Excelencia, nos disponemos a concluir la entrevista que iniciamos a primeros de marzo con motivo de la presentación del libro Galleria neovaticana, prologado por V.E. (el libro ya está disponible en inglés con el título de Neovatican Gallery, y dentro de muy poco tiempo verá la luz en español). Señalemos para empezar que aquella conversación ha tenido resonancia mundial; en apenas unas semanas, se ha traducido a numerosos idiomas y ha provocado un extenso debate. Destaca ampliamente el interés y la atención suscitados, y alguna crítica minoritaria por aquí y por allá –sobre todo en lo referente a Benedicto XVI– aunque no muy consistente en el aspecto teológico; la polémica tenía que ver sobre todo con lo que dijo V.E. con relación a cierta influencia hegeliana en el pensamiento de Ratzinger. ¿Tenía V.E. noticia de ello? Si le parece, podría ofrecer una respuesta; de lo contrario, procederemos con el resto de las preguntas.
Vamos a dividir la conversación de hoy en varias partes que señalaremos previamente para beneficio de los lectores a fin de que resulte más provechosa:
una sobre el papel que desempeña actualmente el mundo anglosajón en la defensa de la Tradición,
otra sobre la cuestión mariana,
otra sobre la liturgia
y por último otra sobre el ecumenismo.
Empecemos por los países de habla inglesa, a los que va dirigida la nueva edición de la obra de Marco Tosatti. Aunque desde un punto de vista histórico se podría decir que la oposición a la ideología conciliar hablaba mucho en francés (también por el camino que trazó monseñor Marcel Lefebvre en ese sentido), en la actualidad se observa una ampliación significativa de dicho frente en el mundo anglosajón, en particular en los EE.UU. No olvidemos tampoco, dentro de los evidentes límites que tuvo, el célebre indulto de Agatha Christie, señal para nada indiferente para su época (comienzos de los setenta). Por su trayectoria diplomática, V.E. conoce desde hace décadas la realidad de los países de habla inglesa, sobre todo por haberse desempeñado como nuncio en Washington. ¿Qué piensa de esta evolución? ¿Cuál sería su causa? ¿Qué puede prever de cara al futuro?
Supongo que si en un principio la oposición a la ideología conciliar se expresaba en francés como usted afirma, ello se debió a que en aquellos años Francia gozaba de un nivel intelectual de bastante espesor tanto entre los laicos como en el clero, por lo que les era manifiesto el vínculo entre lo que pasaba en la sociedad y lo que pasaba en la Iglesia. No olvidemos que Francia se las tuvo que ver con los duros conflictos sociales del 68 y con una forma de progresía radical tal vez menos difundida en Italia, sobre todo fuera de las grandes ciudades. En Francia pudieron darse más clara cuenta de la revolución que se estaba desarrollando en un país de tradición católica que ya había conocido las persecuciones y las consecuencias de los gobiernos anticlericales. En Inglaterra, donde el catolicismo minoritario siempre se las tuvo que ver con el anglicanismo, la evidente aproximación de la Iglesia conciliar a las posturas litúrgicas y doctrinales del protestantismo dio lugar a una respuesta firme y coral por parte de los fieles y de muchos no católicos que encontraban incomprensible que la Santa Sede contemporizara con la mentalidad secularizada de la sociedad moderna. El conocido como Indulto de Agatha Christie manifestó la decepción de numerosos intelectuales por la decisión de eliminar la liturgia tradicional, que constituía un elemento diferenciador ante los anglicanos, pareciendo con ello que se renegara de siglos de resistencia heroica a la persecución por parte de los católicos. El sano ecumenismo preconciliar, que siempre había generado un constante movimiento de regreso de los anglicanos al seno de la Iglesia Católica hasta los mismos años setenta, sobre todo a raíz de la reforma litúrgica, sufrió un parón y las conversiones se orientaron a partir de entonces a las iglesias orientales. Según las tesis heterodoxas conciliares, se pensaba que había que abandonar en el cisma y la herejía a los que deseaban reintegrarse al único Redil del único Pastor.
Italia, sede del Papado y gobernada por la Democracia Cristiana, respondió mínimamente a la revolución conciliar, quizás precisamente porque el catolicismo no parecía estar en riesgo de extinción.
El despertar de los Estados Unidos es más reciente, y es fruto del retraso con el que los católicos de ese país han visto en peligro la fe y la liturgia en la vida diaria. En los años cincuenta la Iglesia estadounidense estaba en plena expansión gracias a la clarividencia de Pío XII y al apostolado de muchos prelados excelentes, entre los que no podemos dejar de evocar al arzobispo Fulton Sheen. Aquel entusiasmo propio de una nación relativamente joven, aquellas innumerables conversiones y la juventud del catolicismo estadounidense retrasaron probablemente la manifestación externa de la crisis, que ya estaba en curso en las universidades jesuitas y en las camarillas progresistas de los que salieron Biden, Kerry, Pelosi y otros políticos supuestamente católicos (véase aquí).
