he escrito en el capítulo 11 de “La Iglesia Traicionada”, casi cuatro años antes de que fuera nombrado para ocupar la silla petrina. Mientras termino este párrafo, las redes informan que el Tucho Fernández redactó una noteja a la que dio en llamar, justamente, “Bergoglio siempre tuvo esta opinión”. Por cierto que el prelado difiere conmigo en que ese “siempre” lo condena a la ignominia al encumbrado opinador y a él mismo, que su aquiescencia plena le otorga. Pero ninguno de ambos está puesto en los sitiales que ocupan para tener reacciones decentes y ortodoxas. Son, el uno y el otro, cada quien en su bajura, encarnaciones torvas del Anti-Testimonio. Muecas paródicas de la Lex Credendi y de la Lex Vivendi.

Por otro lado, durante sus años al frente del Pontificado, resultan incontables las veces en las que Bergoglio ha tenido palabras y gestos, posturas y conductas, de inadmisible contemporización y beneplácito con el homosexualismo; sin que, paralelamente, se le conozca reprobación alguna del vicio nefando y del pecado contra natura. Todo esto está registrado hasta la minucia. Y da asco; no hay otro modo “suaviter” de decirlo.

Es un hecho concreto, en síntesis, que existe un Bergoglio pro y filo homosexualista (y aun pro enseñanza en los seminarios de la “teoría queer”); como que no existe un Bergoglio que, en tan delicada materia, recuerde y ratifique la doctrina católica al respecto. A mi juicio, este punto ya está fuera de discusión. Insisto: precisamente por el registro detallado que se lleva de la cantidad de veces en que Bergoglio se muestra propenso a convalidar, sino a festejar, lo que repugna a la moral cristiana y aun a la mera moral natural.

Entiendo, pues, que si algún esfuerzo analítico cabe hacer aquí y ahora, sería el mismo para intentar dilucidar dos cosas. La primera, la causa en virtud de la cual, Bergoglio lleva a cabo inexorablemente un plan sistemático de demolición de la Iglesia Católica. No deja nada librado al azar o a la improvisación. No cesa un solo día. Es infatigable para el mal. Hay un “intelligent design”, como dirían los gringos. Sólo que ese designio inteligente no parece responder propiamente a la Voluntad Divina; sino lo contrario. ¿Por qué lo hace? ¿Cuál es la causa?

La respuesta me excede, por cierto. Pero escribí otro trabajo para ensayar una contestación, titulado “No lo conozco”. Allí sostengo, en síntesis, que este sujeto ha recorrido su carrera eclesiástica como un itinerario funesto que lo lleva “Del Iscariotismo a la Apostasía”. Y que la explicación última de cuanto hace hay que hallarla en ese pasaje trágico del Evangelio, en el cual, Nuestro Señor, le dice a Pedro: “Vade retro Satanás” (Mc. 8, 33). Es el Pedro de la triple negación inspirado por el demonio, el que gobierna hoy a la Iglesia. Sin la presencia y la patencia del demonio es imposible dilucidar la causa profunda de la cada vez más pública, insolente y provocativa perversión de Bergoglio.

No niego el concurso de otras causas; desde las que nos lleven a constatar la existencia de un antiguo y remozado complot, hasta las que señalen el cumplimiento de las revelaciones contenidas en el Libro del Apocalipsis. Pero lo que está demostrando la conducta escandalosa de este personaje oscurísimo, obliga necesariamente, a mi juicio, a tener en cuenta un factor preternatural. Sepamos, en suma, a qué nos estamos enfrentando. Ni tan calvo ni con dos pelucas, me atrevería a sintetizar campechanamente. Ni la causa es únicamente que se trata de un “porteño peronista” ( ¡y vaya si esto cuenta, que escribí un libro titulado “De Perón a Bergoglio”!); ni tampoco de que ejecutó un secretísimo ritual de sangre en alguna sinagoga(¡ y vaya si esto contara!). Pero que el demonio está metido en el presente baile, a mi entender, es un hecho.

