El 1 de noviembre de 1755, un terremoto destruyó la ciudad de Lisboa. Este hecho, que acabó con una de las ciudades más prósperas de Europa, conmocionó a toda la civilización occidental, que trató de buscar explicaciones religiosas, filosóficas y científicas a este fenómeno.
Como era previsible, la pandemia que atravesamos hace ya más de un año suscita en nosotros una conmoción y reflexión semejantes. Nos preguntamos entonces por qué Dios, siendo todopoderoso y bueno, permite algo tan terrible.
Apoyándonos en la luz de la razón, decimos, en primer lugar, “permite”, pues todo indica que este virus que nos acecha ha sido consecuencia, o bien de la maldad, o bien de la impericia humana. Aunque, cabe aclarar, se trataría de una impericia “teñida” de malicia, pues cualquier persona sabe que es éticamente reprobable manipular científicamente determinadas realidades que, “si se escapan de las manos”, pueden llegar a causar mucho daño.
También es verdad que, más allá de las posiciones de tono conspirativo, existe la posibilidad de que este virus, estando presente en la naturaleza, se haya transmitido a los seres humanos a partir de su presencia en un animal; en nuestro caso, un murciélago. De ser así, no habría existido -al menos directamente- responsabilidad humana alguna en la génesis de la pandemia.
Entonces, si el virus simplemente “vino de la naturaleza”, podríamos pensar, más decididamente, en “echarle la culpa a Dios”, autor de la naturaleza. Digo, teniendo en cuenta nuestra actual mentalidad, si un producto “nos viene fallado”, lo más común y lo primero que se nos ocurre es “hacer un reclamo al fabricante”.
En otras palabras, si este fuese el caso, podríamos afirmar que Dios no solo permitió, sino también que positivamente quiso, este flagelo. Recapitulemos entonces nuestras preguntas: ¿cuál fue el verdadero origen de este mal? ¿fue la ambición y maldad propiamente humanas?, ¿fue la impericia “teñida” de inmoralidad? ¿Dios positivamente quiso, o solo permitió, esta catástrofe?
Existen determinadas verdades históricas que “los hombres de a pie” quizá jamás vamos a conocer, al menos hasta que el Señor instaure definitivamente su Reino y “salga a la luz todo lo que estaba oculto”. En todo caso, nuestra deliberación solo puede “partir de los hechos”. La “cosa” está aquí, delante nuestro, y debemos habérnosla con ella; debemos afrontarla no solo en términos de la medicina y la salud pública, sino también de modo más profundamente reflexivo, especialmente desde la filosofía y la teología.
¿Qué podemos entonces juzgar respecto de este traumático y doloroso suceso? Desde la perspectiva de la tradición filosófica realista (particularmente aristotélica y tomista), podemos conocer que hay Dios, que él es omnisciente, todopoderoso y bueno. Y esto último no solo en términos metafísicos, sino también morales (Dios no es solamente “lo más apetecible”; tampoco puede Él querer mal alguno para sus criaturas). Asimismo, también podemos saber que Dios es providente, es decir, que no se “desentiende” de las cosas, y mucho menos de las personas.
Ahora bien, ¿cómo es posible conjugar estos atributos con la ineludible “sensación de desamparo” que, inevitablemente, nos embarga frente a los acontecimientos provocados por la pandemia? Al igual que es Salmista, estamos tentados de afirmar: “¿Es que el Señor nos rechaza para siempre y ya no volverá a favorecernos?, ¿se ha agotado ya su misericordia, se ha terminado para siempre su promesa?, ¿es que Dios se ha olvidado de su bondad, o la cólera cierra sus entrañas?”.
Incluso en términos puramente racionales no habría que dejar “enteramente a un lado” la posibilidad de interpretar esta realidad como un castigo divino. Dios es infinitamente bueno y misericordioso, pero también es justo y “nadie se burla impunemente de sus prescripciones” (Como decimos los argentinos, Dios es bueno, pero no “buenudo”).
En este sentido, hace tiempo ya que la mayoría de los seres humanos vivimos “de espaldas a Dios”, y no solo “desentendiéndose de Él”, sino atentando abiertamente contra sus más sagrados preceptos. Basta pensar en la realidad del aborto que, año a año, como verdadera pandemia, se lleva la vida de millones de niños inocentes. ¿Pensamos acaso que la sangre de esos hijos no “clama al cielo”? Y este es solo un ejemplo, de los muchos que podría mencionar, para referirme a las atrocidades que ordinariamente cometemos los seres humanos.