En temas relacionados con la moral pública como por ejemplo el respeto a la vida coincidían incluso presidentes que no eran católicos, con el aplauso del episcopado y de los fieles. Hasta hace muy poco la separación entre la base y el vértice en la sociedad y en la Iglesia no se ha hecho visible; por un lado, con presidentes declaradamente partidarios del aborto, empezando por Bill Clinton, y por otro con obispos mucho más allegados al progresismo europeo, que no sólo se ha extendido por Francia y el Reino Unido, sino también por Italia y países de arraigada tradición católica como España, Portugal e Irlanda. Esta división ha puesto asimismo en evidencia el distanciamiento entre el pueblo y los políticos y entre los fieles y los obispos. Es normal –y yo añadiría que hasta loable y providencial– que en vista de la traición operada por el estamento político y la Jerarquía se hayan despertado las conciencias y hayan visto en el presidente Trump un defensor de los valores tradicionales del pueblo de su país en el que también podían cifrar su confianza los católicos. El fraude electoral del pasado 3 de noviembre consolidó por el contrario el pactum sceleris, la inicua alianza, entre el Estado profundo y la Iglesia profunda para instalar en la Casa Blanca a un presidente que se dice católico pero está entregado en cuerpo y alma a la ideología globalista y a los planes del Nuevo Orden Mundial, con el apoyo determinante de los obispos, los intelectuales y la prensa católica progre. La gestión de la pseudopandemia en Estados Unidos ha desenmascarado a la iglesia profunda y abierto los ojos a muchos fieles para que se den cuenta de la complicidad entre los partidarios del Gran Reinicio. Cuando salga realmente a la luz el verdadero resultado de las elecciones presidenciales y se pueda proceder a unas nuevas elecciones no viciadas de intromisiones y manipulaciones, Biden se llevará consigo a la iglesia profunda de EE.UU., dando así un nuevo impulso al compromiso social de los católicos, sobre todo a los que no están dispuestos a aceptar adulteraciones de la Fe, la moral y la liturgia de la Iglesia.
Nunca como últimamente se ha hablado tanto de la devoción a María. El debate por así llamarlo sobre los títulos de la Virgen se desató cuando Bergoglio volvió a restar importancia una vez más a la Corredención. Para defender las prerrogativas de María publicamos hace poco el Libro de oro de María Santísima. No creemos que pueda existir catolicismo sin María. Creemos también que es imposible disociar el Concilio y los gestores del postconcilio del origen del ataque antimariano que estamos presenciando. Por una parte, la socavación directa o indirecta mediante discursos públicos y documentos, y por otro dejando aflorar un sentimentalismo neoaparicionista que parece la negación del verdadero culto mariano. No olvidemos que con Juan Pablo II en el solio de San Pedro y Ratzinger en la Congregación para la Doctrina de la Fe se llevaron a cabo –en nombre del ecumenismo y con las características típicas de la dinámica revolucionaria1 operaciones inaceptables en ese sentido. Un par de pequeños ejemplos: 1) En 1996, durante el XII Congreso Mariológico Internacional celebrado en Częstochowa, un grupo de teólogos entre los que figuraban tres ortodoxos, un anglicano y un luterano publicaron una declaración contra la proclamación del dogma de la Corredención. En perfecto estilo dialogante-indiferentista –he ahí el quid de la cuestión–, se calificaron de ambiguos los títulos de Corredentora, Mediadora y Abogada. El texto se publicó más tarde en el diario de la Santa Sede (2). 2) Dejando provisionalmente en un segundo plano las desastrosas consecuencias de la Reforma sobre el culto mariano y como si se pudiera amar a María separándola del Cuerpo Místico de Cristo, opacando su función de Triunfadora sobre todas las herejías, Juan Pablo II afirmó en la audiencia general del 12 de noviembre de 1997: «Los escritos de Lutero manifiestan amor y veneración por María, exaltada como modelo de todas las virtudes: sostiene la santidad excelsa de la Madre de Dios y afirma a veces el privilegio de la Inmaculada Concepción, compartiendo con otros reformadores la fe en la virginidad perpetua de María».(3) ¿Cómo ha experimentado personalmente V.E. la decadencia conciliar del culto mariano? ¿Qué nos puede decir, como prelado, de lo que ha visto en relación con este tema en sus largos años de actividad en Italia y el extranjero? ¿Ha tenido María Santísima algo que ver con la toma de conciencia de V.E. en lo que se refiere a la crisis de la Iglesia?
