El 10 de octubre Francisco puso en marcha un gigantesco sínodo sobre la sinodalidad, como para dar por primera vez la palabra a todo el pueblo de Dios. Sin embargo, inmediatamente hizo saber -por boca del secretario general del sínodo, el cardenal Mario Grech- que una vez redactado el documento final no se ha dicho que se deba votarlo. Al recuento de votos sólo se recurrirá en casos extremos, “como instancia última e indeseada”. En todo caso, para luego entregar el documento al Papa, que hará lo que quiera con él.
Que esta praxis del partido leninista sea la sinodalidad anhelada por Jorge Mario Bergoglio no es una sorpresa, dado el absolutismo monárquico desenfrenado con el que gobierna la Iglesia, sin comparación con los Papas que le precedieron.
Hasta ahora hay al menos dos pruebas contundentes de este absolutismo. La primera es conocida, la segunda menos.
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La prueba conocida está dada por el modo en que Francisco pilotó los tres sínodos anteriores y, en particular, el de la familia, según reveló cándidamente el secretario especial de esa asamblea, el arzobispo Bruno Forte, al final de esa asamblea.
Era el 2 de mayo de 2016 y Forte, hablando en el teatro de la ciudad de Vasto, informó la respuesta que Francisco le había dado en la víspera del sínodo, a su pregunta sobre cómo había que proceder sobre el tema candente de la Comunión a las parejas ilegítimas:
“Si hablamos explícitamente de comunión a los divorciados vueltos a casar, ¡no sabes la que nos montarían éstos [es decir, los cardenales y obispos contrarios - ndr]! Así que no hablemos de manera directa, tu procura que figuren las premisas, luego ya sacaré yo las conclusiones”.
Después de lo cual Forte comentó, entre las sonrisas del auditorio: “Típico de un jesuita”.
Lo pagó caro. Ese docto arzobispo, que hasta entonces había estado entre los predilectos del papa Francisco e iba camino de una fulgurante coronación de su carrera, a partir de ese día cayó en desgracia. El Papa le puso una cruz. No lo volvió a llamar a su lado, no le confió ningún puesto de confianza, ni como consejero ni como ejecutor, lo eliminó como su teólogo de confianza, tuvo cuidado de no nombrarlo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ni presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, y mucho menos, él que es napolitano de nacimiento, obispo de Nápoles y cardenal.
Y esto sólo por haber dicho la pura verdad, como se reconstruyó con mayores detalles en esta publicación de Settimo Cielo:
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La otra prueba, la menos conocida pero no menos grave, del absolutismo monárquico con el que Francisco gobierna el mundo católico, viene dada por la anormal cantidad de leyes, decretos, ordenanzas, instrucciones, rescriptos emitidos por él sobre los temas más dispares. Anormal no sólo por el número de medidas -que en pocos años han llegado a muchas decenas- sino más aún por la forma en que está reduciendo a escombros la arquitectura jurídica de la Iglesia.
Una revisión razonada de la babel jurídica creada por el papa Francisco se encuentra en un reciente volumen muy documentado, con un impresionante aparato de notas, de Geraldina Boni, profesora de Derecho Canónico y Eclesiástico en la Universidad de Bolonia, un volumen (disponible gratuitamente en la web) que ya en su título expresa un juicio severo: “La reciente actividad normativa de la Iglesia: ¿'finis terrae' para el 'ius canonicum'?”.
La profesora Boni, ya conocida por los lectores de Settimo Cielo, no pertenece al bando contrario, ni mucho menos. Fue nombrada en 2011 por Benedicto XVI como consultora del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos y “elaboró este volumen paso a paso a través de una continua consulta con el profesor Giuseppe Dalla Torre”, distinguido jurista y fiel a la Iglesia, su maestro y predecesor en la Universidad de Bolonia, así como presidente desde 1997 hasta 2019 del tribunal del Estado de la Ciudad del Vaticano, y que falleciera prematuramente el 3 de diciembre de 2020 por complicaciones del Covid.
Al hojear las páginas de este libro, la imagen que surge es de devastación.
El primer golpe está dado por la marginación casi total del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos de las tareas que le competen, en primer lugar, la de “asistir al Sumo Pontífice como supremo legislador”.
Con el Papa Francisco, el Pontificio Consejo, que según sus estatutos tiene la tarea de elaborar y controlar toda la nueva legislación vaticana y está formado por clérigos de probada competencia canónica, no cuenta prácticamente para nada y se entera de cada nueva normativa como cualquier otro mortal, a posteriori.
Los textos de cada nueva norma son redactados por comisiones efímeras creadas cada vez ad hoc por el Papa, de las que casi nunca se conocen los miembros, y a veces, cuando se filtra algún nombre, resulta que es mediocre o que no tiene ninguna formación jurídica.
El resultado es que cada nueva norma, mayor o menor, provoca casi siempre una confusión en su interpretación y aplicación, que con frecuencia da origen a una posterior y desordenada secuencia de modificaciones y correcciones, que a su vez generan más confusión.
Uno de los casos más emblemáticos es el de la carta apostólica en forma de motu proprio “Mitis iudex dominus Iesus”, con el que Francisco quiso facilitar los procesos de nulidad de los matrimonios.