Claro está, sería absurdo pensar que Dios, en caso de castigarnos, lo haga movido por el rencor y el deseo de venganza. En Dios no se dan pasiones, y menos aún sentimientos decididamente malos. El Bien es difusivo de sí, reza un principio metafísico. En este sentido, todo lo que Dios obra “ad extra” lo hace movido por la búsqueda del bien de quienes en su infinito amor ha creado.
En efecto, a nosotros, quizá, ni siquiera se “nos pasan por la cabeza” este tipo de cuestionamientos: ¿acaso somos los dueños de una clínica abortista?, ¿soy yo, por ventura, quien promueve ideologías perversas en los medios de comunicación masiva? La mayoría de nosotros, por Gracia de Dios, no cometemos estos graves pecados, pero ¿no es en realidad cierto que el mal no tendría, en absoluto, la fuerza que tiene de no ser por la “indiferencia” de quienes nos juzgamos buenos?
Todos queremos que acabe la pandemia para “continuar con nuestra vida”. Pero, deberíamos preguntarnos, ¿qué vida queremos continuar? La vida que nos ha llevado a una creciente desigualdad e injusticia; la vida que ha endiosado el “tener” y el “aparecer” por sobre el ser; la vida que solo aspira a “pasarlo bien”, desentendiéndonos de quienes están a nuestro lado.
De ser así, es como si le dijésemos a Dios: “mirá cortala con esto de la pandemia que nosotros sí tenemos muchas cosas importantes que hacer”: queremos seguir estafando, yendo a la cancha, apostando, comiendo cosas ricas, bebiendo y abusando del sexo; queremos seguir probando permanentemente cosas nuevas, pues ya nos aburrimos “lo tradicional”, en particular de la religión y de la familia.
Ahora bien, en caso de que esto sea en verdad un castigo divino: ¿qué hemos cambiado para que Dios, a su vez, cambie? ¿Cuál ha sido nuestra auténtica metanoia? ¿Hemos hecho alguna suerte de mea culpa respecto de nuestro comportamiento como seres “supuestamente” racionales? De haber juicio, los ninivitas seguramente también se levantarán contra esta “generación malvada y pervertida”. Estas preguntas no me las hago “solo como filósofo cristiano”; todo ser humano que se precie de tal debería quizá detener s reflexionar sobre estos hechos.
Con todo, es preciso reconocer que la pandemia suscitó numerosos actos de entrega valiente y generosa, especialmente dentro del personal de salud y de numerosos sacerdotes que murieron o arriesgaron su vida para llevar consuelo físico o espiritual. Esta dolorosa situación ha “sacado a la luz” lo mejor de muchos hombres y mujeres.
Habitamos una cultura que “vive de espaldas a la muerte”, que niega la realidad de nuestra finitud y contingencia; estamos arraigados en una cultura que rechaza de plano todo lo que implique asumir el dolor, la entrega y el autosacrificio. Pero la pandemia puso “frente nuestro” aquello que nos negábamos a ver y asumir.
En lenguaje franciscano, cabe decir que la pandemia nos hizo pensar en la “hermana muerte”, en aquella visitante inoportuna que, en cualquier momento, puede asomarse para sacudirnos, paradójicamente, de nuestro letargo. Las situaciones límite tienen, pues, la ventaja de “despertar a muchos” a la conciencia de la verdadera finitud humana. Y la visión de este hecho, por qué no, puede constituir el primer paso para abrirnos a la trascendencia.
Supongamos ahora que esto no es un castigo infligido directamente por Dios. Al menos, es innegable que Él lo ha permitido y, de algún modo, “hace silencio”. Dios “ha dejado correr la situación”, como un padre que “suelta” la mano de su hijo para ver cómo reacciona ante las adversidades. Y como manifesté arriba, hubo quienes están “aprovechando” la prueba, quienes están atravesando esta realidad de dolor como una “oportunidad” para fortalecer su fe y sus virtudes.
Otros, en cambio, eligieron el camino del rencor; la vergonzosa tarea de “despotricar” contra el “Padre de los cielos”; ellos optaron por afianzarse en su rechazo a Dios y vieron en la pandemia una ocasión, más que propicia, para reafirmar su ateísmo: “si hubiera Dios, y este fuese bueno, no podría permitir el sufrimiento de tantos inocentes”. Por último, hubo también quienes eligieron “no pensar”; se trata de aquellos que siempre, frente a las situaciones dolorosas, se anestesian con más y más distracciones: más futbol, más alcohol, más drogas.
Quiero decir, el “por qué” y el “para qué” que podamos encontrar a la pandemia dependerá, en gran medida, de la imagen de Dios que previamente tengamos. Y la visión de Dios que la razón puede darnos es la de un Ser infinitamente poderoso y bueno; lo demás, son “caricaturas” de una inteligencia oscurecida ya por el pecado y la tristeza. Dios es bueno “todo el tiempo”, incluso en estos momentos en los que parece habernos “soltado de la mano”.