Algo que tienen en común los herejes de todos los tiempos es la intolerancia hacia el culto reservado a la Santísima Virgen y a la doctrina mariana que éste supone y de la cual es expresión litúrgica. Y no tiene nada de sorprendente: Satanás ve en la Madre de Dios a Aquella que con su Hijo aplastó la cabeza de la Serpiente antigua y a lo largo de la historia ha desbaratado los ataques del Infierno contra la Iglesia, la que al final de los tiempos obtendrá la victoria final sobre el Anticristo y sobre Satanás.
La Santísima Trinidad se complace en participar en la obra de la Redención con Nuestra Señora, a la cual ha concedido privilegios que ninguna otra criatura ha podido imaginar jamás: en primer lugar, preservarla del pecado original y mantener intacta la virginidad antes, durante y después del nacimiento del Salvador. En María, la nueva Eva, Satanás ve a la criatura que triunfa sobre él y repara la tentación y la caída de Eva; por eso es Corredentora junto a Cristo, nuevo Adán.
La devoción filial a la Virgen es dificilísima de erradicar del pueblo cristiano. Incluso después de la pseudorreforma protestante el culto a la Virgen sobrevivió hasta el punto de que se necesitaron grandes esfuerzos para extirparlo; no es fácil arrancar del corazón de los sencillos el amor a la Madre Celestial siendo éste tan espontáneo, natural y consolador. Pienso en los herejes que han regresado al seno de la Iglesia por la devoción a María Santísima gracias a un simple avemaría que su madre les había enseñado a rezar de pequeños. Esta devoción es sencilla, humilde, dulce, confiada y purísima; no se menoscaba en quien desconoce lo más excelso de la doctrina, porque nos ve como hijos y a Ella como Madre, por encima de todo lo demás, y reconoce en Ella a la salvadora, la misericordiosa, la Abogada a la que en todo momento se puede recurrir por graves que sean nuestras culpas, aun cuando se tiene miedo de alzar la mirada a su Divino Hijo al que hemos ofendido. «He ahí a tu Madre» (Jn. 19,26-27).
Por eso Satanás odia a «a Señora», como la llama en los exorcismos. Sabe de sobra que el poder de Jesucristo no queda opacado en modo alguno por la Madre, sino que la exalta, porque mientras a él el orgullo lo arrojó al Infierno, la humildad de Ella fue ensalzada sobre todas las criaturas concediéndole que llevara en su seno al Hijo de Dios, que Lucifer no toleraba que pudiese encarnarse asumiendo un cuerpo humano.
La decadencia del culto mariano después del Concilio es la última expresión, y yo añadiría que la más aberrante y escandalosa, de la aversión de Satanás a la Reina del Cielo. Ésa es una indicación de que aquella asamblea no provenía de Dios, como tampoco provienen de Él quienes también osan poner en tela de juicio los títulos y méritos de la Virgen Santísima. Por otra parte, ¿qué hijo se atrevería a rebajar a su propia madre para agradar a los enemigos de su padre? Esta complicidad descarada con herejes y paganos resulta mucho más grave cuando pone en duda el honor de la que es Madre de Dios y Madre nuestra, la Predilecta de la Trinidad a la que Dios Padre ha elegido por Hija, Dios Hijo por Madre y el Espíritu Santo por Esposa?
Creo que el don de mi conversión, de mi toma de conciencia en lo que respecta al engaño conciliar y a la apostasía actual, ha sido posible gracias a mi devoción constante a la Virgen, que nunca me ha faltado. Guardo el recuerdo vivísimo del rezo del Santo Rosario desde niño, cuando bajo los bombardeos aliados en abril de 1944 mi madre nos llevaba al refugio antiaéreo bajo nuestra casa de Varese y me estrechaba contra ella invocando la protección de la Virgen, cuya imagen iluminaba con una lamparita. El Rosario bendito siempre ha sido el alma de mi vida de oración.
Será la Santa Virgen la que aplaste bajo sus pies los ídolos infernales que infestan y profanan la Iglesia de su Hijo. Será Ella quien restituya la corona real al Hijo, al que sus propios ministros han desterrado. Será Ella quien sostenga y proteja a los buenos en esta hora de las tinieblas. Y será Ella quien implore gracias de conversión y arrepentimiento en los pecadores.
