En muchos círculos católicos existe una obsesión generalizada por el Concilio Vaticano II, que impregna todos los aspectos de la vida católica. Ya sean liberales o conservadores, progresistas o tradicionalistas, todos deben contar de alguna manera con el Vaticano II. Cómo rendimos culto, en qué creemos, cómo vemos el mundo… todas estas cosas están, para el católico practicante medio, mediadas por el Vaticano II, influenciadas por el Vaticano II (si no por los documentos, sí por su “espíritu”), y dictadas por el Vaticano II. Hasta cierto punto, esto tiene sentido, dada la proximidad del concilio a nuestro momento histórico actual.
Pero para una Iglesia de 2.000 años, el período entre 1962 y 2021 no es ni siquiera el 3% de la existencia de la Iglesia. Y, sin embargo, el Vaticano II sigue siendo intocable, sus documentos no están abiertos a la crítica, los motivos de los padres del concilio no se han puesto suficientemente a prueba. Poner en duda la perfección y la inspiración del Vaticano II parece tan blasfemo como cuestionar la inspiración de la Sagrada Escritura. Una y otra vez se nos dice que “el Vaticano II fue un concilio pastoral”, y sin embargo la actitud que prevalece entre los líderes católicos es “Solo Vaticano Secundo” -el Vaticano II únicamente, y nada más.
Por supuesto, todos los católicos deberían tener una docilidad y obediencia a los concilios ecuménicos, ya que son un ejercicio del Magisterio. Pero, en contra de ciertos rincones de los apologetas católicos, esto no debe entenderse como una canonización absoluta de todas y cada una de las palabras, frases o incluso párrafos de los documentos conciliares. Sugerir que el análisis del Vaticano II sobre los avances tecnológicos de la época en “La Iglesia en el mundo moderno” (Gaudium et Spes) requiere el “asentimiento de la fe” es una forma de fundamentalismo conciliar que nunca ha tenido cabida en el pensamiento católico ortodoxo. El Vaticano II fue, en efecto, un concilio legítimo y con autoridad, pero de ello no se deduce que fuera un concilio perfecto, ni que pueda ser relevante en todas sus declaraciones 60 años después.
Si el papado de Juan Pablo II intentó frenar parte de la locura postconciliar en todo el mundo, y el papado de Benedicto XVI fue un intento de ver el Vaticano II con la “hermenéutica de la continuidad”, el pontificado del Papa Francisco destaca las formas en que el concilio intentó hacer algo nuevo. Y, mientras que tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI afirmaron la importancia del concilio, es Francisco quien impulsa un enfoque “maximalista” del Vaticano II. En su carta que acompaña a la Traditionis Custodes, el Papa Francisco escribe:
Dudar del Concilio es dudar de las intenciones de aquellos mismos Padres que ejercieron su poder colegial de manera solemne cum Petro et sub Petro en un concilio ecuménico, y, en última instancia, dudar del mismo Espíritu Santo que guía a la Iglesia.
Al margen de la necesidad de distinguir el Vaticano II y las reformas litúrgicas posteriores (muchas de las cuales no reflejan las enseñanzas del concilio), es curioso cómo Francisco ha eliminado el Vaticano II como objeto de estudio e investigación ulterior. Francisco -que ha enfatizado la necesidad de “dejar espacio” para la duda y la incertidumbre en nuestra vida de fe (llegando a llamar a la persona que tiene todas las respuestas “un falso profeta que usa la religión para sí mismo”)- no extiende ese espacio a aquellos que cuestionan el Vaticano II y su intento de reforma.
Hace unos años, al hablar de la liturgia postconciliar, el Papa Francisco también insistió en que “la reforma litúrgica es irreversible”, una afirmación sorprendente en sí misma, dado que supone que ningún concilio o papa futuro hará con el Novus Ordo Missae lo que Pablo VI hizo con el rito romano tradicional. Si la reforma litúrgica es irreversible (“la” se refiere a este caso concreto), entonces la autoridad de Francisco sobre la liturgia es mayor que la del papa San Pío V, que codificó la liturgia romana ya existente y trató de acabar con las aberraciones novedosas. El papa de la parrhesia no tolera a los que hablan libremente sobre el Vaticano II, a pesar de que en la Iglesia hay espacio para los que cuestionan los fundamentos de la fe, ¡incluida la propia existencia de Satanás!
A decir verdad, el Vaticano II es un concilio camaleónico, pues se mezcla con cualquiera. Los tradicionalistas de la liturgia pueden citar la Sacrosanctum Concilium sobre el “lugar privilegiado” del canto gregoriano (§116) y cómo “no debe haber innovaciones a menos que el bien de la Iglesia las exija genuina y ciertamente”. (§23) Dentro del mismo documento, los defensores del Novus Ordo pueden señalar secciones que piden la eliminación de “repeticiones inútiles” (§34) y que los ritos “se simplifiquen” (§50). En un solo pasaje de la Dignitatis Humanae (§2), el Concilio afirma la enseñanza tradicional de la Iglesia contra la coacción de la conciencia del individuo en materia religiosa, antes de introducir un nuevo concepto del “derecho natural” del individuo a elegir su religión.