Consecuentemente debería ser otro hecho que los católicos fieles tuviéramos una reacción condigna y proporcionada. De mínima denunciarlo, sin paños fríos ni eufemismos ni elipsis. Basta ya de “dudas”, “correccciones filiales” o simulaciones diplomáticas. De máxima, rogar que aparezcan exorcistas probos que ejecuten su oficio sin temores delante del principal sospechoso, y de la sede que habita. Desenmascarar y repudiar hoy a Bergoglio, como cabeza de La Iglesia Traidora, es lo menos que nos está exigido. Rezar por su conversión también. Y para que sea liberado de las ataduras endemoniadas que a todas luces lo atenazan, mucho más.

El segundo esfuerzo analítico que cabría hacer (después del anteriormente enunciado sobre la dilucidación de la causa de tamaña felonía), guarda relación con la recurrente pregunta sobre nuestro obrar posible, oportuno y prudente. Y es aquí donde mi respuesta es forzosamente más débil que en el planteo anterior. Porque en tanto simple laico de a pie, feligrés sin parroquia y parroquiano errante, no me sé en condiciones de trazar un rumbo de acción, ni mucho menos de tenerlo por viable. Estoy entre los huérfanos no entre los patriarcas; entre los náufragos antes que entre los timoneles.

Pero me parece poder creer sinceramente ( y someto mi mera opinión a la corrección o emienda de los doctos) que, en tales circunstancias, se aplicaría, siquiera por extensión o en sentido figurado aunque legítimo, la figura jurídica deSede Impedida”, prevista en el canon 412. Se considera impedida a una Sede por “cautiverio, relegación, destierro o incapacidad” de su titular. De las notas previstas en el canon, la incapacidad de Bergoglio es evidente. Hablo de una incapacidad raigal, hondísima e insuperable de ser católico. 

También es evidente que está voluntariamente cautivo de las estructuras judeomasónicas mundialistas, a las que acaba de regalarle “Fratelli tutti”, sólo por contar el reciente obsequio. De su destierro igualmente voluntario, también hay hirientes y lacerantes pruebas. Se ha auto-desterrado de la Barca, recordando su conducta la de aquellos desterrados infieles que menciona el Libro de Esdras.

Está asimismo para nuestra eventual consideración lo que estipula el canon 194,& 1-2: “Queda de propio derecho removido del oficio eclesiástico quien se ha apartado públicamente de la Fe Católica o de la comunión de la Iglesia”. Que no es sino un eco de aquello de San Pablo: ”Que sea quitado de en medio de vosotros, el que tal mal hizo” (Cor.5, 1-2).Y está –estuvo siempre, que conste- la doctrina segura sobre la licitud de los súbditos de rebelarse contra la autoridad injusta, dañina y corruptora; tanto más si el ejercicio de la misma es tiránico, y su origen no tiene una transparente legitimidad. Recordemos la logia mafiosa de San Galo, maniobrando tras la abdicación de Benedicto XVI.

De todo surge que de brazos cruzados no podemos seguir. Esperar una migaja de ortodoxia de este hombre sin Fe Católica, es ilusión vana; y es conformarse cada vez con menos, principio de la tibieza. Precipitarse en una conclusión apresurada, al amparo de aparicionismos privados o del libre examen de ciertos textos venerables, tampoco podemos. Pero ignorar que existe el Libro del Apocalipsis, y en él la figura del anfitrión del Anticristo, tampoco sería sensato.

Hasta aquí mi opinión, caro amigo. A vuelapluma, como te dije; y con la esperanza de que se explayen los que saben, y nos marquen un rumbo tan cierto cuanto concreto y perentorio.