El tema de la liturgia también es importante. Parece que una de las batallas más arduas hoy en día es la de explicar a los fieles la gran diferencia entre la Misa de siempre y la que es fruto de la revolución conciliar neomodernista. No sólo por la teología subyacente, sino por la historia de la propia Misa de Pablo VI. Son pocos los católicos que saben que esa reforma se llevó a cabo con la ayuda de una comisión en la que intervinieron destacados protestantes, con los frutos ahora evidentes; o sea, un rito ecuménico. Hoy en día reina desgraciadamente un clima de indiferentismo sustancial en materia litúrgica, resultante de los contradictorios contenidos del motu proprio Summorum Pontificum de Benedicto XVI, como ya dijimos en la conversación anterior (4). Hablando también de la Misa, en una intervención de V.E. en el blog de nuestra amiga la Dra. M. Guarini el 9 de junio del año pasado, V.E. afirmó: «A lo largo de la historia, cuando se han propagado herejías, la Iglesia siempre se ha apresurado a condenarlas, como hizo cuando el conciliábulo de Pistoia en 1786, que en cierta forma fue precursor del Concilio Vaticano II». ¿Le importaría ampliar esta reflexión? ¿Qué elementos se pueden destacar de la bula Auctorem Fidei con relación a la autoridad? ¿Qué se debe hacer para hacer ver a la mayor cantidad posible de personas lo que da a entender este párrafo?
Estoy de acuerdo con usted en que desde luego es difícil sostener que el Cuerpo Místico pueda elevar a su Jefe la oración litúrgica –que es un acto oficial, solemne y público– con una voz dúplice. Esa duplicidad puede significar hipocresía, que repugna a la sencillez y coherencia de la Verdad católica, como también repugna a Dios, cuya Palabra es eterna y es la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Cristo no puede dirigirse al Padre con una voz perfecta, que los novadores llaman forma extraordinaria, y al mismo hacerlo también con una voz imperfecta que hace un guiño a los enemigos de Dios, la forma ordinaria.
Por otro lado, la propia e infelicísima expresión forma ordinaria delata que se es consciente de que hay cierta ordinariez, que en el lenguaje de cada día indica algo que no tiene nada que lo distinga, común, de poco valor o escaso nivel. No es ningún elogio decir que alguien es un ordinario. Por eso, creo que esta situación hay que aceptarla y soportarla como una fase transitoria en la que desde luego la liturgia tradicional tiene oportunidad de volver a difundirse haciendo mucho bien a las almas en vista de la necesidad de volver al único rito católico y a la indispensable abolición de su versión conciliar. Recordemos que en la liturgia la Iglesia se dirige a la majestad de Dios, no a los hombres; los bautizados, miembros vivos de la Iglesia, se unen a la oración litúrgica a través de los ministros sagrados que hacen de pontífices o de puente entre ellos y la Santísima Trinidad. Nada hay más ajeno al espíritu católico que convertir la liturgia en una especie de acto antropocéntrico.
He mencionado el concilio de Pistoya por la considerable cantidad de errores propuestos que ya habían sido condenados en la bula Auctorem Fidei y más todavía por el magisterio postconciliar. Y digo considerable porque, así como la Verdad es coesencial a Dios, también la mentira es el sello distintivo de Satanás, que reitera su grito de rebelión a través de los siglos atacando siempre la Verdad que odia con odio inextinguible. Desde Ario a Loisy y de Lutero al P. Martin SJ LGTBQ, todo está inspirado por el mismo. Por eso la Iglesia ha condenado SIEMPRE el error y afirma SIEMPRE la misma Verdad, y por eso los herejes vuelven a plantear los mismos errores. No se diferencia en nada de la infidelidad del pueblo de Israel al adorar el becerro de oro ni de las abominaciones de Asís, la Pachamama o Astaná.
A punto ya de concluir, no podemos dejar de tocar más concretamente el tema del ecumenismo que, como se puede observar en los que hemos tratado hasta ahora, está estrechamente ligado a todos los aspectos de la crisis que estamos viviendo. Se confirma también al menos en los encuentros Pablo VI y Atenágoras, el beso al pie del ortodoxo Melitón, y así hasta triunfar en los encuentros de Asís de 1986 (Juan Pablo II) y 2011 (Benedicto XVI) y llegar al documento de Abu Dabi y la imagen pagana que se llevó a San Pedro durante el Sínodo para la Amazonía. Ese indiferentismo está condenado sin tapujos tanto en la teoría como en la práctica en innumerables documentos pontificios (por ejemplo Mortalium animos de Pío XI, Pascendi de San Pío X y el Syllabus de Pío IX. No sólo repugna a la luz sobrenatural de la Fe, sino ante todo a la luz natural de la razón por ilógico, falso y perverso, y ha podido prosperar gracias a la complicidad de los progresistas y, por desgracia, de no pocos conservadores. Por la experiencia de V.E., y en particular por las diversas misiones que ha desempeñado en varios continentes, ¿ha observado –al menos en la vida privada– alguna toma de conciencia por parte del episcopado en ese sentido? Es decir: dejando aparte la prudencia pública, ¿hay entre el clero alguien que, al menos apartado de los micrófonos, reconozca la gravedad de esta apostasía? En caso afirmativo, ¿le parece que la complicidad ha aumentado a lo largo de los años a medida que se encarecía la gravedad de los actos cometidos?
