El comienzo de un nuevo año nos recuerda el paso del tiempo. Y somos conscientes de que no vamos a tener otra oportunidad para salvarnos que no sea esta vida. Conforme a nuestras decisiones libres, tomadas en el tiempo, nos jugamos lo que queremos para nosotros en la eternidad. El tiempo es breve. Y no somos ciudadanos de este mundo, sino peregrinos: "Somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos también como Salvador al Señor Jesucristo" (Fil 3, 20). Estamos aquí de paso. Ésta no es nuestra verdadera patria, sino un tiempo de prueba y "cada uno recibirá la recompensa según su trabajo" (1 Cor 3, 8). Por eso, según nos dice san Pablo "ya es hora de que despertemos del sueño, pues ahora está más cerca de nosotros la salvación que cuando creímos" (Rom 13, 11).
Cada día es una nueva oportunidad que Dios nos concede para que nos decidamos a ser santos, de una vez por todas, "aprovechando el tiempo, porque los días son malos" (Ef 5, 16). Es preciso que los cristianos seamos conscientes de que nos han tocado tiempos difíciles, lo que no significa que nos asustemos: "No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed, sobre todo, al que puede arrojar el alma y el cuerpo en el infierno" (Mt 10, 28). Ahora, más que nunca, se impone vivir el Evangelio al pie de la letra y hacerlo vida de nuestra vida, no olvidando que "el que quiera salvar su vida la perderá" (Mt 16, 25a). Nuestra vida, nuestra verdadera vida, aquella que nos hace ser más nosotros mismos, esa vida "está escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 3); de manera que, según decía Jesús: "El que pierda su vida por Mí, la encontrará" (Mt 16, 25b).
No basta con estar bautizados o llamarse católicos para salvarse: hay que cumplir con las exigencias emanadas del Evangelio, aprovechando cada minuto y cada instante de nuestra vida; no tendremos otra oportunidad. Y el único modo de aprovecharlos con fruto, aquello que quedará al final de nuestra vida, es solamente lo que hayamos hecho por amor a Jesucristo y con Jesucristo: "el buen combate" (2 Tim 4, 7) del que hablaba san Pablo a Timoteo, cuando veía cerca el momento de su partida de este mundo, se refería a "la guarda de la fe".
En el comienzo de un nuevo año, nada hay mejor para aprovechar bien nuestra vida, que renovar nuestro propósito de fidelidad al Señor y ponernos en las manos de Dios: rezar con confianza y tomarnos en serio a Jesucristo, pues de ello depende no sólo nuestra propia salvación sino la de mucha gente que, viendo en nosotros reflejada la vida de Jesús, salgan de su apatía espiritual y se conviertan al Señor. Nada mejor podría sucederles en sus vidas.
Pongamos de nuestra parte todo lo que podamos y dependa de nosotros. El resto dejárselo al Señor: "Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura" (Mt 6, 33), con nuestra esperanza puesta completamente en Él, sabiendo -con toda certeza- que no nos abandonará: "No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros" (Jn 14, 18). Al ver la confusión reinante en tantos cristianos que andan "como ovejas sin pastor" (Mc 6, 34) y viendo la "barca" de la Iglesia tan agitada, que parece hundirse, no tengamos miedo. Puede que Jesús duerma, pero está a nuestro lado. Está poniendo a prueba nuestra fe, nuestra fe en Él, que es la única tabla de salvación. Y de las pruebas siempre se sale fortalecido.
Tenemos su Palabra de que "las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella" (Mt 16, 18), es decir, sobre la Iglesia que Él fundó. Ésta no desaparecerá, aunque puede que quede reducida a un núcleo muy pequeño, diseminado por toda la faz de la tierra. Y la victoria está asegurada, si no decaemos en nuestra fe: "Ésta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe" (1 Jn 5, 4).