No puedo sacarme de la cabeza las curiosas y hasta inexplicables palabras veraces que escribiera un hombre en las antípodas de nuestro ideario: “Cayó un muro tras otro[de la Iglesia]. Y la destrucción no resultó muy difícil una vez que la autoridad de la Iglesia fue quebrantada[…]. Un trozo se desplomó tras el otro[…]. Hemos dejado que se desmoronara la casa que nuestros padres construyeron[…]. El Cielo se ha convertido para nosotros en espacio físico y el empíreo divino no es sino un bello recuerdo. Nuestro corazón sin embargo arde, y una secreta intranquilidad carcome las raíces de nuestro ser.

Lo escribió Gustav Jung, en “Arquetipos e Inconsciente Colectivo” (Buenos Aires, Paidos, 1977,ps.17-18; 20-21). Parece mentira; pero lo de la burra de Balaam sucede. Las imágenes satánicas de los templos chilenos incendiadosa mansalva, y otros fuegos similares en la Vieja Europa, por cierto que nos hicieron recordar estas estremecedoras palabras precitadas. Pero el fuego material al que han sido arrojadas nuestras entrañables iglesias(sin la más mímima reacción viril de las cúpulas eclesiásticas) es nada, comparado con el temor y temblor que nos causa ver ese desmoronamiento espiritual, moral y doctrinal causado intencionalmente por las llamas de quien se supone debería ser el Vicario del Agua de Salvación.

Amigo, te pido unirte a este ruego simple pero sincero: ¡Señor! No permitas que dejemos demoler impunemente Tu Casa. No permitas que renunciemos a conquistar el Cielo por asalto. No permitas que nuestros corazones dejen de arder por amor a Tí. No permitas que el buen combate sea únicamente un bello recuerdo.

Buenos Aires, 22 de octubre de 2020
Antonio Caponnetto

Los obispos necesitan urgentemente interrogar a su clero para descartar los sacramentos inválidos (Peter Kwasniewski)



Las noticias acerca de los dos recientes “sacerdotes” que descubrieron que ellos no eran sacerdotes debido al haber sido “bautizados” con una fórmula inválida ha causado furor, y con razón. Mientras que ellos han sido ahora bautizados, confirmados y ordenados, ¿qué hay de todas las almas afectadas por su falta de las órdenes: de los fieles que recibieron un mero pan porque no existió consagración; de los fieles que salieron de la confesión no habiendo sido absueltos; de los fieles que salieron pensando que estaban casados cuando no lo estaban; de los conversos recibidos en Pascua que nunca fueron confirmados; de los enfermos y agonizantes que nunca fueron ungidos? Y podemos estar seguros que si los dos sacerdotes ya han sido identificados, estamos viendo solo la punta del iceberg. La mente se estremece al pensar que sucedería si tal sacerdote no descubre la invalidez de su ordenación y fuera algún día nombrado un “obispo”. Podemos estar agradecidos por el sobrenatural sentido común que cada ordenación episcopal normalmente tiene tres co-consagrantes.

LifeSite publicó un espléndido artículo de Matthew McCusker, “Reflexiones sobre la necesidad de un acceso generalizado al bautismo condicional,” que detalla el alcance de la crisis y las soluciones requeridas. Tristemente este artículo no parece haber atraído la atención que merece. Debiera ser de lectura obligatoria para obispos, sacerdotes y diáconos.

Las siguientes dos cosas deben suceder y sucederán pronto:

Primero, cada obispo diocesano debiera contactar a cada sacerdote o diácono que sirva o haya servido en su diócesis y consultar directo al grano: ¿Usó usted alguna vez una fórmula de palabras cuando confirió alguno de los sacramentos que difiere de las palabras impresas en los libros litúrgicos oficiales? Necesito tener una respuesta de usted diciendo que no, que no lo hizo, o que sí, que si lo hizo, y en cualquier caso, las palabras que recuerda usar. Esto es urgentemente necesario para el bien de las almas y para tranquilizar las mentes de muchos católicos que están perturbadas con razón por las recientes revelaciones concernientes a la invalidez de los bautismos u otros sacramentos debido a los defectos en la forma.”