Los obispos y sacerdotes que aman a Nuestro Señor saben muy bien que hay una incongruencia insalvable entre la Fe revelada y la doctrina conciliar. Lo saben también de sobra los mercenarios, mitrados o no, que propagan los errores y promueven la revolución. Ahora bien, mientras los mercenarios se proponen realmente transformar la Iglesia en una especie de ONG imbuida de principios masónicos, los buenos pastores no se resignan a creer que muchas concesiones no son la necesaria consecuencia de errores bien concretos insinuados por el Concilio, sino una especie de incidencia por el camino que tarde o temprano se corregirá. Ese error, filosófico y psicológico más que teológico, los induce a asociar la causa de la crisis actual y la fidelidad al Magisterio inmutable de la Iglesia, en una labor titánica destinada al fracaso precisamente por ser vana y antinatural.
Permítame una comparación. Si un médico observa los síntomas de una enfermedad determinada, la identifica en su diagnóstico y elige una terapia encaminada a eliminar la causa de los síntomas, que no se limite a eliminarlos. No podrá curar los síntomas si no los asocia a la dolencia, porque en ese caso el paciente se aliviaría momentáneamente para morir más tarde. En política es igual: si un gobernante observa un aumento de la criminalidad a causa de la inmigración descontrolada, no conseguirá nada si no pone coto a la inmigración clandestina. Pues bien: si esto es evidente en cosas de la vida diaria, ¿cómo no va a ser igual en cuestiones que revisten mucha mayor gravedad como las relativas al culto debido a la majestad de Dios, la honra de la Iglesia y la salvación de las almas?
Creo que mis hermanos en el episcopado deberían tener la humildad para reconocer el engaño en que han caído; para identificar las causas doctrinales, morales y litúrgicas de la crisis; para desandar el cómodo camino que erróneamente emprendieron y retomar la senda estrecha y ardua que abandonaron y que a lo largo de los siglos ha demostrado ser el único camino que se puede recorrer: la vía de la Cruz, del sacrificio de sí mismo y de dar testimonio heroico de la Verdad, o sea de Jesucristo. Cuando lo hagan se multiplicarán los ataques del Demonio y sus secuaces contra la Iglesia, como siempre ha sucedido: «Si me persiguieron a Mí, también os perseguirán a vosotros» (Jn. 15,18-27), pero se ganarán el Cielo y la palma de la victoria. Y por el contrario, si creen que pueden entenderse con el mundo y su príncipe, tendrán que dar cuenta a Dios de las almas que les ha confiado. Y también de la propia.
Esta claudicación con la mentalidad mundana trasluce tal vez una falta de valor y pusilanimidad, todo lo contrario de las virtudes que deben distinguir al católico, y más todavía si es un ministro de Dios: «El Reino de los Cielos padece fuerza1, y los que usan la fuerza se apoderan de él» (Mt.11,12).
Gracias por la entrevista, monseñor.
1 No tiene nada de sorprendente que, siguiendo el guión revolucionario, en este periodo de tiempo haya habido declaraciones favorables al culto mariano, obviamente alternadas con prácticas contrarias e insertas en un contexto general neomodernista que ha producido los frutos hoy evidentes.
2 L’Osservatore Romano, 4 de junio de 1997.
3 Audiencia general del 12 de noviembre de 1997,
4 Obsérvese en particular en el pasaje: «Art. 1.- El Misal Romano promulgado por Pablo VI es la expresión ordinaria de la “Lex orandi” (“Ley de la oración”), de la Iglesia católica de rito latino. No obstante, el Misal Romano promulgado por san Pío V, y nuevamente por el beato Juan XXIII, debe considerarse como expresión extraordinaria de la misma “Lex orandi” y gozar del respeto debido por su uso venerable y antiguo. Estas dos expresiones de la “Lex orandi” de la Iglesia en modo alguno inducen a una división de la “Lex credendi” (“Ley de la fe”) de la Iglesia; en efecto, son dos usos del único rito romano.».
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)