– «Tiempos recios», llamaba Santa Teresa a los suyos -dijo Juan, mientras cerraba el libro de la «varona» de Ávila.
– «¿Los suyos? ¿qué diría de los nuestros con tanta confusión y gente mala?» – respondió Pedro.
– «Tranquilo, tranquilo… -dijo Juan mientras cerraba el libro. Que Manrique quizás haya tenido razón con lo de su padre, pero no siempre todo tiempo pasado fue mejor«.
– «Cierto. Si hasta a veces yo mismo digo: ¡qué buenos que eran los malos!«- respondió su amigo.
Santa Teresa vivió en pleno renacimiento, tiempos de mundanización eclesial, revolución protestante y papas que quemaban… (de hecho, no hay pontífices canonizados entre San Pío V y San Pío X…).
Ahora, ¿qué hacer ante tiempos de tormenta, sobre todo, cuando la Fe -la verdadera- parece estar desapareciendo de la faz de la tierra?¿a quién aferrarse?
– «Naturalmente -dirá alguno- a comunidades o personas seguras, desde lo doctrinal y lo moral».
Y es una buena respuesta, pero incompleta.
Sucede que el hombre es animal político y, por ende, se realiza en la pólis mediante la ayuda de quien actúa como regens, como «líder» para intentar llevar a buen puerto a todos. Sin embargo se olvida a veces que el jefe (o la comunidad) es medio, no fin, parte del «tanto quanto» ignaciano, por ser, al final de cuentas, creatura falible y no creador infalible.
Ni el Padre Pío, ni San Pedro, ni Francisco ni tal intelectual o sacerdote son impecables. Son sólo creaturas de Dios.
¿Qué hacer entonces? Pues juzgar obras y enseñanzas, adhiriéndose a las buenas y descartando las malas, sabiendo que es «infeliz el hombre que confía en el hombre» (Jer 17,5).
Porque solo Dios basta.
– ¿Entonces…?¿hay alguna persona confiable? -dijo Pedro.
– Sí; sólo la Segunda de la Santísima Trinidad -respondió Juan- y, por concomitancia quienes vivan en Ella como decía el Apóstol: «ya no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi, SE
Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que procede de Dios (1 Cor 2, 12), el Espíritu de su Hijo, que Dios envió a nuestros corazones (Gal 4,6). Y por eso predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, tanto judíos como griegos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1,23-24). De modo que si alguien os anuncia un evangelio distinto del que recibisteis, ¡sea anatema! (Gal 1,9).
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