Ahora, es posible que algunos obispos ya lo hayan hecho y que otros se están preparando para hacerlo, sin embargo, es también posible que muchos, si no la mayoría, no percibirán la gravedad de la situación y asumirán que todo está bien a menos que alguien reporte un problema. Ellos asumirán que Dios es tan misericordioso que Él nunca permitirá que a alguien le falte la gracia si tiene buena voluntad y que es mejor dejar las cosas como están.

Esta es una política terriblemente miope. No respeta la economía sacramental, en la cual Nuestro Señor instituyó medios específicos para conceder gracias a los fieles. No, Él no está atado a ellos, pero somos nosotros los que estamos ligados a ellos y pecamos al tratar de evitarlos o al tratarlos con desprecio o liviandad. No podemos presumir que Él siempre “nos da un pase” y esto es aún más cierto para los superiores a los que se les ha confiado el bien de las almas y tienen la responsabilidad de que ellas reciban lo que el Señor desea darles, incluyendo obviamente, los sacramentos en forma válida. Un obispo que, sabiendo lo que nosotros sabemos, no se agota en el esfuerzo por encontrar ministros indignos de sacramentos inválidos enfrentará un juicio particularmente severo, ya que será responsable por cualquiera de las ovejas que se extraviaron por haber sido privada de los auxilios divinos. La política es también extremadamente dañina debido a los efectos colaterales de los sacramentos inválidos: un pseudo-bautismo puede tener efectos exponenciales en el Cuerpo de Cristo. Al negar esto, uno tendría que ser un apóstata que ya no cree en los principios más básicos de la Fe.

Sugiero, por tanto, que los católicos de todas partes del mundo envíen una carta respetuosamente redactada a sus ordinarios locales con el siguiente texto:

“Su Excelencia:

Las noticias de dos “sacerdotes” que descubrieron que sus bautismos fueron inválidos y que, por tanto, tenían que recibir todos sus sacramentos por primera vez, son terriblemente perturbadoras, ya que es probable que haya muchos más individuos que creen que están bautizados (o confirmados, o casados u ordenados) pero que no lo están. Por favor, por el bien de las almas, envíe una carta a todos los sacerdotes y diáconos que están sirviendo o que han alguna vez servido en su diócesis (incluyendo a los retirados), y pregúnteles si ellos en algún momento bautizaron en otra forma que “Yo te bautizo en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, mientras derramaban agua sobre la cabeza. Es necesario encontrar a los individuos que pueden haber usado una forma inválida o materia para que así las personas afectadas puedan ser contactadas. De hecho, sería una oportunidad para preguntar si ellos han usado una forma incorrecta para cualquiera de los sacramentos, incluyendo la Confesión, donde los laicos a menudo se quejan de las improvisadas “absoluciones” que los dejan en la duda.”

No es suficiente para un obispo publicar un genérico tipo de carta “Queridos todos: por favor, por favorcito, usen las palabras correctas cuando administren los sacramentos.” Esto puede ayudar para el futuro, no hace nada para corregir los errores del pasado. Él necesita que cada clérigo le diga cuál ha sido su praxis sacramental, y si no recibe ninguna respuesta escrita, él debiera contactarlo por teléfono o en persona. Sí, esto podrá ser difícil, doloroso, incómodo o antagónico. Que así sea. Aquellos que han abusado de los sacramentos, o aquellos bajo cuya vigilancia han sido abusados, merecen algún sufrimiento en esta vida si ellos desean evitarlo en la otra.

Segundo, las personas debieran comenzar a investigar qué seminario y programas de formación diaconal están siendo enseñadas en las diferentes partes del país. En particular necesitamos averiguar donde alguien, que se sabe ha usado una fórmula falsa, obtuvo su formación. Ideas tan estúpidas (“nosotros te bautizamos) generalmente son sugeridas en talleres de monjas espaciales en pantalones o jesuitas del tipo “solo dime Jimmy”, porque es poco probable que se hayan originado solo en las cabezas locas de los ministros que lo hicieron. Existen nódulos causales esperando ser descubiertos. Si podemos identificar a los profesores o a los programas que animan este sinsentido, nos dará más herramientas para rastrear a aquellos que podrían haber sido engañados por ellos

Este es un negocio serio y merece ser tomado con la mayor seriedad por los obispos de la Iglesia.