Una primera rareza es la fecha del motu proprio, publicado por sorpresa el 15 de agosto de 2015, en el intervalo entre la primera y la segunda sesión del Sínodo sobre la Familia, como para iniciar deliberadamente una práctica casi generalizada de declaraciones de nulidad, independientemente de lo que el sínodo habría podido decir al respecto.
Un segundo elemento negativo es el elevado número de errores materiales en las versiones del motu proprio en lenguas vernáculas, a falta del texto básico en latín “disponible incluso seis meses después de la entrada en vigor de la ley”.
Pero el desastre fue sobre todo de fondo. “Junto al pánico inicial de los operadores de los tribunales eclesiásticos”, escribe el profesor Boni, “se ha extendido una confusión verdaderamente vergonzosa. Actos normativos con ‘adendas’ y ‘correcciones’ de equívoco valor jurídico, procedentes de diversos dicasterios romanos -incluso circulando clandestinamente- y algunos también rastreables hasta el propio Sumo Pontífice, así como otros producidas por organismos atípicos creados para la ocasión, se han entremezclado con el resultado de agudizar posteriormente la situación ya de por sí caótica. [...] Una mezcolanza en la que incluso los tribunales apostólicos se han 'reciclado' como autores de normas a veces cuestionables, y los organismos con sede en Roma a unas decenas de metros han impartido instrucciones discordantes entre sí”.
El resultado ha sido un bosque de interpretaciones y sentencias discordantes, “en perjuicio de los desafortunados 'cristifideles', que al menos tienen derecho a un juicio justo igual”. Con el desastroso efecto de que “lo que se sacrifica es la consecución de una auténtica certeza por parte del juez sobre la verdad del matrimonio, socavando así esa doctrina de la indisolubilidad del vínculo sagrado, de la que la Iglesia, encabezada por el sucesor de Pedro, es depositaria”.
Otro bulto desordenado de normas tuvo que ver con la lucha contra los abusos sexuales, que, al ceder a una “presión mediática verdaderamente obsesiva” acabó sacrificando “derechos inalienables como el respeto a las piedras angulares de la legalidad penal, la irretroactividad del derecho penal, la presunción de inocencia y el derecho de defensa, así como el derecho a un juicio justo”. La profesora Boni cita en su apoyo a otro canonista importante, monseñor Giuseppe Sciacca, secretario del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica, el Tribunal Supremo del Vaticano, quién también denunció que se cediera en este asunto a “una justicia sumaria”, cuando no a “tribunales especiales de hecho, con todas las consecuencias, los ecos siniestros y los tristes recuerdos que ello conlleva”.
Se trata de un desorden normativo que amenaza también con socavar los pilares de la fe católica, por ejemplo, cuando obliga a denunciar ante las autoridades del Estado determinados delitos contra el sexto mandamiento. Mal formulada y mal interpretada, esta obligación parece difícilmente conciliable “con las obligaciones de secreto a las que están sujetos los clérigos, algunas de las cuales -y no sólo las que se remontan al secreto sacramental- son absolutamente inquebrantables”. Y esto “en un momento histórico particular, en el que la confidencialidad de las confidencias a los sacerdotes está ferozmente asediada en varios sistemas seculares, en violación de la libertad religiosa”. Los casos de Australia, Chile, Bélgica, Alemania y, más recientemente, Francia son prueba de ello.
El libro examina y critica a fondo otros numerosos actos normativos producidos por el actual pontificado, desde la reforma en curso de la Curia Romana hasta las nuevas reglas impuestas a los monasterios femeninos o a las traducciones de los libros litúrgicos. En particular, denuncia el recurso muy frecuente de uno u otro dicasterio de la curia vaticana a la “aprobación en forma específica” del Papa de cada nueva norma emitida por el mismo dicasterio. Esta cláusula, que excluye cualquier posibilidad de recurso, se ha utilizado en el pasado “muy raramente, y para casos marcados por la máxima gravedad y urgencia”. Mientras que ahora goza de un uso generalizado, “induciendo una apariencia de arbitrariedad infundada y poniendo en peligro los derechos fundamentales de los fieles”.
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En definitiva, el libro merece que sea leído y meditado, como ha hecho recientemente en cuatro páginas densas, publicadas en “Il Regno” Paolo Cavana, profesor de derecho canónico y eclesiástico en la Universidad Libre de Maria Santissima Assunta de Roma y también discípulo de Giuseppe Dalla Torre, quien fue rector de esta universidad.
Hay que tener en cuenta que 'Il Regno' es la más noble de las revistas católicas progresistas que se publican en Italia, y no es sospechosa de ninguna aversión al papa Francisco.
Sin embargo, esto es lo que escribe Cavana al final de su reseña del volumen de la profesora Boni:
“Hay que preguntarse cuáles son las razones profundas de tal derivación, que parece totalmente inusual en la Iglesia católica, que siempre ha conocido tendencias antijurídicas en su seno, pero no a nivel del legislador supremo”, es decir, del Papa. “En la producción legislativa de este pontificado, el Derecho tiende a ser percibido prevalentemente como un factor organizativo y disciplinario, es decir, como una sanción, y siempre en una función instrumental con respecto a determinadas opciones de gobierno, no también como un instrumento fundamental de garantía de los derechos (y de la observancia de los deberes) de los fieles”.
El absolutismo monárquico que marca el pontificado de Francisco no podría estar mejor definido, a pesar del aluvión de palabras sobre la sinodalidad.
Sandro Magister