Aun hablando en términos puramente humanos, intuyo que esta situación es una “fuerte llamada de atención de Dios”. Es como si el Señor nos dijese: ¿dónde tienes puesto el corazón? ¿Qué bien o bienes has endiosado? Como nos enseñó Lewis, cuando los amores humanos se transforman en un Dios, inevitablemente se convierten en un demonio. Y el Dios verdadero no quiere que seamos devorados por amores pervertidos que solo pueden conducirnos a la desdicha eterna.
Quizá, desde una perspectiva más teológico-religiosa, esta realidad de la pandemia pueda ser pensada como una “vuelta de tuerca más” del ya ancestral tema de la fidelidad e infidelidad respecto de la “Alianza”. Dios crea al hombre y lo invita a la amistad con Él; el hombre rechaza a Dios para irse detrás de “falsos dioses”; Dios castiga al hombre, pero anuncia la promesa de una Alianza.
Pasando por el proto-evangelio, Noe, Abraham, Moisés y los profetas, hasta la Alianza nueva y eterna sellada por la sangre de Cristo, la historia humana se entreteje de estas “idas y vueltas” en relación con Dios. Evidentemente, cada vez nos acercamos más al “final de la película”, cuando el divino director asuma totalmente la escena y quite para siempre a los malos actores de este drama.
Sin embargo, todavía nos encontramos en las vísperas. Nuevas y más perversas infidelidades (aborto, ideología de género, eutanasia, apostasía generalizada) suscitan nuevos castigos. La Iglesia, cuerpo de Cristo, es hoy la verdadera protagonista de guiar a los hombres hacia un auténtico cambio de vida. Ella es la encargada de propagar el anuncio de la salvación a través de la palabra de vida y la fuerza de los sacramentos.
Cristo salvador se hace hoy presente por medio de su Iglesia. Y la Iglesia tiene que hacerse presente en este mundo, tiene que “hacerse cargo” de la miseria humana, pero “sin ser del mundo”, sin “coquetear” con el mundo ni acomodarse a sus “exigencias”. Caso contrario, será como la levadura que ya no sirve para fermentar la masa, o la sal que se acopla al insípido sabor de estos tiempos.
Dios nos “llama la atención”, nos sacude de nuestro letargo. Su Palabra continúa “resonando” en el corazón de los fieles: “si volvéis a Mí de todo corazón y con toda el alma, Yo volveré a vosotros y no os ocultaré mi rostro”. Pero el Pueblo de Dios parece, una vez más, “no querer obedecer”, y el Señor nos “entrega nuevamente a nuestro corazón obstinado para que sigamos caminando según nuestros antojos”.
En suma, ¿qué sentido teológico puede tener este “tirón de orejas” de nuestro Dios? Ya hablé de la posibilidad real de un castigo causado por nuestras infidelidades y pecados. Es inevitable no pensar aquí en aquel pasaje evangélico en el que Jesús menciona a las dieciocho personas que fueron aplastadas al derrumbarse la Torre de Siloé: “¿pensáis acaso que esos hombres eran los más culpables de Jerusalén? Os digo que no. Y si vosotros no hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente”.
Nadie pues es inocente delante de Dios y todos debemos ver en este tiempo “una oportunidad para alcanzar la salud”. No es que aquí “pagan justos por pecadores”, es que todos estamos “en deuda con Dios”, y este oscurecimiento de la realidad de nuestro pecado es quizá un mal mayor que la propia pandemia. Insisto en esto, la terrible situación que actualmente estamos afrontando tiene que ser, en primer lugar, para nosotros, un “llamado a la conversión”.
Aunque no lo pensemos de manera consciente, la mayor parte de nosotros nos hemos habituado a pensar que estamos aquí para “pasarlo bien”, para disfrutar, todo lo que podamos, de los placeres que la vida pueda brindarnos. Este es el mensaje que el mundo permanentemente nos transmite: disfruta el momento, “sácale el jugo” a las oportunidades que te brindan las circunstancias.
Hemos olvidado que el hombre es homo viator, un ser peregrino que marcha de regreso hacia la casa del Padre. Al menos “en la práctica”, dejamos de creer en la vida eterna y transcurrimos nuestra existencia como si no nos quedara otra cosa que “anestesiarnos con placeres corporales y distracciones frívolas”.
