El abandono de muchos obispos y sacerdotes hacia sus fieles durante más de un año, aterrorizados en algunos casos por el virus y en otros, atacados de un civismo exacerbado que los llevó a ir mucho más allá de las normas impuestas por las autoridades, provocó que los templos en los que se celebraba la misa en el rito tradicional, y se da la comunión en la boca, vieran aumentar su feligresía en términos muy notables. Las iglesias de la FSSPX en Argentina han cuadriplicado, por lo bajo, sus fieles. En el priorato de Mendoza, por ejemplo, hay cinco sacerdotes que no dan a basto para atender todas las tareas que les demanda la feligresía, y esto no sucede en las parroquias “normales” de la arquidiócesis, que alojan dos sacerdotes, o tres en casos excepcionales, buena parte de ellos cercanos a la edad de la jubilación. Bendito virus que vino a exponer tantas de las bondades y pastoralidades que nos vendieron como frutos del Concilio.
Frente a esta situación, quienes han quedado en situación insegura, o tecleando para utilizar términos tangueros, han sido los sacerdotes denominados “línea media”, o “juanpablistas”; los que “sí, pero no tanto”; “está bien pero habría que ver”; “el rito de Pablo VI bien celebrado”, etc. Los que en este blog hemos definido con mayor o menor acierto como “neocones” (ver la editio princeps del diccionario neocon aquí). Es que a ellos han recurrido muchos fieles desencantados por los giros de la iglesia oficial a confesarles que han comenzado asistir con cierta regularidad a las misas de la misa tradicional debido a que en ellas pueden confesarse normalmente y recibir la comunión en la boca.
¿Qué hacer?, se preguntaron, y pareciera que han recibido de sus gurúes o chorepíscopos una respuesta estandarizada: “Está bien, puedes ir, pero recuerda que el rito no es la Iglesia”, es lo que le dicen a los fieles. La típica respuesta que busca extremar las relativizaciones, a fin de salvar su fundamentalismo de permanecer siempre en el medio. En el fondo, lo que están diciendo es que el rito es algo accesorio, y la Iglesia es mucho más que una práctica ritual determinada para la celebración de los misterios de la fe. Ellos son los ecuánimes que ponen en su lugar a la liturgia evitando que absolutice a la Iglesia.
Ciertamente, la Iglesia es más que el rito. Quien es hijo de la Iglesia debe tener fe católica, practicar de las virtudes, amor a Dios y al prójimo, además de ir a misa. Más aún, en varias situación extremas de persecución, como la ocurrida en los países comunistas, los fieles subsistieron buen tiempo sin el rito. Sin embargo, la frase esconde también otra idea peligrosa: el rito, para línea media, es sólo una expresión de la Iglesia. Los cristianos dan culto a Dios a través de la liturgia, y los ritos en los que ésta se celebra son variopintos y circunstanciales. Lo importante es permanecer en la Iglesia, más allá de la accidentalidad del rito al que se asista. En pocas palabras, ellos dirán: “La batalla es por la Verdad; no nos entretengamos demasiado en cuestiones rituales”.
Y en esto veo yo un error grave, repetido una vez más por el neoconismo, y que desgloso en dos facetas.
La primera tiene que ver con el resabio jesuita que suelen tener todos los movimientos neocones. Sea Opus Dei, Legionarios, Miles Christi, IVE, seminario de San Rafael, o tantos otros del mismo género, no pueden desprenderse de la espiritualidad jesuita y el relegamiento a la que ésta condenó a la liturgia y a la contemplación en favor del activismo. Para ellos, la liturgia no es más que una cuestión ceremonial, análoga a la que se utilizaba en las cortes reales, de importancia relativa, y que puede ser modificado según cambian las modas y “sensibilidades” sociales. Sobre este tema vuelvo a recomendar el libro del benedictino dom Maurice Festiguére, sobre el que escribí un post que pueden leer aquí, titulado La liturgie catholique. Essai d’une synthèse (Abbaye de Maredsous, 1913), y al que el P. Navatel, S.J, respondió en un largo artículo en la revista Esprit.
La segunda es de orden metafísico. La aserción en discusión podría reducirse a estos términos: la Iglesia es sustancial; el rito es accidental. El problema es que aplican estos conceptos de acuerdo a la vulgata que ciertos manuales neotomistas han expandido, según la cual los “accidentes son accidentales”, es decir, secundarios cuando no insignificantes, y de una importancia relativa. Y esto es un error sobre el que Aristóteles y Santo Tomás alertarían rápidamente. Los accidentes son la expresión de la sustancia; ellos dicen la sustancia y la sustancia es dicha por ellos. Desaparecidos o mutilados los accidentes, desaparece o es mutilado el conocimiento de la sustancia. Sobre este tema hay mucho escrito por buenos filósofos y no es este el lugar para honduras metafísicas. Sin embargo, me permitiré una vulgarización de la cuestión.
Todos sabemos lo que es un elefante: un paquidermo de gran tamaño, de color gris, con una larga trompa, grandes orejas y rabo corto, entre otras características. Todas estas propiedades son accidentes. La trompa no es el elefante, pero ¿qué quedaría de un elefante sin trompa? ¿O si, en vez trompa, se le adhiriera un hocico de jirafa? Y si, dado que los accidentes son secundarios, en vez de color gris fuese rayado como una cebra y tuviera orejas de buey? ¿Sería eso un elefante? ¿Quién lo reconocería como tal? Ese paquidermo sería irreconocible, porque el ser o la sustancia elefante se expresa en sus accidentes.
La Iglesia no es el rito, y el elefante no es la trompa, pero un elefante sin trompa es un pobre y desgraciado elefante.
The Wanderer