La Lumen Gentium afirma la necesidad de la Iglesia para la salvación (§14), mientras que simultáneamente oscurece la relación entre el papado y el colegio de obispos, una controversia tan obvia que se requirió una nota explicativa previa y se colocó como apéndice del documento. Gaudium et Spes afirma que “el amor a Dios y al prójimo es el primero y el mayor de los mandamientos”, mientras que Nuestro Señor distingue (pero no dicotomiza) los dos, poniéndolos en su debido orden sin confundirlos: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento”. (cf. Mt 22,35-39). Y estos son sólo cuatro de los dieciséis documentos conciliares.
A menudo, cuando se plantean preguntas sobre el Vaticano II, se produce un incómodo silencio colectivo. “¿Esta persona es lefebvrista?”, se preguntan algunos. A la hora de preguntar cómo las declaraciones conciliares, por ejemplo la Lumen Gentium que afirma que “la Iglesia de Cristo… subsiste en la Iglesia católica” (§8) se ajustan a la enseñanza magisterial del pasado, se nos dan respuestas que sólo citan el Concilio Vaticano II, un ejercicio de tautología, si es que alguna vez he visto uno. Si ciertas formulaciones de los documentos del Vaticano II suscitan preocupaciones sobre su continuidad con la enseñanza de la Iglesia en el pasado, ciertamente el Magisterio puede hacer algo mejor que señalar al propio Vaticano II. Después de todo, muchas cosas se hicieron, se dijeron y se enseñaron en nombre del concilio: se destruyeron hermosas iglesias, se arrancaron comulgatorios, se desdibujó la distinción entre sacerdotes y laicos.
Hoy, en nombre del mismo concilio, se prohíbe a los católicos evangelizar a los judíos (Nostra Aetate), los obispos delegan en los laicos la defensa de la fe en la plaza pública (Gaudium et Spes), un sacerdote jesuita cuestiona las condenas bíblicas de la sodomía (Dei Verbum). No basta con agitar la mano para conjurar una “hermenéutica de la continuidad”, ni podemos suponer un “desarrollo doctrinal” cuando lo que se desarrolló parece irreconocible a la doctrina pasada. El hecho es que, casi 60 años después del inicio del concilio, todavía no existe una interpretación única y definitiva de sus enseñanzas.
La necesidad de un análisis más profundo no debe preocuparnos. Incluso el dogmático Concilio Ecuménico de Nicea (325) necesitó aclarar posteriormente lo que se entendía por el término homoousios, debido a su mal uso anterior por parte del hereje Pablo de Samosata. No bastaba con repetir que Nicea enseñaba el homoousios, sino que fue necesario un concilio posterior (el primero de Constantinopla en 381) para combatir el modalismo de Pablo de Samosata, que junto con el arrianismo, seguían siendo amenazas para la ortodoxia cristiana.
Vamos a plantear algunas preguntas retóricas, además de las preguntas planteadas por otros. ¿Por qué el Vaticano II tiene una influencia tan importante (si no exclusiva) en la forma en que los católicos entendemos y conocemos la Fe apostólica? Si un católico de 1921 fuera transportado a 2021 sin conocer el concilio, ¿le faltaría algo de sustancia en su conocimiento de la Fe? ¿Es posible vivir la Fe tal y como se enseñaba antes del Vaticano II en un mundo posterior al mismo? ¿Es el Vaticano II un “superconcilio” que absorbió todas las enseñanzas prístinas de los concilios anteriores y las difundió de una vez por todas de forma perfecta e inmutable? ¿No hay necesidad de un futuro concilio, porque el Vaticano II tiene la última palabra?
Por supuesto, cualquier católico de recta doctrina se estremecería ante estos pensamientos. Al igual que la Iglesia no sustenta su existencia por medio de un concilio a otro, tampoco un concilio -y uno “pastoral”, además- tiene preeminencia sobre el depósito de la fe. En la medida en que un concilio ecuménico profesa y enseña la fe, debe ser respetado como un vehículo para la transmisión de la fe apostólica por parte de la Iglesia, no como su fin.
La Iglesia no existe para el Vaticano II, sino que el Vaticano II se celebró para la Iglesia, y si el concilio no alcanzó los fines para los que fue convocado, entonces quizá pueda seguir los pasos de Constanza (1414-1418) y Letrán V (1512-1517) en cuanto a la necesidad de nuevas correcciones o aclaraciones. Un futuro Syllabus o una hermenéutica definitiva para interpretar el Concilio Vaticano II sería útil, pero para ello necesitamos la libertad de cuestionar este concilio aparentemente incuestionable.
Por John A. Monaco
John A. Monaco es un estudiante de doctorado en teología en la Universidad de Duquesne en Pittsburgh, PA, y un becario visitante en el Centro Veritas para la Ética en la Vida Pública en la Universidad Franciscana de Steubenville.
(Artículo original. Traducido por EF)