Por lo tanto, hemos de recuperar la conciencia de que esta vida tan solo es el “preludio” de la verdadera existencia. Sin embargo, hemos de tener presente aquello que ya nos enseñó Agustín: Aquel que “nos creó sin nosotros, no nos salvará sin nuestra colaboración”. Estamos pues aquí para ser Santos y cultivar nuestros talentos; para ser Perfectos como Dios es perfecto; para secundar la Gracia que Dios vino a ofrecernos como consecuencia del sacrificio Pascual de Cristo.
Una vez más: ¿es entonces la Pandemia un castigo divino?, ¿es algo que Dios tan solo permite como un necesario “llamado de atención” para que “recuperemos el norte”? Con todo, en este punto, me pregunto algo que, en una primera observación, puede resultar un tanto paradójico: ¿es que podría no haber acontecido la pandemia? ¿No es ella, acaso, parte del “natural despliegue” del drama humano-divino que comenzó con la caída de Adán y Eva y que culminará con la parusía? Quiero decir: la caída de nuestros primeros padres “puso en marcha” la dinámica del mal moral y del mal ontológico en el horizonte de la creación. Y este mal es como un “virus” que, inevitablemente, se va expandiendo a lo largo de la historia.
Desde que “el hombre rompió con Dios”, el “cuerpo rompió con el alma” y “el mundo se enemistó con el hombre”. La imagen de una naturaleza buena y “amable” para con los seres humanos expresa -como dice Peterson- una visión ingenua de las cosas. La naturaleza “gime dolores de parto” por el pecado del hombre y, si bien aguarda expectante la liberación de los hijos de Dios, sus “alaridos” necesariamente nos aturden. Sus “sacudones” nos conmueven y ponen a prueba nuestra destreza. Ella puede darnos atardeceres que semejan a un “pedacito” de cielo, pero también tempestades que preludian las noches más dolorosas del infierno.
Heráclito de Éfeso, varios siglos antes de Cristo, al contemplar la naturaleza afirmó que “la guerra es el Padre de todas las cosas”. Luego de la caída, al menos en un sentido, “no queda otra que esta constante pugna de todos contra todos”. Y se trata de una lucha en la que los seres humanos somos constantemente abofeteados. Nuestra propia alma es, por momentos, un campo de batalla; y esta pugna interior se refleja en muchos de nuestros conflictos comunitarios y en nuestras ambiciones desmedidas que nos llevan a utilizar a la creación como si fuese una “mera fuente de recursos”.
Enfermedades, catástrofes naturales y la propia muerte expresan tan solo “una de las caras” de esta moneda, cuyo reverso es la “historia de la salvación”. Dios es el autor del guión y el principal protagonista de esta obra redentora. Sabemos ya que Jesús “pagó por nosotros”, que sus “heridas nos han curado”. Pero todavía asistimos a los últimos capítulos del despliegue de este drama divino.
Luego de la ascensión, el Espíritu Santo “nos ha enseñado muchas cosas” y nuestra comprensión del misterio redentor se ha profundizado sobremanera; también la Gracia Santificante se ha derramado abundantemente en un sinfín de hombres y mujeres que, a semejanza de Cristo, entregaron la vida por sus hermanos. Desde San Esteban a la madre Teresa; desde Perpetua y Felicidad a Maximiliano Kolbe, la Gracia de Dios ha hecho Santos a los más insignes pecadores.
Sin embargo, el misterio de la iniquidad también se ha perpetrado. El tentador a “seguido haciendo de las suyas” y muchos son los hombres que lo continúan secundando. Como diría Lewis, Scrutopo y Orugario siguen “procurándose pacientes” y sembrando discordia. El mal avanza escondiéndose al amparo de la frivolidad, haciéndonos creer que la existencia humana tiene que ser toda ella como una tarde en “disneylandia”: aprovechen las oportunidades de gozo que la vida les otorga; en absoluto piensen en el mañana; consideren sobre todo que ustedes nada tienen que ver con los males que pasan en este mundo. Tú mismo has de considerarte una “víctima de las circunstancias”. La culpa es siempre de los otros: de mis padres; de los opresores del norte; del patriarcado, de occidente y, en definitiva, del cristianismo.
El mundo secular de hoy nos ha hecho olvidar a Dios y nuestro destino eterno. Ahora todos queremos “volver a la normalidad”. Con todo, deberíamos preguntarnos si en verdad queremos que “todo vuelva a ser como antes”. Más tarde o más temprano la normalidad regresará. Pero ojalá que cada uno de nosotros pueda ser en verdad mucho mejor que antes. La santidad es para todos y ninguno de nosotros debería rehuir este llamado. Mientras tanto, como nos enseñó Agustín, quizá valga la pena repetir: “bueno es Dios que no nos da aquello que le pedimos, sino aquello que le pediríamos si nuestro corazón fuese más semejante al suyo”.
Dr. J. Maximiliano Loria