A pesar de que han transcurrido diez años ya desde la aparición de esta obra su contenido sigue siendo tan actual como cuando se publicó. Su autor nos muestra que para entender bien la guerra civil española hay que verla desde su trasfondo religioso: un enfrentamiento entre los defensores de la civilización cristiana, por un lado, y los partidarios del comunismo ateo, por el otro. Asimismo, explica el papel que la jerarquía eclesiástica desempeñó durante nuestra guerra y en el régimen de Franco, lo que resulta esencial para comprender la historia reciente de España. Sirvan estas líneas como modesto homenaje a Blas Piñar y a todos los alzados el 18 de julio.
En este libro Blas Piñar describe la actitud de la Iglesia ante la guerra civil española. El autor defiende dos tesis: primera, la guerra civil fue, en realidad, una Cruzada, pues así la calificaron en su día las autoridades eclesiásticas; sin embargo, y esta es la segunda tesis, a partir de mediados de los años sesenta, tras el Concilio Vaticano II, la jerarquía eclesiástica decide irse distanciando del régimen de Franco y empieza a favorecer una interpretación secularizada de nuestra guerra civil, en abierta oposición a lo mantenido hasta ese momento. El autor aporta una profusión de citas para probar ambas tesis. La obra se compone de un prólogo y de dos partes. La primera titulada “De guerra civil a Cruzada” (pp.21-135) desarrolla la primera de las tesis mencionadas; mientras que la segunda parte “De Cruzada a Guerra Civil” (pp.137-343) se dedica a justificar la segunda tesis del autor.
En el prólogo se expone ya la finalidad de este escrito: “dar testimonio a las nuevas generaciones de lo que fue la Cruzada española de 1936 a 1939, (…) así como de lo que yo llamo ´proceso secularizador´, que ha ido minando y destruyendo todo lo que supuso y significó dicha Cruzada y el Estado confesional que nació de ella, católico, nacional y social, al servicio del bien común” (p.11).
La primera parte se subdivide en siete capítulos. En el primero se recuerda la doctrina tradicional sobre la guerra justa. En contra de la difundida opinión que condena la violencia venga de donde venga, Piñar sostiene que la violencia “no es intrínsecamente mala. El juicio moral que la misma merece está en función de la causa que la mueve, del fin que haciendo uso de la misma se persigue y del modo razonable y prudente de utilizarla” (p.24). De ningún modo cabe equiparar la violencia ilegítima del delincuente con la violencia legítima del estado que impone un justo castigo a ese criminal. La guerra, al igual que la violencia, tampoco es en sí misma inmoral, sino que puede ser justa y legítima si cumple, al menos, tres requisitos: que sea declarada por la autoridad competente, que la causa sea justa y que haya recta intención (p.27). Estas tres condiciones se dieron en la guerra española, que no solo fue justa, sino santa (pp. 30-32).
En el capítulo II, Piñar defiende que la guerra civil española fue, además de una guerra santa, una auténtica Cruzada. En apoyo de esta afirmación aporta una gran cantidad de testimonios de obispos, religiosos y seglares. De especial importancia es un texto del cardenal Pla y Deniel, en el que el ilustre prelado sostiene que “La bendición de Pío XI a los heroicos combatientes de la España Nacional consagraba el carácter de cruzada de la guerra española. No había sido esta Cruzada ni ordenada ni convocada por la Iglesia, pero fue reconocida y bendecida como tal por Pío XI el 14 de diciembre de 1936… y el Papa no bendice más que a los Cruzados” (p.40). El capítulo III está dedicado a los mártires de nuestra Cruzada, muchos de ellos ya canonizados y otros todavía en proceso de beatificación. El autor recuerda expresamente al requeté Antonio Molle Lazo (p.54) y sobre todo a Antonio Rivero, conocido como el “Ángel del Alcázar” (pp.54-59).
El capítulo IV, uno de los más breves del libro, recoge las felicitaciones que el cardenal Gomá y Pío XII hicieron a Franco tras su victoria y en las que expresan su deseo de que se reconstruyan las tradiciones cristianas españolas; así como las respuestas del Generalísimo, comprometiéndose a restaurar el orden cristiano en España, cosa que, efectivamente, se llevó a cabo en los años siguientes. En el capítulo V se hace una semblanza de la figura de Franco. Se aporta una amplia muestra de juicios elogiosos acerca de su persona, realizados por diversas personalidades. Se recuerda también el activo papel de Franco en la salvación de judíos durante la II Guerra mundial (pp. 82-85), así como su testamento (pp.85-88), en el que se manifiestan con claridad sus profundas virtudes cristianas.