Es también momento de recordar que estamos sometidos a una Jerarquía; y aunque ésta no obrase correctamente, sigue siendo la Jerarquía, supuesta su legitimidad. No podemos independizarnos por nuestra cuenta: somos hijos de la Iglesia. Las flaquezas, debilidades y pecados de algunos de sus miembros, no le quitan nada a la Iglesia que fundó Jesucristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica, "sin mancha ni arruga o cosa semejante, sino santa e inmaculada" (Ef 6, 27), pues "somos miembros de su cuerpo" (1 Cor 12, 27), del cual "Él es la Cabeza" (Col 1, 18), "en quien habita toda la plenitud" (Col 1, 19). Como Cristo es Santo -la santidad misma- su Cuerpo, que es la Iglesia, es santo (aunque sólo en aquellos miembros que viven en comunión con Él, animados de su Espíritu). Quien no vive según el Espíritu de Cristo y está en pecado mortal no forma parte de este Cuerpo, no pertenece a la Iglesia, hasta que se arrepienta de sus pecados y se convierta, haciendo recto uso del sacramento de la Confesión, momento en el cual, al estar bautizado, pasaría a formar de nuevo parte del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia.
Dicho esto, hay que tener en cuenta que un cristiano católico no puede dejar o deponer los principios de la doctrina secular de la Iglesia, la doctrina de siempre, una doctrina que nunca puede ser cambiada: Las Sagradas Escrituras, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia son las fuentes de las que hay que beber para no ser engañados y mantenernos fieles a la verdadera Iglesia de Jesucristo, la que Él fundó; pues aunque, ciertamente, el Papa es el Vicario de Cristo en la Tierra, su misión es la de "guardar el depósito recibido" y darlo a conocer a todos, íntegramente, sin falsear ni cambiar su contenido. El modo de hacerlo pertenece a la pastoral, pero ésta nunca puede contradecir la doctrina.
Esta idea es fundamental. En cualquier caso, tenemos la seguridad de que Dios no permitirá que sea engañado aquel que no quiera ser engañado, aquellas personas de buena voluntad que busquen sinceramente la verdad. Sólo serán engañados aquellos que han hecho su opción por la mentira y no quieren comprometerse a vivir según las exigencias propias de la vida cristiana; aquellos que, por comodidad, no quieren complicarse la vida ... y aunque se llamen católicos no lo son, en realidad, pues no piensan como Cristo sino según los criterios del mundo. Un católico así es una contradicción y un imposible metafísico. Alguien que diga: yo creo lo que quiero y practico lo que me da la gana, aunque vaya en contra de las enseñanzas de la Iglesia, de la moral, de la ley natural, de la ley divina, ... y, además, soy católico ... Pues va a ser que no. El que así proceda es un farsante, pero de católico no tiene nada, aunque piense que lo es.
Por lo tanto, sabiendo que "todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios" (Rom 8, 28) lo único que nos queda -y no es poco- es rezar y confiar plenamente en Dios, vivir la esperanza cristiana, que es un vivir con alegría. Un cristiano tiene que ser feliz. Decía Santa Teresa que "un santo triste es un triste santo". Se puede sufrir. Es más, según dice san Pablo, y está atestiguado por la experiencia, "todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecución" (2 Tim 3, 12). Por eso dice Jesús a sus discípulos en el sermón de despedida de la última cena: "Vosotros tenéis ahora tristeza, pero os volveré a ver y se alegrará vuestro corazón, y nadie podrá quitaros vuestra alegría" (Jn 16, 22). Esta alegría -la auténtica- es patrimonio tan solo de los cristianos que viven como tales.
Los cristianos tenemos muchos motivos para ser felices y vivir con ilusión y con esperanza. Para ello no tenemos más que leer las siguientes palabras que dirige Jesús a su Padre con relación a sus discípulos: "Padre, quiero que los que me has dado, estén también conmigo, donde Yo estoy" (Jn 17, 24). Ese deseo que tiene el Señor de estar con nosotros, el escuchar su voz y oírle decir que somos "sus amigos" (Jn 15, 14) ¿acaso no es motivo, más que suficiente, para ser inmensamente felices? Y, además, con una felicidad tal que tiene lugar ya en este mundo, como un adelanto de lo que nos espera en la otra vida, si tal es la voluntad de Dios con respecto a nosotros, como así lo esperamos.
Es tu amor lo que anhelo
la causa de mi dicha adelantada.
Descubre, amado, el velo:
que vea tu mirada
suspirando por mí, y enamorada.
José Martí