Peter Kwasniewski

Traducido por Beatrice Atherton para Marchando Religión

Háblennos de la vida eterna (Roberto De Mattei)



En un debate televisivo (Stasera Italia, 14 de octubre de 2020), el sociólogo progresista Marco Revelli ha denunciado con alarma el creciente clima de angustia colectiva que se propaga por Italia y por Occidente al compás de la danza macabra del coronavirus. «La muerte se mueve por Occidente», ha dicho evocando este espectro.

Ahora bien, la muerte jamás ha dejado de moverse. Se muere y se sigue muriendo todos los días de mil maneras. La muerte es una de las pocas certezas, tal vez la primera, de nuestra vida. Vivimos, pero nuestra vida corporal tiene fijado un plazo inexorable.

La sociedad moderna ha intentado conjurar el pensamiento de la muerte, que vulnera las leyes del placer y del bienestar de las masas. La muerte es la consecuencia del pecado original, y la sociedad moderna niega el pecado original. Niega todo pecado, y cree que es posible vencer a la enfermedad y la muerte.

Tal presunción es un sueño diabólico, porque está inspirada porque está inspirado por aquel que inspiró el primer pecado: el Príncipe de las Tinieblas, que siegue repitiendo a los hombres «seréis como dioses», y les propone alcanzar ese objetivo por medio de la ciencia, en particular la manipulación genética.

La prohibición de hablar de la muerte se expresa siempre en la indignación suscitada contra los sacerdotes que invitaban en su predicación a lo que en otros tiempos se conocía como ejercicios para la buena muerte: la preparación para el momento fatal que a todos nos espera. San Alfonso María de Ligorio, que escribió un libro bellísimo titulado Preparación para la muerte, nos recuerda en sus Máximas eternas que la muerte es un momento del que depende la eternidad; una eternidad dichosa o para siempre desgraciada, de alegría o de anhelo, de todo bien o todo mal; una eternidad de Paraíso o de Infierno.

Pero si un católico habla de la muerte lo tildan de querer sembrar el terror y la angustia y lo condenan como profeta de desgracias, como si hablar de la muerte fuera lo mismo que desear o acelerar la llegada de ese momento. La consigna hasta ahora dominante era el silencio sobre la muerte.

Todo ha cambiado en pocos meses. Se ha impuesto a la sociedad el espectro de su muerte, guadaña en mano, y lo invocan los mismos científicos que deberían haber derrotado las enfermedades y la muerte pero se ven impotentes ante la pandemia del coronavirus.

Para quienes creen que la muerte no es el fin sino el comienzo de otra vida, ésta sería una oportunidad de llevar a cabo el apostolado de la buena muerte. Pero los pastores callan, y quienes hablan de la muerte son sociólogos como Revelli, o científicos como Massimo Galli, que se declaran públicamente ateos y por tanto incapaces de ver más allá de la muerte.

No es es de extrañar que la sociedad contemporánea, incapaz de encontrar un sentido a la vida, caiga en la angustia ante la enfermedad y la muerte. Lo que sí sorprende es el silencio de quienes deberían disponer de todo el arsenal para vencer, no digo a la muerte sino a la angustia que la envuelve: los ministros de la Iglesia Católica Apostólica y Romana, custodios de toda la verdad referente a la vida y la muerte de los hombres y su destino de ultratumba, y la única que tiene palabras de vida eterna (Jn.6,88).

Nuestra súplica es humilde pero ardiente. Pastores: en esta hora trágica y confusa de nuestra historia, no nos hablen de esta vida terrena, sino de la otra; la vida eterna, la verdadera, en la cual ciframos todas nuestras esperanzas.

Roberto De Mattei

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)