El capítulo VI describe las muy cordiales relaciones de la Santa Sede con el gobierno de Franco (pp.90-99). Las altas jerarquías eclesiásticas tuvieron siempre muy claro que debían apoyar al bando nacional y desde el principio del conflicto quisieron tener un representante acreditado ante el gobierno de Burgos. El capítulo VII y último de esta primera parte glosa la actitud de los Papas Pío XI y Pío XII ante la contienda. El primero publica el 19 de marzo de 1937 su encíclica Divini Redemptoris, en la que condena el comunismo, incluyendo en su párrafo 20 una referencia expresa a las atrocidades que estaba cometiendo en España (p.101) y prohibiendo a todo católico –párrafo 68- la colaboración con esta ideología, a la que califica de intrínsecamente perversa (p.102). Del Papa Pacelli se reproduce su felicitación –ya mencionada- a Franco tras la victoria, así como diversos mensajes congratulándose por el resultado de la guerra y apoyando al gobierno nacional (pp.117-124). Esta primera parte se cierra con un apéndice que recoge el famoso poema de Paul Claudel A los mártires españoles (pp.131-135).
La segunda parte de este libro, mucho más extensa que la primera, está formada por otros siete capítulos. En ellos asistimos a un proceso insólito. A partir de la finalización del Concilio Vaticano II, la Iglesia se alía con sus enemigos tradicionales –el marxismo y la masonería- con el propósito de destruir el estado confesional católico existente por entonces en España y surgido de una verdadera Cruzada en contra de los enemigos de la civilización cristiana.
El capítulo VIII pone al descubierto cuál fue la táctica de los vencidos, que consistió en eliminar el carácter religioso de nuestra guerra civil para convertirla en una mera lucha fratricida. Para ello se recurrió a la manipulación del lenguaje. Se puso en circulación una serie de palabras engañosas tales como: reconciliación, reforma y superación, que encubrían, en realidad, la revancha, la ruptura y la demolición del régimen del 18 de julio (pp.143-147). La propia jerarquía eclesiástica contribuyó a la secularización de la Cruzada, dejando de usar el término, primero, y descalificándolo, después (pp.147-149). A continuación, Piñar muestra como este cambio de actitud de varios obispos influyó en destacados seglares católicos que empezaron a rechazar la aplicación del término “Cruzada” a nuestra guerra civil (pp. 149 y ss.). En este contexto, Piñar pasa revista a los principales escritores católicos que, ya durante la guerra civil española, negaron su carácter de Cruzada, caso de Maritain, Bernanos y Sturzo (pp.155-157). Este capítulo finaliza con una referencia al importante papel jugado por la masonería en este proceso secularizador (pp. 158-161).
En el capítulo IX se relatan los intentos de sepultar en el olvido a los mártires cristianos de la Cruzada, con la excusa de la necesidad de reconciliación y de olvido de los enfrentamientos pasados (pp. 162-172). Se aborda aquí también la cuestión de los asesinatos cometidos en zona nacional, los cuales fueron algo excepcional, no habitual; y se aclara que los sacerdotes vascos separatistas ejecutados por los nacionales fueron fusilados por delitos de lesa patria, no por odio a la fe católica, por lo que de ninguna manera cabe considerarlos mártires (pp.176-180).
La figura de Franco tampoco iba a quedar al margen de los ataques contra el régimen surgido del 18 de julio. El capítulo X nos ilustra sobre la campaña de desprestigio que tuvo que soportar el Generalísimo. El autor desmonta también las versiones falseadas por los rojos de algunos episodios de la guerra civil, tales como el bulo de la matanza de dos mil personas en la plaza de toros de Badajoz (pp.195-199) o sobre el bombardeo de Guernica (pp.199-200).
El cardenal Tarancón es el protagonista del capítulo XI. En realidad, no fue más que el ejecutor de las consignas de Roma, “que exigían la desaparición de un Estado confesional católico y la sustitución del mismo por el que nos ha deparado la Transición” (p.204). Se pasa revista a las opiniones y a la actuación del prelado sobre diversos asuntos: la unidad católica, los partidos políticos, la confesionalidad del Estado, las relaciones con Franco, el monumento al Sagrado Corazón de Jesús, la Virgen de Fátima y sus relaciones con monseñor Guerra Campos. Blas Piñar en ocasiones contrapone dos textos escritos por el propio Tarancón, uno anterior al Concilio y otro posterior, ambos sobre el mismo tema y totalmente opuestos en sus afirmaciones. El retrato que aflora del Cardenal del cambio es, ciertamente, penoso, pero difícilmente rebatible.
