Son pocos los que animan ya a negar que Bergoglio dejará a la iglesia, cuando su pontificado termine de terminar, en un estado de postración quizás único en toda su historia. Literalmente, y aprovechándose del envión recibido por el Vaticano II, se cargó dos mil años de teología y espiritualidad cristiana. Y no se da cuenta o, en todo caso, no le importa hacerlo.
¿Cómo será entonces esa iglesia post-Francisco? Es un tema en el que vale la pena detenerse a pensar, sabiendo que nos adentramos en el área de las especulaciones y fácilmente podemos equivocarnos.
Para comenzar se impone una reserva. Quien obra en la iglesia es el Espíritu Santo, por lo que las previsiones que podamos hacer tienen siempre un valor muy relativo. Por ejemplo, al Papa lo eligen los cardenales que son asistidos por el Espíritu Santo; sin embargo, ellos son libres de aceptar o rechazar esa asistencia. Cualquier análisis, entonces, que pretenda dar alguna perspectiva sobre el futuro, deberá siempre enfrentarse a las incertidumbres de la acción del Paráclito y de la libertad de los hombres.
La muerte de Francisco se acerca inexorablemente, como se acerca la todos nosotros. Y se acerca también la llegada de su sucesor luego de un cónclave al que todos temen.
Nadie sabe qué saldrá de ese aquelarre escarlata y lo que podamos decir no son más que quinielas. Pero podemos hacer algún análisis de los datos que tenemos, incluyendo a los nuevos purpurados anunciados el último domingo de octubre de 2020. Hay 128 cardenales electores, más de los previstos por la ley canónica. De ellos, 16 fueron creados por Juan Pablo II, 39 por Benedicto XVI y 73 por Francisco. Estos datos dicen algo pero no dicen todo. Estaríamos tentados a dar por sentado que los cardenales que deben su púrpura a Bergoglio votarán en masa por el candidato que unja, con todas las sutilezas del caso, el Papa reinante antes de morir. Pero no necesariamente es así, y una prueba de ello es lo sucedido en el cónclave anterior: no todos los cardenales benedictinos votaron por Scola, el candidato de Ratzinger. Y esto señala la incertidumbre que encierran los resultados, pues por el secreto propio del cónclave no sabemos cómo se mueven allí las fuerzas.
Sin embargo, podemos encontrar alguna pista mirando a reuniones semejantes como los concilios. Y lo que allí vemos es que la masa de obispos se mueve al compás que marca un apretado puñado de líderes. Es decir, las reuniones episcopales se caracterizan por estar compuestas de un número muy reducido de capitostes y una rebaño de borregos. Es cuestión de ver lo que ocurrió durante el concilio Vaticano I, tan bien relatado por O’Malley, o lo sucedido en el Vaticano II, mejor relatado por De Mattei: los obispos entendían poco los temas que se trataban, aplaudían lo que aplaudía la mayoría y votaban a los que más aplausos cosechaban. Y convengamos que esta suele ser la conducta de todas los cuerpos colegiados, desde los consejos académicos de una universidad a la cámara de diputados de la nación, pasando por las reuniones de consorcio de cualquier edificio de mala muerte.
No he hecho, ni ganas que tengo de hacerlo, un análisis detallado de los cardenales nombrados por Bergoglio, pero aventuro alguna hipótesis. Como viejo zorro de la política y sabedor de la mecánica de los cuerpos colegiados, lo previsible es que se haya preocupado de llenar el sacro colegio de borregos, agregando de cuando en cuando algún líder que, llegado el momento, pueda ser elegido él mismo, o bien, ser un king maker. Y creo plausible esta maniobra por dos hechos fácilmente comprobables.
El primero y más universalmente conocido, es que Francisco de ha caracterizado por armar un colegio cardenalicio que posee dos características principales: su mediocridad y su color. Sobre la primera de ellas, remito al artículo de Tosatti, cuya conclusión se puede sintetizar afirmando que los cardenales creados por Bergoglio son apéndices de sí mismo. Sobre la segunda, con la fácil y cuestionable excusa de que en púrpura debe estar representada toda la iglesia, se ha preocupado de hacer cardenal desde el obispo de Toga, una remota y perdida isla del Pacífico hasta, últimamente, al vicario apostólico de Brunei. No conozco a estos prelados y nada puedo decir de ellos, pero el sentido común indica que se trata de personas que pasaron sus vidas en ocupaciones y preocupaciones de una grey reducida y maltratada, y que difícilmente tengan las habilidades que sí tienen los peligrosos lobos vaticanos, a los cuales serán arrojados. Aventuro que con este tipo de cardenales, que son mayoría, ocurrirá lo que ocurrió en los concilios: serán fácilmente amedrentados, o comprados, por los king makers y votarán por quien se les indique.
En cambio, Bergoglio se ha cuidado mucho de hacer cardenales a los titulares de sedes que tradicionalmente fueron ocupadas por la púrpura. Uno de los casos más clamorosos es el de París. Su arzobispo, Mons. Michel Aupetit, cuya nominación fue aplaudida incluso por la FSSPX, sigue sin ser cardenal aunque han pasado ya dos consistorios desde su elección. Y a Aupetit, claro, no le calentaría la cabeza ningún bergogliano en los corredores del cónclave.
¿Qué puede esperarse? Las posibilidades que salga electo algún cardenal cercano a la tradición son nulas. Nadie elegiría, por ejemplo, al cardenal Burke. Y no sé cuán bueno sería que eligieran al cardenal Sarah. A pesar de la campaña que se hizo para convertirlo en papabile en los últimos años, lo cierto es que el Su Eminencia ha dado muestras de tener miedo aún de su propia sombra.
¿Debemos prepararnos para lo peor? Pareciera ser ese el caso. Sin embargo, hay dos factores que considerar. Primero, aunque Francisco elija cardenales a aquellos que le son vergonzosamente fieles, lo cierto es que las fidelidades terminan cuando desaparece su objeto. Como se ha dicho, Bergoglio no participará del próximo cónclave. La muerte disolverá la fidelidad mafiosa al porteño. Y por ese lado, nada está dicho. La segunda es que las instituciones, como los seres vivos, tienen una indestructible tendencia a la supervivencia, y cualquiera sabe que la iglesia, desde un punto de vista puramente humano, no aguantaría otro pontificado como el de Francisco. Más bien lo contrario. No sería raro que la elección se adecuara al movimiento pendular y, para compensar la devastación de los últimos años, se eligiera, por mera cuestión instintiva, a un moderado o conservador, versado en teología y con algún resto de fe católica.
Emociones no nos faltarán.
THE WANDERER