Se hicieron públicos hace unas semanas los datos demográficos definitivos de 2019: más terroríficos que nunca, tan desatendidos como siempre. Ofrecen la imagen de un país en rápido despeñamiento hacia el suicidio poblacional. La tasa de fecundidad de las residentes en España ha descendido a los 1’24 hijos por mujer, y la de las españolas a 1’17: estamos teniendo un 44% menos de los hijos necesarios para reponer las generaciones; la promoción nacida en 2019 será un 44% más reducida que la de sus padres. En 2019 nacieron en España menos de 360.000 niños: no se daba una cifra tan baja desde el siglo XVIII, cuando la población era cinco veces inferior (en la década de 1960, con una población un tercio inferior a la actual, el número de nacimientos anuales rozaba los 700.000). Y los nacidos de madre española fueron solo 260.000. Hoy las españolas tienen un 61% menos de hijos que en 1976; en provincias como Orense, Asturias o Vizcaya, un 75% menos. Entre los españoles nativos, el número de muertes en la provincia de Orense en 2019 cuadruplicó al de nacimientos; en varias otras provincias lo triplica.
La verdadera amenaza existencial que se cierne sobre nuestro país no es una hipotética subida de dos o tres grados de temperatura para el año 2100 (que implicaría un ascenso del nivel del mar de solo 60 cms., fácilmente afrontable por nuestros nietos) sino el colapso socioeconómico por falta de cotizantes y mano de obra para 2035.
En los próximos años irá pasándonos factura nuestra desidia reproductiva de las últimas cuatro décadas (llevamos desde 1980 por debajo de la tasa de reemplazo generacional): empiezan a llegar a la edad de jubilación las promociones de los 50, 60 y primeros 70, las más numerosas de la historia, y tendrán que ser sostenidas por las escuálidas cohortes nacidas en los 80, 90 y 2000. Echaremos en falta a los millones de españoles que NO fueron engendrados -o fueron abortados– entonces. (El porcentaje de embarazos concluidos mediante aborto alcanzó en 2019 un máximo histórico, superando el 21%). El resultado será la insostenibilidad del sistema de pensiones y del Estado del Bienestar en general: el gasto sanitario, por ejemplo, se dispara en una sociedad envejecida.
Se enfoca la crisis demográfica no como un problema de infranatalidad, sino como un desequilibrio territorial en la distribución de la población
El invierno demográfico no pertenece a la lista de terrores políticamente correctos: los dueños de la cultura han decretado que debe asustarnos el “cambio climático”, el “machismo”, la “homofobia” y el “racismo”, pero no el probable y nada remoto colapso social por déficit de jóvenes. El CIS pregunta regularmente a los españoles por sus preocupaciones: la demografía jamás figura entre ellas.
Ah, pero el Gobierno aprobó en marzo de 2019 unas “directrices generales de la Estrategia Nacional frente al Reto Demográfico”. ¡Por fin! Veamos…: “Garantizar una adecuada cobertura de Internet de banda ancha y de telefonía móvil en todo el territorio”. “Avanzar en la simplificación administrativa para los pequeños municipios”. “Desarrollo de proyectos que garanticen la libertad de residencia efectiva de las mujeres en el territorio”. “Canalizar una migración regular y ordenada, y su arraigo en todo el territorio”.
Las recetas aplicadas al “reto demográfico” son las mismas que para casi cualquier otro asunto: más feminismo y más inmigración
O sea, por “reto demográfico” entiende nuestro Gobierno exclusivamente el éxodo rural que lleva a la población de la España interior a las grandes ciudades y a la costa mediterránea. Desvergonzado cambalache conceptual: se enfoca la crisis demográfica, no como un problema de infranatalidad, sino como un desequilibrio territorial en la distribución de la población. La solución no sería el fomento de la natalidad, sino la cobertura de Internet en las provincias despobladas y “la libertad de residencia efectiva de las mujeres en el territorio”. (Dos preguntas: ¿acaso se impide a las mujeres vivir en Teruel o Zamora?; ¿pueden las mujeres procrear sin cooperación masculina?).
Y no se dice nada sobre incentivar los nacimientos, pero sí sobre fomentar la inmigración.
Las numerosas medidas pro-natalidad presentadas por Vox en el Congreso han sido rechazadas, a veces por la totalidad de los demás partidos. Se nos dice siempre que somos machistas (por “relegar a las mujeres a un rol sólo reproductivo” y querer implantar “El cuento de la criada”) y racistas (por oponernos a la inmigración como panacea).
El Gobierno y la mayor parte de la sociedad están presos de una rejilla ideológica que permite conceptuar como problema la sostenibilidad ecológica, pero no la demográfica; inquietarse por la extinción del lince ibérico, pero no por la del homo hispanicus.
Las recetas aplicadas al “reto demográfico” son las mismas que para casi cualquier otro asunto: más feminismo y más inmigración.
Pero el feminismo –con su ataque a la familia, su concepción de la maternidad como esclavitud biológica y su llamada a que la mujer compita económica y profesionalmente con unos hombres a los que ya no se ve como complemento, sino como enemigos- es lo que nos ha traído demográficamente hasta aquí.
Y la inmigración masiva no será la solución: el inmigrante promedio tiene sueldos bajos –cuando no está en paro o trabaja en negro- y por tanto aporta muy poco a las arcas estatales (los extranjeros, siendo un 12% de los residentes en España, aportaron sólo un 3% de la recaudación del IRPF de 2016). Por no hablar de la difícil integración de la inmigración islámica; por cierto, el 10% de los bébes que nacen hoy en España son ya de padre musulmán, según estimación de la Fundación Renacimiento Demográfico.
Sí, ahora hay una nueva derecha dispuesta a darle la batalla cultural a la izquierda, a diferencia de la derecha acomodada-tecnocrática de los Merkel, Cameron o Rajoy. Una derecha dispuesta a cuestionar el dogma de la inmigración como panacea, sin dejarse intimidar por la etiqueta de “racismo” con la que la izquierda woke intenta zanjar los debates.
Pero la presión migratoria obedece a un principio de horror vacui y de mecánica de fluidos: aprovecha el hueco demográfico que hemos creado durante cuarenta años de inestabilidad familiar (cada vez se casa menos gente, a una edad cada vez más avanzada, y un porcentaje cada vez mayor de esos matrimonios termina en divorcio), aplazamiento de la paternidad y desgana reproductiva. Hemos sacrificado la perpetuación de la especie a la libertad amorosa, a la prolongación de la juventud y al éxito profesional.
Será imposible afrontar el problema demográfico sin un replanteamiento integral de nuestros valores, prioridades y estilo de vida. Sin matrimonio y familia, no habrá niños ni futuro.
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Francisco José Contreras es diputado a Cortes por Sevilla (VOX). Catedrático de Universidad y autor de “Defensa del liberalismo conservador“.