El capítulo XII muestra cómo Pablo VI y sus colaboradores, principalmente Villot, Benelli y Casaroli fueron los impulsores del distanciamiento de la Iglesia con el régimen de Franco, el cual culminó con la aprobación de la Constitución de 1978, apoyada mayoritariamente por los obispos españoles (p.225), con la excepción de don Marcelo González, que publicó con la firma de ocho obispos y poco antes del referéndum, una pastoral señalando las grandes deficiencias de la Constitución (pp.225-226). Lamentablemente, el tiempo le ha dado la razón. Piñar describe también cómo por la vía de los obispos auxiliares, en cuyo nombramiento no intervenía para nada el Gobierno, se fueron nombrando gran cantidad de obispos desafectos al régimen y deseosos de enterrar el estado confesional (pp.227-229). En flagrante contradicción con el Magisterio anterior empiezan a aparecer obispos que no solo elogian al socialismo y al comunismo, sino que, además, colaboran con ellos, con los enemigos de la Iglesia (pp.230 y ss.). Se trata de una auténtica traición, que tiene uno de sus episodios más infames en la colaboración de diversos eclesiásticos con el grupo de terroristas de ETA (pp.242-243).
El capítulo XIII se centra en Pablo VI. Su hostilidad hacia el franquismo era manifiesta y su motivación biográfica. Al parecer, su hermano menor “se alistó en las Brigadas Internacionales y murió en el campo de batalla luchando en el Ejército rojo” (p.259). Un episodio oscuro en la vida de Montini fue el de sus contactos durante el papado de Pío XII con la URSS, a través de monseñor Tondi, su secretario personal y agente del KGB, el cual pasó información a los soviéticos que facilitó el fusilamiento de varios sacerdotes que se habían introducido disfrazados en los países del Telón de acero (pp.259-261). Ya nombrado Papa, dirigió desde Roma el olvido de la Cruzada y la voladura del Régimen del 18 de julio (pp.270 y ss.). Otro episodio revelador de la personalidad de Montini fue su petición de indulto para unos asesinos terroristas, a la vez que guardaba silencio sobre sus víctimas (pp.276-279). El retrato que aflora de Montini es desolador. El propio Piñar intenta al final de este capítulo maquillar en lo posible la imagen de Pablo VI, recordando la promulgación de la encíclica Humanae Vitae o su Credo del pueblo de Dios (p.280). En este capítulo el autor aborda, además, aunque de pasada, la controvertida cuestión acerca de la continuidad o no entre la Iglesia anterior y la posterior al Concilio Vaticano II. Al principio del capítulo recuerda la diferencia entre dogma y pastoral: “El dogma es intangible, no se discute, no se puede mutilar o exponer de tal forma que se niegue la verdad revelada. La pastoral, sin embargo, es discutible, puede variar en función del cuándo (tiempo), del cómo (método) y para quienes (lugar); pero puede ser equivocada, inducir a confusión y, a veces, no evangelizadora, sino todo lo contrario” (p.257). La distinción es exacta, sin embargo, la doctrina cristiana no se reduce a los dogmas definidos, sino que es mucho más amplia; y el problema radica en que en algunos puntos clave, como el ecumenismo, la libertad religiosa o la colegialidad, la doctrina emanada del Vaticano II parece contraria a la defendida anteriormente. El propio Piñar no ve cómo compatibilizar el contenido del decreto conciliar sobre la libertad religiosa con el magisterio precedente (pp.264-267).
El último capítulo del libro describe la colaboración católico-marxista para acabar con el régimen de Franco. En el epílogo, Blas Piñar lamenta que la revolución haya alcanzado sus objetivos en España: “descristianizar a nuestro pueblo, romper la unidad de España y corromper ideológica y moralmente a los españoles” (p.319). El libro se cierra con dos apéndices: una homilía de monseñor Guerra Campos y un sueño escrito por Carrero Blanco en 1946 y premonitorio de las traiciones que vendrían luego.
Estamos ante un libro oportuno y valiente, que no teme enfrentarse a la difundida versión falseada de la guerra civil, que la presenta como un golpe de estado fascista contra el legítimo gobierno de la República. Blas Piñar coloca el conflicto en sus coordenadas reales: una guerra religiosa en la que el bando nacional luchaba por defender la fe y la civilización cristiana, mientras que los rojos combatían por establecer el comunismo ateo. Este trasfondo religioso es el que confiere a nuestra contienda su verdadero significado y su importancia transcendental. Esta obra suscita también algunas cuestiones de gran importancia: si la guerra civil fue una Cruzada, ¿qué debemos pensar de la petición de perdón por las Cruzadas realizada por Juan Pablo II o de las numerosas declaraciones de los Papas actuales rechazando toda violencia? En definitiva, se trataría de determinar si la Iglesia de Gomá y Pío XI es o no la misma que la Iglesia de Tarancón y de Pablo VI y sus sucesores.
Mateo Palliser