Si vas a cenar con el diablo, reza un viejo refrán inglés, necesitarás una cuchara muy larga. Imagino que la diplomacia vaticana, de las más antiguas y eficaces del mundo, se las prometía muy felices cuando Pekín se abrió a negociar un acuerdo con la Santa Sede, esto es, con la propia Iglesia Católica.
El resultado podría ser un maravilloso triunfo para el Vaticano, para el pontificado de Francisco, en muchos sentidos, no el menor un golpe de efecto para su imagen. Ya en sí mismo, normalizar las relaciones diplomáticas con el gigante asiático por primera vez en la historia reciente sería un paso de gigante, permitiendo cauces oficiales para presionar a favor de la población católica china, condenada a la persecución, el ostracismo y el cisma.
Y esa del cisma sería, sin duda, otra victoria resonante: acabar con la dolorosa división, la duplicidad de iglesias con sus respectivas jerarquía y clero, una quiebra entre la Iglesia Patriótica, dependiente del Partido Comunista y con un cuadro nombrado por el gobierno y los obispos, sacerdotes y laicos fieles a Roma que vivían una existencia clandestina. ¿Qué Papa no desearía ardientemente cerrar un cisma de esta magnitud? Y la imagen del primer Papa en pisar China desde el principio de los tiempos tampoco es irrelevante.
A cambio, naturalmente, había que ceder, había que consentir sacrificios y pasos atrás. Los sacrificios serían, esencialmente, los de los obispos fieles a Roma que deberían ceder sus sedes a ‘obispos’ de la Iglesia Patriótica cuya consagración había sido hasta entonces inválida. En cuanto al principal paso atrás sería la admisión de cierto cesaropapismo superado tras largas luchas en el resto del mundo por el que las autoridades civiles propondrían los nombres de los obispos para cada nombramiento.
Naturalmente, la diferencia con la lucha de las investiduras medieval era que, en ese caso, los reyes y nobles laicos que realizaban los nombramientos eran, al menos, cristianos, e incluso concebían su propio poder como delegado por Dios, mientras que en el caso chino los responsables de nombrar a los obispos serían funcionarios de un partido agresiva y confesamente ateo. Pero, tranquilizaba el Papa y los representantes de la Secretaría de Estado, Roma tendría en cualquier caso la última palabra para consagrar o denegar la consagración del prelado propuesto.
Los chinos no parecen sentirse obligados por el acuerdo. Llevamos desde el anuncio del mismo -que sigue siendo secreto en sus detalles- haciendo la crónica del creciente acoso sobre los clérigos y fieles chinos por parte del gobierno de Pekín, como ya advirtiera desde el principio el arzobispo emérito de Hong Kong, cardenal Joseph Zen, que aunque conoce bien a sus compatriotas del PCCh, ha predicado en el más absoluto desierto.
Las autoridades han decretado qué deben predicar los sacerdotes en sus iglesias (y qué no), cómo deben incluir en sus prédicas loas al (incompatible) socialismo con rasgos chinos, o cómo los fieles deben sustituir estampas y crucifijos en sus hogares por imágenes de Mao o Xi Jinping.
Pero hoy hemos sabido que tampoco piensan cumplir con lo estipulado sobre los nombramientos episcopales, de los que se han publicado las normas sin referencia alguna al papel de Roma en el proceso.
Y aquí es donde viene a colación el refrán con que abría este texto: el Vaticano ha iniciado un proceso que no tiene vuelta atrás, del que no puede salir sin muchísimo quebranto. Denunciar un acuerdo que uno mismo ha buscado suele equivaler a ‘perder la cara’, como dicen en la propia China. Pero en este caso las consecuencias van mucho más allá. Supondría renovar el cisma, indisponerse públicamente con la que está llamada a ser a plazo fijo la mayor potencia de la tierra y multiplicar la confusión de los fieles de la Iglesia de la clandestinidad, muchos de los cuales ya se sienten traicionados y abandonados por Roma.
Por otra parte, permitir que la tiranía china haga mangas y capirotes con la parte del acuerdo que no le gusta y que siga organizando la iglesia nacional a su gusto es totalmente inasumible. Bastante difícil ha debido de ser para un pontífice tan debelador de las injusticias y defensor de los derechos humanos callar ante los desmanes descarados y masivos de esta enorme tiranía. Seguir ese camino sin contrapartida alguna, figurar como cómplice de una secta cada vez más controlada pastoral y doctrinalmente por un funcionariado ateo y que esa complicidad permitirá usar la etiqueta de católico, sería un desastre como hacía mucho no vivía la Iglesia.
Carlos Esteban